Enseguida recobró su estilo propio y decidió que mi suerte estaba en aquel antiguo convento del siglo XVII, convertido en colegio de incrédulos en una villa soñolienta donde no había más distracciones que estudiar. El viejo claustro, en efecto, se mantenía impasible ante la eternidad. En su primera época tenía un letrero tallado en el pórtico de piedra: El principio de la sabiduría es el temor de Dios. Pero la divisa fue cambiada por el escudo de Colombia cuando el gobierno liberal del presidente Alfonso López Pumarejo nacionalizó la educación en 1936. Desde el zaguán, mientras me reponía de la asfixia por el peso del baúl, me deprimió el patiecito de arcos coloniales tallados en piedra viva, con balcones de maderas pintadas de verde y macetas de flores melancólicas en los barandales. Todo parecía sometido a un orden confesional, y en cada cosa se notaba demasiado que en más de trescientos años no habían conocido la indulgencia de unas manos de mujer. Mal educado en los espacios sin ley del Caribe, me asaltó el terror de vivir los cuatro años decisivos de mi adolescencia en aquel tiempo varado.
Todavía hoy me parece imposible que dos pisos alrededor de un patio taciturno, y otro edificio de mampostería improvisado en el terreno del fondo, pudieran alcanzar para la residencia y la oficina del rector, la secretaría administrativa, la cocina, el comedor, la biblioteca, las seis aulas, el laboratorio de física y química, el depósito, los servicios sanitarios y el dormitorio común con camas de hierro dispuestas en batería para medio centenar de alumnos traídos a rastras desde los suburbios más deprimidos de la nación, y muy pocos capitalinos. Por fortuna, aquella condición de destierro fue una gracia más de mi buena estrella. Por ella aprendí pronto y bien cómo es el país que me tocó en la rifa del mundo. La docena de paisanos caribes que me asumieron como suyo desde la llegada, y también yo, desde luego, hacíamos distinciones insalvables entre nosotros y los otros: los nativos y los forasteros.
Los distintos grupos repartidos en los rincones del patio desde el recreo de la prima noche eran un rico muestrario de la nación. No había rivalidades mientras cada uno se mantuviera en su terreno. Mis relaciones inmediatas fueron con los costeños del Caribe -que teníamos la fama bien merecida de ser ruidosos, fanáticos de la solidaridad de grupo y parranderos de bailes-. Yo era una excepción, pero Antonio Martínez Sierra, rumbero de Cartagena, me enseñó a bailar los aires de moda en los recreos de la noche. Ricardo González Ripoll, mi gran cómplice de noviazgos furtivos, fue un arquitecto de fama que sin embargo no interrumpió nunca la misma canción apenas perceptible que murmuraba entre dientes y bailaba solo hasta el fin de sus días.
Mincho Burgos, un pianista congenito que llegó a ser maestro de una orquesta nacional de baile, fundó el conjunto del colegio con quien quiso aprender algún instrumento, y me enseñó el secreto de la segunda voz para los boleros y los cantos vallenatos. Sin embargo, su proeza mayor fue que formó a Guillermo López Guerra un bogotano puro, en el arte caribe de tocar las claves, que es cuestión de tres dos, tres dos.
Humberto Jaimes, de El Banco, era un estudioso encarnizado al que nunca le interesó bailar y sacrificaba sus fines de semana para quedarse estudiando en el colegio. Creo que no había visto nunca un balón de futbol ni leído la reseña de un partido de cualquier cosa. Hasta que se graduó de ingeniero en Bogotá e ingresó en El Tiempo como aprendiz de redactor deportivo, donde llegó a ser director de su sección y uno de los buenos cronistas de futbol del país. De todos modos, el caso más raro que recuerdo fue sin duda el de Silvio Luna, un moreno retinto del Chocó que se graduó de abogado y después de médico, y parecía dispuesto a iniciar su tercera carrera cuando lo perdí de vista.
Daniel Rozo -Pagocio- se comportó siempre como un sabio en todas las ciencias humanas y divinas, y se prodigaba con ellas en clases y recreos. Siempre acudíamos a él para informarnos sobre el estado del mundo durante la guerra mundial, que seguíamos apenas por los rumores, pues no estaba autorizada en el colegio la entrada regular de periódicos o revistas, y la radiola la usábamos solo para bailar unos con otros. Nunca tuvimos ocasión de averiguar de dónde sacaba Pagocio sus batallas históricas en las cuales ganaban siempre los aliados. Sergio Castro -de Quetame- fue quizás el mejor estudiante en todos los años del liceo, y obtuvo siempre las calificaciones más altas desde su ingreso. Me parece que su secreto era el mismo que me había aconsejado Martina Fonseca en el colegio San José: no perdía una palabra del maestro o de las intervenciones de sus condiscípulos en las clases, tomaba notas hasta de la respiración de los profesores y las ordenaba en un cuaderno perfecto. Tal vez por lo mismo no necesitaba gastar tiempo en preparar los exámenes, y leía libros de aventuras los fines de semana mientras los otros nos incinerábamos en los estudios.
