Carlos Fuentes - La Frontera De Cristal

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Los conflictos sociales y económicos que han separado culturalmente a México de los Estados Unidos tienen una larga historia. En La frontera de cristal, Carlos Fuentes reproduce esta separación entre los dos países a lo largo de doscientos años.
Los Barroso son una familia mexicana que, como muchas, emigra a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Pero, para su sorpresa, la lucha por la existencia en ese país se vuelve una verdedera guerra de supervivencia. Cada miembro de la familia se enfrenta inevitablemente a algunos de los grandes problemas sociales del país norteamericano: la discriminación, el racismo, la violencia, el sufrimiento. Con esta novela, Carlos Fuentes retrata las motivaciones y necesidades que orillan a las familias mexicanas de esta condición a aventurarse en los sinsabores del rechazo de una sociedad extranjera.

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Fue una noche muy linda. Los dos gozaron mucho, se encontraron y luego se perdieron. Convinieron en que era un amor imposible, pero había valido la pena. Como decía la Encarna, la oportunidad se coge del rabo, sólo se presenta una vez y luego ¡puf!, como por encanto desaparece.

Se escribieron durante los primeros meses. Él no sabía expresarse muy bien, pero ella le daba confianza.

Su seguridad en sí mismo había tenido que fabricarla como se hace un monigote de arena en la playa, defectuoso y expuesto a que se lo barra la primera ola. Ahora, conociendo a Encarna, sentía que todo lo falso y mamarracho de su vida se iba quedando atrás. Pero corría el riesgo de volver a ser el de siempre si la perdía, si no la volvía a ver. Era del carajo tener que servir, lidiar con clientes majaderos, soberbios, que ni lo miraban siquiera, como si fuera de cristal. Le regresaban sus malos modos, sus desplantes, sus groserías. Le regresaba el coraje. De chico, pateaba los arbotantes de Acapulco de pura rabia por ser lo que era y no lo que quería ser. ¿Por qué ellos sí y yo no? La otra noche, afuera de un restorán de lujo, hizo lo mismo, no se pudo contener, comenzó a patear las defensas de los coches estacionados, los otros choferes lo tuvieron que contener, ahora sí se iba a meter en un lío mayúsculo, este coche era el del ministro X, este del jerarca del PRI, este del que compró la paraestatal Z…

Qué suerte que en ese momento salió del restorán el millonario norteño y ex ministro don Leonardo Barroso buscando a su chofer y el encargado del Valet parking le dijo que se había sentido mal y se había ido dejando las llaves del coche del señor. Barroso también estalló en cólera, ¡país de irresponsables! y de repente se vio retratado en la del pobre Leandro, como que se vio retratado en la muina de un pobre chofer de turismo estacionado allí esperando clientela y pateando arbotantes, y soltó una gran carcajada. Se calmó gracias a ese encuentro, a esa comparación y a esa identificación. Se calmó también porque llevaba del brazo a una mujer divina, un auténtico cuero de melena larga y barba partida. Esa mujer se imponía al señor Barroso, lueguito se notaba. Lo traía enculado, que ni qué.

Don Leonardo Barroso le pidió a Leandro que los llevara a su casa a él y a su nuera y tanto le gustó cómo manejaba el chofer, y su discreción y apariencia, que lo contrató para ir en noviembre a España. Tenía negocios allí y necesitaba quién le manejara a su nuera, que lo iba a acompañar. El muy desconfiado de Leandro, tras el primer alborozo, se preguntó si este hombre alto, poderoso, que las podía de todas todas, veía en el chofer a un eunuco insignificante que podía pasear sin peligro a la "nuera" mientras él se ocupaba de sus "negocios”. Pero cómo iba a repelar. Se tragó la falta de confianza y se dijo que si ellos se la tenían a él, por qué no la iba a tener él con sus patrones.

Sus patrones. Era algo distinto a pasear turistas. Era un ascenso, luego se veía que el señor Barroso era hombre fuerte, un jefe que inspiraba respeto y tomaba decisiones rápidas. A Leandro no le dolían prendas, a alguien así se le podía servir con dignidad, con gusto, sin humillarse. Además -escribió volando a Asturias- iba a ver otra vez a Encarna.

