Carlos Fuentes - La Frontera De Cristal

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Los conflictos sociales y económicos que han separado culturalmente a México de los Estados Unidos tienen una larga historia. En La frontera de cristal, Carlos Fuentes reproduce esta separación entre los dos países a lo largo de doscientos años.
Los Barroso son una familia mexicana que, como muchas, emigra a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Pero, para su sorpresa, la lucha por la existencia en ese país se vuelve una verdedera guerra de supervivencia. Cada miembro de la familia se enfrenta inevitablemente a algunos de los grandes problemas sociales del país norteamericano: la discriminación, el racismo, la violencia, el sufrimiento. Con esta novela, Carlos Fuentes retrata las motivaciones y necesidades que orillan a las familias mexicanas de esta condición a aventurarse en los sinsabores del rechazo de una sociedad extranjera.

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Todos los dependientes se carcajearon de lo lindo, se agarraron las panzas, se azotaron los muslos de risa, se abrazaron nalgueándose entre sí, vóytelas, Leandro, ¿ya te casaste? ¿O es tu suegra?, ya te metieron en cintura, ¿verdad?, ya ni te acerques por aquí, pendejo, ya te pusieron la coyunda, buey…

Arrancó con la cara colorada.

– ¿Por qué me hace pasar vergüenzas, señora? Yo la trato a usted con respeto…

– Anda, tú, mi nombre es Encarnación Cadalso, pero todos me dicen Encarna. Vamos a pasarla bien. Ya no te hagas de tripas corazón. Déjame enseñarte a pasarla bien. Joder, que a mí no me engañas. No eres más que un inseguro disfrazado de arrogante. Jodes a los demás, y te amargas a ti mismo. Vamos para Cuernavaca, dicen que es un lugar primoroso.

Plaza de piedra. Miradas de piedra. El idiota mira al grupo de gamberros sentados en el café. Tú estás con ellos. Ellos lo miran a Paquito. Hacen apuestas. -Si le pegamos, ¿se defiende o no? -Si no se defiende, ¿se va o se queda? -Si se queda, ¿es para que lo ataquemos más?, ¿le gusta sufrir al gilipollas?, ¿o sólo quiere cansarnos y que lo dejemos en paz? País de piedra: todo aquí se va en apuestas; la apuesta ¿llueve o no?, o ¿hará frío o calor?, ¿Atlético o Real Madrid?, ¿oreja o cornada para Espartaco?, ¿la Menganita es virgen o no?, ¿el Fulanito es marica o no?, ¿el doctor Centeno se tiñe el pelo?, ¿la Zutana usa dientes postizos?, ¿la boticaria se inyectó las tetas postizas?, ¿cuánto apuestas?, ¿quiénes son los habitantes de este pueblo que se atreven a dejar sus puertas sin cerrar?, ¿cuántos son los valientes que las dejan abiertas?, ¿cuánto apuestas?

La parejita de la gringa y el naco se dedicaron a contemplar la barranca desde la terraza del Palacio de Cortés, agarraditos de la mano y riendo como bobos. Encarna y Leandro estudiaron, en cambio, los murales de Diego Rivera sobre la conquista y ella dijo, ¿en verdad fuimos así de malos?, y Leandro no supo qué decir, él no estaba allí para dar juicios de valor, así lo vio el pintor, pues a ver por qué hablan castellano y no indio entonces, si tanto les duelen los indios, dijo ella.

– Eran muy valientes -dijo Leandro-. Tenían una gran civilización y los españoles la destruyeron.

– Pues entonces si tanto los quieren, a tratarlos bien hoy mismo -dijo con su tono duro y realista Encarna-, que yo los veo más maltratados que nunca.

Luego se detuvieron en una sala donde Rivera pinta todo lo que Europa le debe a México: chocolate, maíz, tomate, chile, guajolote…

– Atiza -exclamó la Encarna- si pusiera todo lo que México le debe a Europa, no le alcanzan todas las paredes del alcázar este…

Leandro acabó por reír con las ocurrencias de la gachupina tan desenfadada y cuando se sentaron en el café frente al Palacio a tomar unas cervezas bien frías, al rato el chofer se sintió en confianza y empezó a contarle cómo su papá de él había sido mozo del restorán de un hotel en Acapulco mientras él, Leandro, de chiquito, se vio obligado a vender dulces en las calles del puerto. Pues más digno se sentía él con su caja de dulces en las calles que su papá obligado a vestirse de chango y a caravanear a cuanto hijo de la madrugada llegara a comer ahí.

– Me daba pena cada vez que lo veía vestido de filipina y con una servilleta en el brazo, acomodando sillas, siempre agachado, agachado siempre, eso es lo que no aguanto, la cabeza siempre gacha, me dije yo así no, yo lo que sea pero no agacho la cabeza.

– Oye, quizás tu padre era simplemente un hombre cortés, por naturaleza.

– No, era agachado, sumiso, esclavo, como casi todos en este país, unos lo pueden todo, muy poquitos, la mayoría están jodidos para siempre, no pueden nada. Unos cuantos chingones esclavizan a una bola de agachados. Así ha sido siempre.

