Levanto con trabajo la cara para ver de cara al sol. Lo que cae sobre mi frente es una gota. Y luego otra. Cada vez más recio. Un aguacero. Una lluvia ruda aquí donde nunca llueve. Los pies se apresuran. Las voces se levantan. El día que yo esperaba luminoso se vuelve turbio. Los hombres y las mujeres corren, se tapan las cabezas con periódicos, rebozos, suéteres, chamarras. La lluvia tamborilea sobre los techos de lámina. La lluvia infla las montañas de basura. La lluvia rueda por los cerros, lavándolos, por los cañones, deslavándolos, arrastrando lo que encuentra, una llanta, un zaguán, un cacharro, una envoltura de celofán, un calcetín viejo, un lodazal repentino, una casa de cartón, una antena de televisión. El mundo aparece arrastrado por el agua, inundado, sin pareja, divorciado de la tierra… Creo que nos vamos a ahogar. Creo que es el diluvio otra vez. La lluvia incesante borra la raya donde estoy detenido. Los pies veloces dejan huellas sobre el pavimento como si fuera de arena. Ellos se acercan. Oigo el ulular de sirenas. Oigo las voces altas, asombradas, bajo la lluvia. Los pasos mojados, veloces. Las manos que me esculcan. Las luces de las ambulancias, indagantes, inciertas, girando, errando, pescando, pesquisando… Un viejo dicen. Un viejo inmóvil. Un viejo que no habla. Un viejo con la bragueta abierta. Un viejo con un pañal meado. Un viejo con ropa muy vieja y muy mojada. Un viejo con zapatos fuertes, de esos que dejan huella en las banquetas, como si los pavimentos fueran la playa. Un viejo con las etiquetas de la ropa arrancadas. Un viejo sin cartera. Un viejo sin papeles: pasaporte, tarjetas de crédito, cartilla de elector, seguridad social, calendario para el año nuevo, mica verde de las fronteras. Un viejo sin plástico. Un viejo con la nuca tiesa. Un viejo con los ojos limpios, abiertos al cielo, lavados por la lluvia. Un viejo con las orejas paradas, con los lóbulos goteando lluvia. Un viejo abandonado. ¿Quién pudo hacerle esto? ¿No tiene hijos, parientes? De plano son chingaderas. ¿A dónde lo vamos a llevar? Le va a dar pulmonía. Métanlo rápido en la ambulancia. Es un viejo. A ver si averiguamos quién es. Quiénes habrán sido los desgraciados. Un viejo. Un viejo bueno. Un viejo que se resiste a morir. Un viejo llamado Emiliano Barroso. Qué lástima que ya nunca podré repetirlo. Qué bueno que por fin he podido recordarlo. Soy yo.
MALINTZIN DE LAS MAQUILAS
A Enrique Cortazar, Pedro Garay y Carlos Salas-Porras
A Marina la nombraron así por las ganas de ver el mar. Cuando la bautizaron, sus padres dijeron a ver si a ésta sí le toca ver el mar. En la ranchería en el desierto del Norte, los jóvenes se juntaban con los viejos y los viejos contaban que de jóvenes sus viejos les habían dicho, ¿cómo será el mar?, ninguno de nosotros ha visto nunca al mar.
Ahora que el helado sol de enero se levanta, Marina sólo ve las aguas flacas del Río Grande y el sol lo siente todo tan frío que quisiera volverse a meter entre las cobijas pardas del desierto por donde se asoma.
Son las cinco de la mañana y ella tiene que estar en la fábrica a las siete. Se ha retrasado. La retrasó anoche el amor con Rolando, ir con él del otro lado del río a El Paso Texas y regresar tarde, sola y tiritando por el puente internacional a su casita de una sola pieza con retrete en la Colonia Bellavista de Ciudad Juárez.
Rolando se quedó en la cama con un brazo cruzado detrás de la nuca y el celular en la otra mano, pegado a la oreja, mirándola a Marina con satisfacción cansada y ella no le pidió que la llevara de regreso, lo vio tan cómodo, tan niño, tan acurrucado y también tan abierto, tan húmedo y calientito. Lo vio sobre todo listo para iniciar el trabajo, haciendo llamadas en el celular desde tempranito, al que madruga Dios lo ayuda, más si se es mexicano que hace negocios de los dos lados de la frontera.
