– ¿No estás contento? -preguntó.
El ratón hizo un mohín de disgusto y señaló a las paredes.
– Sí -dijo Nicolás-. Algo ha cambiado. Antes era más bonito. No sé qué sucede…
El ratón pareció reflexionar un instante, después movió la cabeza y abrió los brazos como si no entendiera nada.
– Yo tampoco -dijo Nicolás-, no lo comprendo. Ni siquiera cuando se frota cambia algo. Probablemente es la atmósfera, que se está volviendo corrosiva…
Calló, meditabundo, y meneó la cabeza a su vez; después siguió su camino. El ratón se cruzó de brazos y se puso a mascar como ausente; súbitamente, escupió el chicle para gatos al sentir su sabor. El comerciante se había debido de equivocar.
En el comedor, Chloé desayunaba con Colin.
– ¿Qué hay? -preguntó Nicolás-. ¿La cosa va mejor?
– Menos mal-dijo Colin-, ¿te decidirás por fin a hablar como todo el mundo?
– Es que no llevo zapatos -explicó Nicolás.
– No me siento mal del todo -dijo Chloé.
Tenía los ojos brillantes y la tez viva, y el aspecto feliz del que está otra vez en casa.
– Se ha comido la mitad del pastel de pollo -dijo Colin.
– Me alegro mucho -dijo Nicolás-. Esta vez no era una receta de Gouffé.
– ¿Qué quieres hacer hoy, Chloé? -preguntó Colin.
– Sí -dijo Nicolás-, ¿se va a almorzar pronto o tarde?
– Me gustaría salir con vosotros dos y con Isis, Chick y Alise, e ir a la pista de patinaje y de tiendas y a una fiesta-sorpresa -dijo Chloé-, y comprarme una sortija verde ajustable.
– Bueno -dijo Nicolás-, entonces me voy a mi cocina en seguida.
– Cocina vestido de paisano Nicolás -dijo Chloé-. Es mucho menos cansado para todos. Y luego estarás listo inmediatamente para salir.
– Voy a coger dinero del cofre de los doblezones -dijo Colin-, y tú, Chloé, telefonea a los amigos. Lo vamos a pasar bomba.
– Voy a telefonear -dijo Chloé.
Se levantó y corrió al teléfono. Cogió el auricular e imitó el grito de la lechuza para indicar que quería hablar con Chick.
Nicolás quitó la mesa apoyándose en una palanquita: los cacharros sucios se dirigieron al fregadero a través de un grueso tubo neumático disimulado debajo de la alfombra. Salió de la habitación y se fue por el pasillo.
El ratón, erguido sobre sus patas traseras rascaba con las uñas una de las baldosas empañadas. El lugar donde lo había hecho brillaba otra vez.
– ¡Muy bien! -dijo Nicolás-. ¡Lo estás consiguiendo!… ¡Estupendo!
El ratón se detuvo, jadeante, y enseñó a Nicolás el extremo de sus patitas desolladas y sangrantes.
– ¡Mira, mira!… -dijo Nicolás-. ¡Te has hecho daño!… Ven y deja eso. Al fin y al cabo aquí queda todavía mucho sol. Ven, voy a curarte…
Se puso el ratón en el bolsillo del pecho y aquél, agotado y con los ojos semicerrados, dejaba caer por fuera sus pobres patitas heridas.
Colin hacía girar con gran rapidez las ruedas de su cofre de doblezones canturreando. Habían dejado ya de atormentarle las inquietudes de los últimos días y se sentía el corazón en forma de naranja. El cofre era de mármol blanco con incrustaciones de marfil y las ruedas de amatista verdinegra.
El nivel indicaba sesenta mil doblezones.
La tapa basculó con un chasquido lubricado, ya Colin se le heló la sonrisa. El nivel, bloqueado por no se sabe qué razón, acababa de detenerse, después de dos o tres oscilaciones, a la altura correspondiente a treinta y cinco mil doblezones. Metió la mano en el cofre y comprobó rápidamente la exactitud de esta última cifra. Haciendo un rápido cálculo mental, constató la verosimilitud de la misma. De cien mil, había dado veinticinco mil a Chick para que se casara con Alise, quince mil se habían ido en el coche, cinco mil en la ceremonia… el resto había volado con toda naturalidad. Esto le tranquilizó un poco.
– Es normal-se dijo en voz alta, y su voz le sonó extrañamente alterada.