– Cómo cuesta subir, Leandro. Admiro tu esfuerzo, pero no te amargues. No te la pases diciendo por qué ellos sí y yo no. No dejes pasar tus propias oportunidades, hombre. Agárralas del rabo, que nunca se presentan dos veces.

Le preguntó por qué se llamaba Leandro.

– Encarnación es un bonito nombre. ¿Quién te lo puso?

– Hombre, pues Dios mismo. Nací el día de la Encarnación. ¿Y tú?

– Por Leandro Valle. Es un héroe. Nací en la calle que lleva su nombre.

Le contó cómo de adolescente dejó de vender dulces y pasó a ser cuidador de un club de golf en Acapulco.

– ¿Sabes una cosa? Me quedaba a dormir de noche en la pelusa del campo de golf. Nunca había tenido una cama más suave. Hasta me cambiaron los sueños. Hasta decidí ser rico un día. Ese pasto suave me arrullaba, fue como mi verdadera cuna.

– Tu padre te ayudó?

– No, ése es el punto. No quería que subiera. Te vas a dar un porrazo, me decía. No trates de ser más de lo que eres. Me negaba oportunidades. Supe por mis cuates de la gerencia del hotel donde él trabajaba que se callaba los ofrecimientos que me hacían por ser su hijo, para estudiar, para manejar un coche. Él nomás quería que fuera mozo, como él. No quería que yo fuera más que él. Ésa es la cosa. Tuve que tomar las oportunidades por mí mismo. Cuidador del club de golf. Caddy. Conductor de los carritos. Chofer al fin. Adiós, Aca. Ya nunca volví a ver a mi padre.

– Y te entiendo. Pero no tienes por qué ser grosero sólo porque tu padre era mesero y cortés. Tienes que servir, tú como yo. ¿Qué ganas con decir todo el día: tengo que hacer esto, pero no me gusta?, No te desquites ofendiendo al cliente. No es de hombres bien nacidos, vamos.

Se abochornó Leandro. Ya no habló un rato y luego aparecieron entre los laureles la gringa y el galancete haciendo señas de regresar a México. Ya les andaba.

Leandro se puso de pie y se colocó detrás de Encarna. Le retiró la silla para que se levantara. Ella se alarmó. Nunca nadie le había hecho esa cortesía. Hasta tuvo miedo. ¿Iba a pegarle? Pero él tampoco supo de dónde le salió el gesto.

Regresaron en silencio a la ciudad de México. La parejita se durmió abrazada. Leandro condujo con buen paso. Encarna miró el paisaje: del aroma tropical a los pinos helados al smog del altiplano, la corrupción capturada entre montañas carcelarias.

Cuando llegaron al hotel, el naco ni miró a Leandro, pero la norteamericana le sonrió y le dio su buena propina.

Solos, Leandro y Encarna se miraron largo rato, cada uno sabiendo que nadie los había mirado así en mucho tiempo.

– Sube conmigo -le dijo ella-. Mi cama es más suave que la pelusa de un campo de golf.

Una noche recorrieron juntos todas las casas, puerta tras puerta, para ver quién ganaba la apuesta de las puertas abiertas, y las encontraron todas con llaves, candados o trancas, sólo la puerta del tarado estaba abierta, la puerta del desván donde duerme el Paquito abierta y el idiota dormido en una cama de tablas, dormido un segundo, despierto el siguiente, fregándose los ojos, perplejo, siempre. La única puerta sin candado y otra apuesta fracasada: el desván del Paquito no era una pocilga, relucía de limpio, era una tacita de plata, pero los desconcertó, lo regaron con cocacolas y salieron riendo y gritando. Al día siguiente el tonto evita mirarles a ti y a tus amigos, se deja querer por el sol y ustedes apuestan otra vez: si nada más toma el sol, lo dejamos en paz; pero si se mueve por la plaza como si fuera el dueño y señor, le pegamos. Un tarado no puede ser un señor. Los señores somos nosotros, que lo podemos todo. ¿Quién dice lo contrario? Paquito se movió, guiñando los ojos, mirando al sol y ustedes gritaron en son de burla y empezaron a bombardearlo primero de migajón, luego de panecillos duros y al cabo de tapas de botella y el idiota cubriéndose con las manos y los brazos sólo repetía dejadme, dejadme ya, mirad que yo soy bueno, yo no os hago daño, dejadme en paz, no me obliguéis a irme del pueblo, mirad que va a venir mi padre a cuidarme, mi padre es muy fuerte… Coño, les dijiste, si no le estamos dando más que migajonazos, y algo estalló dentro de ti, incontrolable, te levantaste de la mesa, la silla se volteó, te arrojaste de la sombra de los arcos al sol de la plaza y allí arremetiste a puñetazos contra el bobo que chillaba, yo soy bueno, ya no me peguéis, entre los dientes podridos y la boca sangrante, se lo contaré a mi padre, sabiendo todo el tiempo que lo que realmente querías era pegarle a tus amigos, los gamberros, tus gendarmes, los que te tenían prisionero en esta cárcel de piedra, en este pueblo de mierda. A ellos querías sacarle la sangre, matarlos a puñetazos, no a este pobre diablo sobre el que vertías tu injusticia, tu inseguridad, tu fraternidad violada, tu vergüenza… Vete, vete. Apuesta a que te vas a ir.

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