Carlos Fuentes - La Frontera De Cristal

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Los conflictos sociales y económicos que han separado culturalmente a México de los Estados Unidos tienen una larga historia. En La frontera de cristal, Carlos Fuentes reproduce esta separación entre los dos países a lo largo de doscientos años.
Los Barroso son una familia mexicana que, como muchas, emigra a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Pero, para su sorpresa, la lucha por la existencia en ese país se vuelve una verdedera guerra de supervivencia. Cada miembro de la familia se enfrenta inevitablemente a algunos de los grandes problemas sociales del país norteamericano: la discriminación, el racismo, la violencia, el sufrimiento. Con esta novela, Carlos Fuentes retrata las motivaciones y necesidades que orillan a las familias mexicanas de esta condición a aventurarse en los sinsabores del rechazo de una sociedad extranjera.

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Audrey bajó la cabeza más de lo necesario, para perderse en sus papeles. Esto era ridículo. ¿Iba a enamorarse del primer hombre que pasara por la calle, sólo para romper definitivamente con su marido, hacerlo escarmentar, por puro efecto de rebote? El trabajador era guapo, era lo malo del asunto, tenía esa actitud de caballerosidad insólita y casi insultante, fuera de lugar, como si abusara de su inferioridad, pero también tenía ojos brillantes en los que los momentos de tristeza y alegría se proyectaban con igual intensidad, tenía una piel mate, oliva, sensual, una nariz corta y afilada, con aletas temblorosas, pelo negro, rizado, joven, un bigote espeso. Era todo lo contrario de su marido. Era -volvió a sonreír- un espejismo.

Él le devolvió la sonrisa. Tenía dientes fuertes, blancos. Lisandro pensó que había evitado todos los trabajos que lo rebajaran frente a quienes había conocido cuando era un chico con ambiciones. Aceptó una chamba de mesero en Focolare y la situación fue muy penosa cuando tuvo que servir a una mesa de antiguos compañeros de la secundaria. Todos había prosperado, salvo él. Los apenó, lo apenaron. No sabían cómo llamarlo, qué cosa decirle. ¿Te acuerdas del gol que metiste contra el Simón Bolívar? Fue lo más amable que oyó, seguido de un embarazoso silencio.

No servía de oficinista, había dejado la escuela después del tercero de secundaria, no sabía taquigrafía ni escribir a máquina. Ser taxista era peor. Envidiaba a los clientes más ricos, despreciaba a los más pobres, la ciudad de México y su tráfico enmarañado lo sacaban de quicio, lo ponían encabronado, bravucón, mentador de madres, todo lo que no quería ser… Dependiente de almacén, empleado de gasolinera, lo que fuera, claro. Lo malo es que ni esas chambas había. Todos estaban desempleados, hasta los mendigos eran considerados como desempleados. Dio gracias de haber aceptado este trabajo en los Estados Unidos. Dio gracias por los ojos de la mujer que ahora lo miraba directamente.

No sabía que ella no sólo lo miraba. Lo imaginaba. Iba un paso por delante de él. Lo imaginaba en toda clase de situaciones. Ella se llevó el lápiz a los dientes. ¿Qué deportes le gustarían? Se veía muy fuerte, muy atlético. ¿Películas, actores, le gustaba el cine, la ópera, las series de televisión, qué? ¿Era de los que contaban cómo acababan las películas? Claro que no. Eso se notaba en seguida. Le sonrió directamente, ¿era de los que soportaban que una mujer como ella no resistiera la tentación de contarle al compañero cómo terminaba la película, la novela policiaca, todo menos la historia personal, eso nunca se sabía cómo iba a terminar?

Quizás él adivinó algo de lo que pasaba por la cabeza de ella. Hubiera querido decirle con franqueza, soy distinto, no te fíes de las apariencias, yo no debía estar. haciendo esto, esto no soy yo, no soy lo que te imaginas pero no podía hablarle al cristal, sólo podía enamorarse de la luz de los cristales que, ellos, sí podían penetrarla, tocarla a ella; la luz les era común.

Deseó intensamente tenerla, tocarla aunque fuese a través del cristal.

Ella se levantó, turbada, y salió de la oficina.

¿Algo la había ofendido? ¿Algún gesto, alguna seña suya habían sido indebidas? ¿Se había propasado por desconocer las formas de cortesía gringas? Se enojó con él mismo por sentir tanto miedo, tanta desilusión, tanta inseguridad. Quizás ella se había ido para siempre. ¿Cómo se llamaba? ¿Ella se preguntaría lo mismo? ¿Cómo se llamaba él? ¿Qué tenían en común?

Ella regresó con el lápiz labial en la mano.