Tomó lo que le hacía falta, titubeó, devolvió a su sitio la mitad con cierto aire de lasitud y cerró la puerta. Las ruedas giraron rápidamente haciendo un ruidito muy distinto. Dio unos golpecito s en el cuadrante del nivel y comprobó que marcaba con exactitud la suma realmente contenida.
A continuación, se levantó. Permaneció de pie durante algunos instantes, asombrado de la enormidad de las sumas que había tenido que invertir para dar a Chloé lo que juzgaba digno de ella y sonrió pensando en Chloé despeinada, por la mañana, en la cama, en la forma de la sábana sobre su cuerpo estirado yen el color de ámbar de su piel cuando él levantaba la sábana, pero se obligó bruscamente a pensar en el cofre, porque no era momento de pensar en las otras cosas.
Chloé se estaba vistiendo.
– Di a Nicolás que prepare unos sandwiches -dijo- porque salimos ahora mismo… He quedado con todo el mundo en casa de Isis.
Colin la besó en el hombro, aprovechando un pequeño claro y se apresuró a avisar a Nicolás. Éste acababa de curar al ratón y le estaba haciendo unas muletitas de bambú.
– Ya está -dijo-o Tendrás que andar con esto hasta esta noche y después desaparecerá todo.
– ¿Qué es lo que tiene? -preguntó Colin acariciándole la cabeza.
– Ha intentado limpiar las baldosas del pasillo -dijo Nicolás-. Algo ha conseguido, pero se ha hecho daño.
– No te preocupes -dijo Colin-. Esto se arreglará solo.
– No sé qué pasa… -dijo Nicolás-. Es extraño. Parece como si las baldosas respiraran mal.
– Todo se arreglará… -dijo Colin-, creo yo, por lo menos… ¿no había pasado eso nunca hasta ahora?
– No -dijo Nicolás.
Colin permaneció unos instantes de pie delante de la ventana de la cocina.
– Quizá sea el desgaste normal-dijo-. Podríamos probar a mandarlas cambiar…
– Eso saldría muy caro -dijo Nicolás.
– Sí -dijo Colin-. Será mejor esperar.
– ¿Qué querías? -preguntó Nicolás.
– No hagas comida -dijo Colin-. Sólo unos sandwiches…nos vamos enseguida.
– Bueno, voy a vestirme -dijo Nicolás.
Dejó en el suelo al ratón, que se dirigió hacia la puerta, oscilante entre sus muletitas. Sus bigotes sobresalían por los dos lados.
La calle había cambiado totalmente de aspecto desde que Colin y Chloé partieran. Ahora, las hojas de los árboles eran grandes y las casas habían olvidado su tinte pálido para revestirse de un tono verde desvaído, antes de adquirir el suave color beige del verano. El pavimento se volvía elástico y blando bajo los pies y el aire olía a frambuesa.
Todavía hacía fresco, pero del otro lado de las ventanas de vidrios azulados se adivinaba el buen tiempo. A lo largo de las aceras brotaban flores verdes y azules, y la savia serpenteaba alrededor de sus frágiles tallos, haciendo un ligero mido húmedo como el beso de un caracol.
Nicolás abría la marcha. Llevaba un traje de sport de cálida lana color mostaza y, debajo, un chándal de cuello subido con un salmón a la Chambord dibujado tal como aparece en la página 607 del Libro de cocina de Gouffé. Sus zapatos de piel amarilla y suela de tocino rozaban apenas la vegetación.
Ponía cuidado en andar por los dos surcos despejados para dejar pasar los coches.
Colin y Chloé le seguían; Chloé iba cogida de la mano de Colin y aspiraba a grandes bocanadas los aromas del aire.
Llevaba un vestido blanco de lana y un abriguito corto de leopardo benzolado, cuyas manchas, difuminadas por el tratamiento, se alargaban formando aureolas y se entrecruzaban de curiosas maneras. Sus cabellos como espuma flotaban libremente al aire y exhalaban un suave hálito perfumado de jazmín y de clavel.
Colin, con los ojos semicerrados, se dejaba guiar por ese perfume y sus labios se estremecían levemente a cada inhalación. Las fachadas de las casas se abandonaban un tanto, olvidándose de su severa rectitud, con lo que el aspecto que formaba la calle despistaba a veces a Colin, que tenía que pararse a leer las placas esmaltadas.
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