Alejandro Jodorowsky - Psicomagia

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Psicomagia es el documento más completo sobre la evolución de la obra creativa y terapéutica de Alejandro Jodorowsky, e incluye la versión íntegra, inédita en España, del texto fundamental para comprender la psicomagia. El autor nos muestra el camino que le llevó a ella, desde sus primeros actos poéticos y teatrales hasta su aprendizaje para controlar el mundo onírico. Estos pasos imprescindibles, junto con el conocimiento que maestros, curanderos y chamanes le transmitieron, fue lo que dio origen a sus técnicas para sanar, conocidas como psicomagia y psicogenealogía. El libro ofrece también al lector una reciente entrevista con Jodorowsky, en la que nos habla de la muerte, del destino, las religiones, la clonación humana, su idea sobre el futuro de la humanidad o la necesidad de despertar nuestra mente. El volumen lo cierran un curso con ejercicios, donde el autor nos muestra cómo es posible desarrollar nuestra creatividad y utilizarla para que nos libere de roles e ideas preconcebidas, y un apéndice con 12 casos psiquiátricos reales cuyos pacientes fueron curados al serles prescritos actos de psicomagia.

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Alrededor de la mesa se hizo el silencio, la atención estaba concentrada en lo que yo acababa de promover. Alejandro me miraba con una hilaridad discreta y amistosa. Yo pensaba en el humo amigo, compañero impalpable, siempre disponible, discreto, eficaz y tranquilizador, en el chasquido alegre del encendedor, en el rasgueo del fósforo… ¿Estaba dispuesto a abandonar estos placeres, aparentemente indispensables? Pero también pensaba en el gris de la ceniza que parece invadirlo todo, en la respiración fatigosa, en la tos ronca y dolorosa de la mañana… Decidí dar el paso. Además, sentía curiosidad. No sólo vería a Alejandro proponer un acto mágico, sino que yo sería el objeto. Me incitaba otra cosa: los compañeros presentes esperaban mi decisión. ¿Iba a defraudarlos privándolos de ver la magia en acción?

– De acuerdo, estoy preparado.

– ¿Ahora?

– Ahora.

– Muy bien. Dame tu paquete de cigarrillos.

Saqué mi paquete de Gauloises, del que me había fumado la tercera parte. ¿Le echaría un sortilegio, lo transformaría en calabaza? Después de murmurar extraños encantamientos, Alejandro dijo muy serio:

– Mi magia es poderosa pero muy simple. Para dejar de fumar, basta con tomar la decisión y tú ya lo has hecho. La clave está en acordarse de esa decisión, y aquí interviene la magia. ¿Quién tiene un lápiz?

Le tendí el que tenía y contemplé, fascinado, los ademanes seguros con que mi amigo retiraba la envoltura de celofán. Tomó el lápiz… Ahora vería qué signo cabalístico, qué poderoso sortilegio transformaría mi paquete de cigarrillos empezado.

– Muy sencillo: en una cara escribo esta palabrita: «No», y en la otra, esta frasecita: «Yo puedo».

Alejandro volvió a poner el paquete en la bolsa de celofán y me lo devolvió como si fuera una bomba preparada para hacer explosión o nada menos que el Santo Grial envuelto en el vellocino de oro. Me dijo que guardara el paquete media docena de semanas, hasta que, liberado de todo deseo de fumar, se lo regalara a un necesitado (que debió de preguntarse qué significaba aquello de «No» y «Yo puedo»).

Y desde entonces no he vuelto a sentir el menor deseo de encender un cigarrillo.

Bueno, en este caso se puede decir que lo que salva es la fe. Sin embargo…

A veces, un acto en apariencia absurdo puede ayudar a curar una enfermedad, porque un acto «habla» al inconsciente, y éste toma los símbolos por realidades. La enfermedad es síntoma de una carencia. Si el inconsciente siente que esta falta se ha subsanado, deja de quejarse por medio de los síntomas. Por ejemplo escucha la carta de esta mujer, Sonia Silver:

Fui a verle al Cabaret Místico el 30 de octubre de 1992 y le hice una pregunta: «Hace dieciocho meses que siento un fuerte dolor en la nuca. ¿Este dolor puede ser efecto de una regresión desde un punto de vista espiritual?». Había consultado a médicos, acupuntores, masajistas, osteópatas, ensalmadores, curanderos y, desde luego, tomado antiinflamatorios, cortisona, infiltraciones, etcétera. Nada había hecho efecto. La noche del miércoles 30 de octubre, usted me indicó un acto psicomágico: debía sentarme en las rodillas de mi marido y él tenía que cantarme en la nuca una nana. Pero lo que usted no sabía es que mi marido es cantante de ópera. Me cantó una canción de Schubert. Estoy curada, ya no me duele y no me cansaría de darle las gracias…

¿Qué había pasado?

Muy sencillo: hice una ecuación entre la nuca, el pasado y el inconsciente. Intuí que la relación de Sonia con su padre no había podido desarrollarse adecuadamente. Al sentarla en sus rodillas, el marido, simbólicamente, desempeñaría el papel del padre y ella volvería a su infancia. Por otra parte, cantándole una nana a la altura del punto doloroso, realizaría un deseo de la niñez que no había sido satisfecho, es decir, que el padre la durmiera y se comunicara con ella en el plano afectivo.

