– ¡Te engañaron, imbécil! ¡Me llamo Ruby y estoy comprometida con el novelista chileno José Donoso! ¡Sólo seré suya!
Dionisio se levantó despavorido, dejó un escandaloso billete de cien dólares sobre la mesa, salió corriendo del American Grill y sintió nuevamente esa angustia terrible, transformándose en el sentimiento de algo perdido, algo que debió hacer, y no sabía qué era…
Se detuvo en su carrera frente a un aparador de la American Express. Un maniquí representando a un mexicano típico dormía la siesta apoyado contra un nopal, protegido por su sombrero ancho, vestido de peón, con huaraches. El clisé indignó a Dionisio, entró violentamente a la agencia de viajes, sacudió al maniquí pero el maniquí no era de palo, era de carne y hueso, y exclamó, "Vóytelas, ya ni dormir lo dejan a uno".
Los empleados gritaron, protestaron, deja en paz al pión, déjalo hacer su trabajo, estamos promocionando a México, pero Dionisio lo arrastró fuera de la agencia, lo tomó de los hombros, lo agitó, le preguntó quién era, qué hacía allí, y el modelo mexicano (o mexicano modelo) se descubrió respetuosamente.
– No está usted para saberlo, pero llevo diez años perdido aquí…
– ¿Qué dices? ¿Diez qué? ¿Qué qué?
– Diez años, jefecito. Entré un día y me perdí en los vericuetos aquí, ya no salí más, y como aquí me contratan para dormir siestas en aparadores, y si no hay chamba puedo colarme y dormir a gusto en colchones o camas de playa, comida sobra, la abandonan, la tiran, viera usted…
– Ven, ven conmigo dijo Dionisio, tomando al peón de la manga, electrizado por la palabra "comida",despierto, alerta a sus propias emociones, la mujer de los ojos grises, la mujer que adoptó a la niña mexicana, la mujer que leía a Faulkner, a esa la debió escoger, la providencia había arreglado las cosas, todas las demás mujeres no le importaban, sólo esta, esta gringuita sensible, fuerte, inteligente, ella era suya, tenía que ser suya, a los cincuenta y un años él, cuarenta de ella, harían buena pareja, ¿en qué consistía este juego perverso?, el charrito genio, su alter ego naco, cabrón, pinche y pintoresco, canchanchanero, todo lo contrario de su alter ego simbolista, francés, baudelairiano, era también su semejante, su hermano, pero era mexicano, le jugaba torcido, le tomaba el pelo, le ofrecía pezones y le daba tostones, le devaluaba la vida, el amor, el deseo, no le decía que cuando comía un bistec o un cóctel de camarones o un pie de limón merengado, también se comía a la mujer que era como la encarnación de cada plato: deliraba, enloquecía, arrastrando a un pobre famélico por las galerías de un centro comercial en California hasta el restorán llamado American Grill, iluminado, convencido de que era cierto, lo había comido todo menos el sorbete de limón, eso lo había dejado derretir, eso no se lo había comido, ella vivía, ella no había sido devorada por su otro yo azteca, su huichilobos de bolsillo, su minimoctezuma nacional…
– Sorry -le dijo el mesero que lo había atendido-, tiramos las sobras. Su helado derretido se fue por la coladera hace rato.
Lo dijo con gusto, relamiéndose los labios cubiertos de pelusa rubia… y Dionisio quiso llorar de tristeza, dio un grito violento, arrastrando siempre de la mano al peón, lo llevó con él al estacionamiento, el mexicano perdido en el laberinto del consumo se alarmó, dijo de aquí nunca he pasado, aquí es donde me pierdo, ¡llevo diez años capturado aquí!, pero Dionisio no le hizo caso, lo subió a empujones al Mustang alquilado, corrieron por las redes de carreteras entreveradas como las vértebras de una bestia de cemento, dormida pero sobresaltada, mientras el peón sudaba frío, llegaron al almacenamiento al norte de la ciudad.
Allí se detuvo Dionisio.
– Vente. Necesito que me ayudes.
– ¿A dónde vamos, jefe? ¡No me saque de aquí! ¿No se da cuenta de lo que nos cuesta entrar a Gringolandia? ¡Yo no quiero regresarme a Guerrero!
– Entiende una cosa. Yo no tengo prejuicios.
– Es que a mí me gusta todo esto, el shopping donde vivo, la tele, la abundancia, los edificios altos…
– Ya sé.
– ¿Qué, patrón, usted qué sabe?
– Todo esto que vemos no existiría si los gringos no nos despojan de estas tierras. En manos de mexicanos, esto sería un gran erial.