Mi compañero más asiduo en los recreos fue el bogotano puro Álvaro Ruiz Torres, que intercambiaba conmigo las noticias diarias de las novias en el recreo de la noche, mientras marchábamos con tranco militar alrededor del patio. Otros eran Jaime Bravo, Humberto Guillén y Álvaro Vidal Barón, de quienes fui muy cercano en el colegio y seguimos encontrándonos durante años en la vida real. Álvaro Ruiz iba a Bogotá todos los fines de semana con su familia, y regresaba bien provisto de cigarrillos y noticias de novias. Fue él quien me alentó ambos vicios durante el tiempo que estudiamos juntos, y quien en estos dos años recientes me ha prestado sus mejores recuerdos para reverdecer estas memorias.
No sé qué aprendí en realidad durante el cautiverio del Liceo Nacional, pero los cuatro años de convivencia bien avenida con todos me infundieron una visión unitaria de la nación, descubrí cuán diversos éramos y para qué servíamos, y aprendí para no olvidarlo nunca que en la suma de cada uno de nosotros estaba todo el país. Tal vez fue eso lo que quisieron decir en el ministerio sobre la movilidad regional que patrocinaba el gobierno. Ya en la edad madura, invitado a la cabina de mandos de un avión trasatlántico, las primeras palabras que me dirigió el capitán fue para preguntarme de dónde era. Me bastó con oírlo para contestar:
– Soy tan costeño como es usted de Sogamoso.
Pues tenía el mismo modo de ser, el mismo gesto, la misma materia de voz que Marco Fidel Mulla, mi veceno de asiento en el cuarto año del liceo. Este golpe de intuición me enseñó a navegar en las ciénagas de aquella comunidad imprevisible, aun sin brújula y contra la corriente, y ha sido quizás una llave maestra en mi oficio de escritor.
Me sentía viviendo un sueño, pues no había aspirado a la beca porque quisiera estudiar, sino por mantener mi independencia de cualquier otro compromiso, en buenos términos con la familia. La seguridad de tres comidas al día bastaba para suponer que en aquel refugio de pobres vivíamos mejor que en nuestras casas, bajo un régimen de autonomía vigilada menos evidente que el poder doméstico. En el comedor funcionaba un sistema de mercado que permitía a cada quien arreglar la ración a su gusto. El dinero carecía de valor. Los dos huevos del desayuno eran la moneda más cotizada, pues con ellos se podía comprar con ventaja cualquier otro plato de las tres comidas. Cada cosa tenía su equivalente justo, y nada perturbó aquel comercio legítimo. Más aún: no recuerdo ni un solo pleito a trompadas por motivo alguno en cuatro años de internado.
Los maestros, que comían en otra mesa del mismo salón, no eran ajenos a los trueques personales entre ellos, pues todavía arrastraban hábitos de sus colegios recientes. La mayoría eran solteros o vivían allí sin las esposas, y sus sueldos eran casi tan escasos como nuestras mesadas familiares. Se quejaban de la comida con tantas razones como nosotros, y en una crisis peligrosa se rozó la posibilidad de conjurarnos con alguno de ellos para una huelga de hambre. Sólo cuando recibían regalos o tenían invitados de fuera se permitían platos inspirados que por una vez estropeaban las igualdades. Ése fue el caso, en el cuarto año, cuando el médico del liceo nos prometió un corazón de buey para estudiarlo en su curso de anatomía. Al día siguiente lo mandó a las neveras de la cocina, todavía fresco y sangrante, pero no estaba allí cuando fuimos a buscarlo para la clase. Así se aclaró que a última hora, a falta de un corazón de buey, el médico había mandado el de un albañil sin dueño que se desbarató al resbalar de un cuarto piso. En vista de que no alcanzaba para todos, los cocineros lo prepararon con salsas exquisitas creyendo que era el corazón de buey que les habían anunciado para la mesa de los maestros. Creo que esas relaciones fluidas entre profesores y alumnos tenían algo que ver con la reciente reforma de la educación de la cual quedó poco en la historia, pero nos sirvió al menos para simplificar los protocolos. Se redujeron las diferencias de edades, se relajó el uso de la corbata y nadie volvió a alarmarse porque maestros y alumnos se tomaran juntos unos tragos y asistieran los sábados a los mismos bailes de novias.
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