Una síntesis impresionante… De todas formas, no sanó a Sonia de la carencia que experimentaba a causa de su relación frustrada con su padre.

No, ni lo pretendía. Pero la psicomagia la curó de uno de los síntomas engendrados por esa carencia. Ni más ni menos. Aunque alguna vez también he conseguido aliviar directamente el sufrimiento causado por la ausencia del padre, como se puede ver en la carta de este hombre llamado Patrick:

Desde niño, siempre había sentido cierto malestar en relación con mis padres. Tengo 45 años y, hace ocho, mi madre me reveló que era hijo ilegítimo. Ella no se lo había dicho a nadie. A la muerte de su marido -el hombre al que yo había considerado mi padre y que me educó- mi madre destruyó todas las fotos y se deshizo de todos los recuerdos de mi progenitor, muerto cuando yo tenía 3 años y del que no me acuerdo en absoluto. Experimenté una viva cólera al pensar que nunca vería su cara. Asistí a una de las conferencias que usted pronunció acerca del árbol genealógico y le pregunté qué se podía hacer cuando una persona no ha conocido a su padre ni tiene ninguna foto de él. Usted me contestó que, si yo no había sido reconocido por mi padre, pero sabía dónde estaba enterrado -esto sí me lo había dicho mi madre-, tenía que ir a su tumba para declararme hijo suyo introduciendo una foto dentro de la sepultura. Así lo hice después de ciertas vacilaciones.

Poco a poco mi rabia se fue atenuando. Acepté la idea de no ver nunca sus facciones. Hace quince días mi madre, que estaba convencida de haber destruido hasta el último recuerdo de aquel hombre, encontró una foto y me la dio. Este encuentro con mi padre fue y sigue siendo una gran alegría para mí. Por primera vez en mi vida tengo conocimiento de mi identidad. Ahora me siento reconciliado y lleno de amor hacia mis dos padres y también hacia mi madre. Su consejo fue providencial. Gracias de todo corazón.

Este ejemplo ilustra una de mis convicciones, a saber, que la realidad funciona como un sueño. En el mismo instante en que Patrick pone su foto en la sepultura de su padre, su inconsciente infunde realidad al símbolo y lo une a la figura paterna. Entonces ésta puede surgir en el sueño que es la vida. No habiendo podido impedir esta unión, es decir, la aparición de la verdad, la madre colabora, encuentra la foto y da a su hijo la imagen que hará que él se sienta completo. Para mí, todos los acontecimientos están íntimamente ligados entre sí. Un acto bien realizado repercute sobre el conjunto de la realidad.

La madre colaboró en el acto inconscientemente.

Por eso es preciso que las personas implicadas en un acto estén informadas de su objetivo, a fin de poder participar con fervor en su realización. Daré un ejemplo de una colaboración consciente y bien lograda. A Gérard, un hombre a quien su constante exigencia afectiva le provocaba un gran sufrimiento con respecto a su mujer, le aconsejé que comprara dos cirios grandes y un ovillo de lana roja para realizar un acto con ayuda de su madre. Esta es su carta:

El lunes de Pascua, después de desayunar juntos, mi madre y yo fuimos a Notre-Dame a comprar los dos cirios. Había mucha gente. Después, la invité a almorzar en un restaurante chino. Hablamos mucho, de Dios, de la vida, de la familia. Después volvimos a casa. Poco antes de la medianoche, fuimos a su habitación (ella y mi padre duermen en habitaciones separadas). Pusimos los cirios encendidos en la chimenea. Estaban orientados en sentido norte-sur. Yo los tenía detrás, uno a la izquierda y el otro a la derecha. Luego nos atamos firmemente el uno al otro con la lana roja. Nos atamos todo el cuerpo: pies, piernas, tronco, brazos, manos, cabeza… Quedamos unidos de modo que cuando uno se movía, el otro tenía que seguir su movimiento.

En ese instante reviví el vínculo que tuve con mi madre durante mi infancia y adolescencia. En aquella época, me creía obligado a seguir todo lo que ella indicaba, a ver las cosas como ella, a pensar como ella, a actuar como ella… Entonces sentí, a la altura del vientre, un calor que desapareció al poco rato. Permanecimos así atados hasta la medianoche. Los dos estábamos muy tranquilos. A medianoche, empecé a cortar la lana, primero por abajo, los pies, la infancia… Cada uno cortó la mitad de los nudos, de las ataduras, pero ella quiso que yo cortara alguno más. Cuando pudimos separarnos pensé: «Ahora, a partir de este instante, soy libre». Le di las gracias y un beso. Nos quedamos hablando un buen rato, pero ella estaba cansada. Soplé los cirios, tomé uno y me fui a mi casa. La última parte de mi acto consistía en hacerle un regalo que antes tenía que soñar. Un día tuve una idea: el único regalo que podía compensar la ruptura provocada por el acto era agradecerle todo lo que me había dado. El sábado 9 de mayo, a medianoche, le escribí con sangre: «Te doy las gracias por todo lo que me has dado. Te quiero. Que Dios te bendiga». Después sellé la carta con la cera del cirio de Notre-Dame que había encendido antes de escribir. Aquel acto transformó mi vida; a partir de aquel momento, dejé de agobiar a mi esposa como había hecho hasta entonces a causa de una exigencia afectiva que venía de mi infancia.

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