Habían apostado que el que le diera una buena paliza a Paquito recibiría un boleto de autobús del pueblo al mar ida y vuelta. Y aunque Portugal estaba más cerca de Extremadura, ése era un país gallego, poco digno de confianza, donde hablaban muy raro. En cambio Asturias, aunque más lejos, era mar de España y como decía el himno, era "patria querida". Resulta que el tío de uno de tus amigos gamberros era chofer de líneas y podía hacerles un favor. Era vasco y entendía que el mundo se movía apostando, solamente apostando. Hasta las ruedas del autobús -les dijo con aire de filósofo- eran movidas por la apuesta de que los accidentes eran posibles pero improbables. "A menos que un chofer le apueste a otro que le gana la carrera de Madrid a Oviedo", se rió el tío del gamberro. No te sorprendió que para encontrar al tío y pedirle el favor, a nadie aquí se le ocurriera usar el teléfono ni mandar un telegrama, sino escribir una nota a mano, sin copia ni sobre, enviada por relevos de choferes de autobús. Por eso pasó tanto tiempo entre la golpiza que le diste al Paquito y la supuesta salida al mar. Pasó tanto tiempo que casi pierdes la apuesta que ganaste, porque hubo otras, aquí se la vivían apostando. Cien duros a que el Paquito no se aparecerá más por la plaza después de la golpiza que le diste. Doscientos a que sí y si no se aparece, mil pesetas a que se fue del pueblo, dos mil a que se murió, seis perras a que anda escondido. Fueron a la puerta del desván donde dormía el idiota. Reinaba un gran silencio. Se abrió la puerta. Salió un viejo vestido de negro, con el sombrero negro hundido hasta las orejas inmensas y la barba gris, de tres días, picándole el cuello blanco de la camisa sin corbata. El lóbulo de la oreja tenía tanto pelo que parecía un animal recién parido. Un lobezno. Te guardaste esta comparación. A ninguno de tus compañeros les gustaban esas cosas tuyas, tus comparaciones, tus alusiones, tu interés por las palabras. Lengua de piedra, caída de la luna, en un país donde el deporte preferido era mover piedras. Cabezas de piedra: que nada entre en ellas. Salvo una nueva apuesta. Las apuestas eran como la libertad, eran la inteligencia, eran la hombría, todo junto. ¿Por qué sale este viejo enlutado de la choza donde vivía el Paquito? ¿Se murió el Paquito? Todos se miraron entre sí con una mezcla extraña de curiosidad, miedo, burla y respeto. ¡Qué ganas de apostar y dejar de tener dudas! Por una vez, cada mirada de tus amigos era distante. Este hombre imponente, lleno de autoridad en medio de su pobreza, le arrancaba a cada uno de ustedes una actitud diferente, inesperada. No eran, por una vez, la manada de lobos jóvenes, comiendo juntos en la noche. Risa, respeto y miedo. ¿Se murió el Paquito? ¿Por eso andaba de luto este viejo de piedra que apareció en la casa del idiota? ¿Dos mil pesetas de apuesta? Todos se quedaron callados cuando les dijiste que la apuesta no valía, no se podía saber si el Paquito ya no iba a la plaza porque se había muerto y en su casa estaban de luto, porque aquí todo el mundo andaba siempre de luto. ¿No se habían dado cuenta? En este pueblo el luto es perpetuo. Siempre hay un muerto. Siempre. Y va a haber más, dijo con una voz de trueno el viejo enlutado. Vamos a ver si ustedes sólo saben golpear a un niño indefenso. Vamos a ver si ustedes son hombrecitos de coraje y de honor, o como yo me lo sospecho, una punta de maricones gamberros de mierda. Habló el viejo y tú sentiste que tu vida ya no era tuya, que todos los planes se iban a venir abajo, que todas las apuestas se iban a juntar en una sola.

Encarna no esperaba verlo otra vez. Titubeó. No iba a cambiar de aspecto ni de vida. Que la viera en su salsa, como era todos los días, haciendo lo que hacía para ganarse el pan. Pan de chourar, recordó para sí, el pan de la novia era pan de llanto en estas tierras.

Él ya sabía dónde encontrarla. De nueve de la mañana a tres de la tarde, de abril a noviembre. El resto del tiempo, la cueva estaba cerrada para evitar el deterioro de las pinturas. La respiración, el sudor, las tripas de los hombres y de las mujeres, todo lo que nos da vida, se la quita a la cueva, la desgasta, la pudre. Las pinturas de ciervos y bisontes, los caballos pintados a carbón, el óxido y la sangre de la caverna, son mortalmente combatidos por el óxido y la sangre de los hombres.

A veces Encarna soñaba con esos caballos salvajes, pintados hace veinticinco mil años, y durante el tiempo de invierno, cuando la cueva se cerraba al público, los imaginaba condenados al silencio y a la oscuridad, esperando la primavera para volver a cabalgar. Enloquecidos de hambre, ceguera y amor.

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