Lo detuvo destapado, erguido, mirando fijamente a Lisandro.

Pasaron varios minutos mirándose así, en silencio, separados por la frontera de cristal.

Entre los dos se estaba creando una comunidad irónica, la comunidad en el aislamiento. Cada uno estaba recordando su propia vida, imaginando la del otro, las calles que transitaban, las cuevas donde iban a guarecerse, las selvas de cada ciudad, Nueva York y México, los peligros, la pobreza, la amenaza de sus ciudades, los asaltantes, los policías, los mendigos, los pepenadores, el horror de dos grandes ciudades llenas de gente como ellos, personas demasiado pequeñas para defenderse de tantas amenazas.

– Éste no soy yo- se dijo él estúpidamente, sin darse cuenta que ella quería que él fuese él, así, como lo descubrió esa mañana, cuando ella despertó y se dijo: -Dios mío, ¿con quién he estado casada?, ¿cómo es posible?, ¿con quién he estado viviendo?-, y luego lo encontró a él y le atribuyó todo lo contrario de lo que odiaba en su marido, la cortesía, la melancolía, no importarle que ella le revelara cómo acababan las películas…

Él y ella, solitarios.

Él y ella, inviolables en su soledad.

Separados de los demás, ella y él frente a frente, una mañana de sábado insólita, imaginándose.

Él y ella, separados por la frontera de cristal. ¿Cómo se llamaban? Los dos pensaron lo mismo. Puedo ponerle a este hombre el nombre que más me guste. Y él: algunos tienen que imaginar a la amada como una desconocida; él iba a tener que imaginar a la desconocida como una amada. No era necesario decir "sí".

Ella escribió su nombre en el cristal con su lápiz de labios. Lo escribió al revés, como en un espejo: YERDUA. Parecía un nombre exótico, de diosa india.

Él dudó en escribir el suyo, tan largo, tan poco usual en inglés. Ciegamente, sin reflexionar, estúpidamente quizás, acomplejadamente, no lo sabe hasta el día de hoy, escribió solamente su nacionalidad, NACIXEM.

Ella hizo un gesto como pidiendo algo más, dos manos separadas, abiertas; -¿algo más?-

No, negó él con la cabeza, nada más.

De abajo comenzaron a gritarle, qué haces tanto tiempo allá arriba, no has terminado, no seas güevón, rápido, ya dieron las nueve, tenemos que jalarnos al siguiente edificio.

¿Algo más?, pedía el gesto, pedía la voz silenciosa de Audrey.

Él acercó los labios al cristal. Ella no dudó en hacer lo mismo. Los labios se unieron a través del vidrio. Los dos cerraron los ojos. Ella no los volvió a abrir durante varios minutos. Cuando recuperó la mirada, él ya no estaba allí.

LA APUESTA

A César Antonio Molina

País de piedra. Lengua de piedra. Sangre y memoria de piedra. Si no te escapas de aquí, tú mismo te convertirás en piedra. Vete pronto, cruza la frontera, sacúdete la piedra.

Lo citaron a las nueve de la mañana en el hotel para salir a Cuernavaca y regresar esa misma noche. Tres viajeros nada más. Una turista norteamericana, eso se veía a la legua, rubia, descolorida, vestida de tehuana o algo así. Un mexicano que no le soltaba la mano, un nacoleón de miedo, moreno y bigotón, con camisa morada. Y una mujer que él no supo ubicar bien, blanca, un poco seca, flaca, con tacón bajo, falda ancha y suéter de lana tejido en casa. Usaba el pelo restirado y de no ser tan blanca, Leandro Reyes hubiera creído que era una criada. Pero hablaba fuerte, sonado, sin complejos y con acento gachupín.

Leandro estaba acostumbrado a toda clase de combinaciones en sus viajes de chofer de turismo y ésta no era ni mejor ni peor que todas las demás. La española se sentó enfrente, al lado de él, y la pareja del mexicano y la gringa se acurrucaron juntos detrás. La gachupina le guiñó el ojo a Leandro y meneó significativamente la cabeza hacia atrás. Leandro no le dio entrada. Él trataba con arrogancia a todos sus pasajeros, no fueran a creer que se las habían con un mexicanito obsequioso y sumiso. No le regresó el guiño a la española.

Arrancó con fuerza, más rápido de lo que quería, pero el tráfico estrangulado de la ciudad de México le hizo aminorar la velocidad. Introdujo una cinta en su casetera y anunció que, eran descripciones culturales de sitios turísticos de México, las pirámides de Teotihuacan, las playas de Cancún y por supuesto Cuernavaca, a donde iban esta mañana. Él daba un servicio de altura, les anunció, para gente de criterio.

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