Se miró en el espejo antes de salir. Era una belleza dormilona. Todavía tenía pestañas gruesas, de niña.
Suspiró. Se puso la chamarra azul de pluma de ganso que tan mal iba con su minifalda pues la chamarra le colgaba hasta las rodillas y la minifalda le llegaba al muslo. Sus zapatos tenis de trabajo los guardó en un morral y se lo colgó al hombro. Iba al trabajo con zapatos de tacón alto y puntiagudo, aunque a veces se le hundieran en el lodo o se le quebraran en las piedras, al contrario de las gringas que caminaban al trabajo con kedds y en la oficina se ponían los tacones altos. Marina en cambio no sacrificaba sus zapatos elegantes por nada, nadie la iba a ver nunca en chanclas como india apache.
Alcanzó el primer camión por la calle del Cadmio y como todas las mañanas trató de mirar más allá del barrio de terrones y de esas casuchas que parecían salidas de la tierra. Todos los días, sin falta, trataba de mirar hacia el horizonte grandísimo, el cielo y el sol le parecían sus protectores, eran la belleza del mundo, el cielo y el sol eran de Todos y no costaban nada, ¡cómo iban a hacer las gentes comunes y corrientes algo tan bonito como eso, todo lo demás tenía que ser feo por comparación: el sol, el cielo… y, decían, el mar!
Siempre acababa viendo hacia los barrancos que se iban derrumbando hacia el río y que le atraían la mirada con la ley de la gravedad, como si hasta dentro del alma todas las cosas anduvieran siempre cayéndose. Ya desde esta hora, las barrancas de Juárez parecían hormigueros. La actividad de los barrios más pobres empezaba temprano y se confundía con el enjambre que desde las casuchas y el declive se iba desparramando hasta la orilla del río angosto y allí intentaba cruzar al otro lado. Entonces ella volteaba la cara sin saber si lo que veía la molestaba, la avergonzaba, la hacía compadecerse o sentir ganas de imitar a los que se iban del otro lado.
Mejor fijó los ojos en un ciprés solitario hasta que ya no pudo verlo.
El ciprés quedó atrás y Marina sólo vio concreto, muros y más muros de concreto, una larguísima avenida encajonada entre el concreto. El camión se detuvo en un campo donde los muchachos en calzones cortos jugaban fútbol para calentarse y cruzó tiritando el baldío hasta encontrar la siguiente parada del camión.
Tomó asiento junto a su amiga Dinorah que venía vestida de suéter colorado y blue jeans con zapatillas sin tacón. Marina abrazó su morral pero cruzó la pierna para que Dinorah y los demás pasajeros vieran sus finos zapatos de tacones altos con hebilla de pulsera en el tobillo.
Se dijeron lo de siempre, cómo está el niño, con quién lo dejaste. Antes, la pregunta de Marina irritaba a Dinorah, se hacía la desentendida, se atareaba sacando un chicle de la bolsa o acariciándose el pelo de chinitos cortos y anaranjados. Luego se dio cuenta de que todas las mañanas de la vida se iba a topar con Marina en el camión y contestó rápidamente, la vecina lo va a llevar a la guardería.
– Hay tan pocas -decía Marina.
– ¿Qué?
– Guarderías.
– Aquí nada alcanza para nada, chavalona.
No iba a decirle a Dinorah que se casara, porque la única vez que lo hizo ella le contestó con grosería, cásate tú primero, ponme el ejemplo, huisa. No le iba a insistir que las dos eran solteras pero Marina no tenía hijos, un hijo, ésa era la diferencia, ¿no necesitaba un padre el niño?
– ¿Para qué? Aquí los hombres no trabajan. ¿Quieres que mantenga a dos en lugar de uno?
Marina le dijo que con un hombre en casa podría defenderse mejor de los jaraseros sexuales de la fábrica. Se metían mucho con Dinorah porque la veían indefensa, nadie daba la cara por ella. Esto fastidió mucho a Dinorah y le dijo a Marina que de veras quería llevarse a toda madre con ella porque Dios les había asignado el mismo camión, pero que si seguía dando consejos no pedidos, de plano iban a dejar de hablarse y que no se hiciera la mosquita muerta.
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