– En manos de mexicanos…
– Un gran desierto, esto sería un gran desierto, de California a Texas. Te lo digo para que no me creas injusto.
– Sí, jefe.
Casi nadie los vio. Abandonaron el Mustang en el desierto de Colorado, al sur del Valle de la Muerte. El peón perdido en el Centro Comercial durante diez años no había perdido su hábito ancestral de cargar cosas sobre las espaldas. Descendiente de tamemes, su genealogía incluía cargadores de piedras, mazorcas, caña, minerales, flores, sillas, pájaros… Ahora Dionisio lo abrumó hasta el tope con una pirámide de aparatos electrónicos, máquinas para adelgazar, irrepetibles CDs de Hoagy Carmichael, videos de los ejercicios de Cathy Lee Crosby, platos conmemorativos de la muerte de Elvis y latas, docenas de latas, el mundo enlatado, la gastronomía de metal, mientras Dionisio reunía entre los brazos los catálogos, las suscripciones, los periódicos, las revistas especializadas, los cupones, y entre los dos, "Baco" y su escudero, el Don Quijote de la buena cocina y el Rip van Winkle mexicano que dormitó la Década Perdida en un shopping mall, avanzaron hacia el sur, hacia la frontera, hacia México, regando a lo largo del desierto norteamericano, por tierra que un día fue de México, las aspiradoras y las lavadoras, las hamburguesas y los Dr. Pepper, las cervezas insípidas y los cafés aguados, las pizzas grasientas y los helados hot dogs, las revistas y los cupones, los CDS y el confetti del correo electrónico, todo regado a lo largo del desierto, rumbo a México sin nada gringo, exclamó Dionisio, arrojando a los aires, a la tierra, al sol ardiente, todos los objetos acumulados, hasta que el Mustang estalló en la distancia, dejando una nube sangrienta como un hongo camal y Dionisio le dijo a su compañero, todo, despójate de todo, despójate de tu ropa, como lo hago yo, ve regándolo todo por el desierto, vamos de regreso a México, no nos llevemos ni una sola cosa gringa, ni una sola, mi hermano, mi semejante, vamos encuerados de vuelta a la patria, ya se divisa la frontera, abre bien los ojos, ¿ves, sientes, hueles, saboreas?
Desde la frontera entraba un fuerte olor de comida mexicana, imparable.
– ¡Son las tortitas de tuétano poblanas! -exclamó con júbilo Dionisio `Baco' Rangel-. ¡Quinientos gramos de tuétano! ¡Dos chiles anchos! ¡Huele! ¡Cilantro! ¡Huele a cilantro! ¡Vamos a México, vamos a la frontera, vamos, mi hermano, llega desnudo como naciste, regresa encuerado de la tierra que lo tiene todo a la tierra que no tiene nada!
La receta de las tortitas de tuétano poblanas consiste en 500 gramos de tuétano, una taza de agua, dos chiles anchos, setecientos gramos de masa, tres cucharaditas de harina y aceite para cocinar.
Estoy sentado. Al aire libre. No puedo moverme. No puedo hablar. Pero puedo oír. Sólo que ahora no oigo nada. Será porque es de noche. El mundo está dormido. Sólo yo vigilo. Puedo ver. Veo la noche. Miro la oscuridad. Trato de entender por qué estoy aquí. ¿Quién me trajo aquí? Tengo la sensación de despertar de un sueño largo y artificial. Trato de saber dónde estoy. Quisiera saber quién soy. No puedo preguntar porque no puedo hablar. Soy paralítico. Soy mudo. Estoy sentado en una silla de ruedas. La siento mecerse un poco. Toco las ruedas de hule con la punta de mis dedos. A ratitos avanza tantito. A ratitos parece que se echa para atrás. Lo que más temo es que se vuelque. A la derecha. A la izquierda. Comienzo a orientarme de nuevo. Estaba mareado. A la izquierda. Río un poquito. A la izquierda. Ésa es mi desgracia. Ésa es mi ruina. Irme a la izquierda. Me acusan. ¿Quiénes? Todos. Qué risa me da esto. No entiendo por qué. No tengo razón alguna para reír. Creo que mi situación es espantosa. De la chingada. No recuerdo quién soy. Debo hacer un gran esfuerzo para recordar mi cara. Se me ocurre una cosa absurda. Nunca he visto mi propia cara. Debo inventarme mi nombre. Mi cara. Mi nuca. Pero como esto me resulta más difícil que recordar, tengo esperanza en la memoria. Más que en la imaginación. ¿Es más fácil recordar que inventar? Para mí creo que sí. Pero decía que temo volcarme. Rodar no me da tanto miedo. Para atrás sí, me da miedo. No veo a dónde voy. Mi nuca no tiene ojos.
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