Continuemos con nuevos ejemplos…
Un muchacho se lamenta de «vivir en las nubes», me explica que no consigue «poner los pies en la realidad» ni «avanzar» en pos de la autonomía financiera. Tomo sus palabras al pie de la letra y le propongo que consiga dos monedas de oro y se las pegue a las suelas de los zapatos, de manera que esté todo el día pisando oro. A partir de ese momento, él baja de las nubes, pone los pies en la realidad y avanza… En este caso, incluso me sirvo de las palabras utilizadas por el consultante. Para finalizar, me gustaría hablar de un acto que concierne a mi hijo mayor, Brontis.
Le escucho.
Cuando Brontis tenía 7 años intervino en mi película El Topo. Es necesario precisar que Bernadette, su madre, nunca vivió realmente conmigo. Cuando lo concebimos, yo me creía estéril. Mi padre detestaba a su propio padre y jamás firmaba «Jodorowsky». Como no tenía el menor deseo de reproducir este apellido, había conseguido convencerme, de manera sutil, de que yo nunca tendría hijos y que, por lo tanto, era el último Jodorowsky.
Un día, una actriz con la que yo trabajaba me dijo que estaba convencida de mi fecundidad, a lo que respondí que en mi destino no estaba inscrita la procreación. Finalmente, tuvimos relaciones sexuales y, algún tiempo después, ella me anunció que estaba embarazada de mí. Como confiaba en ella, al saber que la criatura era mía, experimenté una especie de revolución personal, tanto interna como externa. La mujer con la que vivía se fue y me encontré solo frente a esta responsabilidad para la que no estaba en absoluto preparado. Acepté la llegada del niño -para mí estaba excluido el recurso del aborto-, pero me sentía desconcertado, en una disposición de ánimo muy distinta de la de un padre. Además, era pobre y no podía prestar ayuda económica a la madre y al niño, hasta el extremo de que cuando nació Brontis no pude regalarle más que un oso de peluche. Poco después, la actriz se fue a trabajar a Europa, llevándose al niño. Transcurridos seis o siete años experimenté una profunda crisis de conciencia y volví a ponerme en contacto con la madre de mi hijo para decirle que ahora sí tenía una mejor situación económica y que, si lo deseaba, podía enviarme a Brontis. El niño llegó con su oso de peluche y una foto de su madre. Entonces decidí hacerlo participar en El Topo. La película empieza así: yo llego tocando la flauta, acompañado del niño, y le digo solemnemente: «Ahora ya tienes 7 años, eres un hombre. Entierra tu primer juguete y el retrato de tu madre». El niño obedece, entierra el oso en la arena, mete la foto en el hoyo y luego ambos nos alejamos.
Pasaron los años, y me daba cuenta de que Brontis y yo teníamos dificultades de comunicación en el plano espiritual. Tuve que reconocer que había cometido errores y traté de repararlos. Brontis había hablado varias veces del juguete que yo le había pedido que enterrara cuando vino a vivir conmigo. Aquel oso había sido su primer juguete, yo se lo había regalado cuando nació, antes de que nos separáramos durante siete años. Cuando terminamos la película, no fuimos a recuperar el oso. Comprendí que lo había separado brutalmente de su infancia y de su madre: una vez que hubo enterrado el retrato al lado del juguete, no volvió a hablar de Bernadette y dejó de escribirle. Después me confesó: «No sufrí, porque imaginé que las hormigas irían a vivir dentro del oso, que él sería su casa». De este modo se había consolado el niño… Un día, mucho después, cuando Brontis tenía 24 años, imaginé un acto nuevo para reparar el anterior. El día de su cumpleaños, me dije: enterraré un oso de peluche en el jardín de nuestra casa, lo cubriré de arena y a su lado pondré una foto de la madre. Después me pondré un sombrero negro, parecido al que llevaba en El Topo, pediré a Brontis que se desvista y que venga al jardín -en la película, el niño aparecía desnudo- para desenterrar el oso y la foto. Le diré: «Hoy cumples 7 años y tienes derecho a ser niño. Ven a desenterrar tu primer juguete y el retrato de tu madre». Y decidí pasar a la acción, pero tropecé con algunos imponderables: pensaba comprar un oso lo más parecido posible al otro, un juguete duro, relleno de paja. Pero la industria había progresado y todos los osos de peluche eran blandos. Por lo tanto, el viejo oso rígido se convirtió en un oso suave y flexible. En cuanto a la foto, la que Brontis había enterrado a los 7 años era en blanco y negro; cuando busqué un retrato de su madre para realizar el acto -Bernadette había muerto en un accidente de aviación-, sólo encontré una en color, por lo que mi hijo, que había enterrado una foto gris, sacaría ahora una imagen en color. En realidad, estas modificaciones debidas al «azar» contribuyeron en gran medida al éxito del acto. Lo que me lleva a decir que los imponderables, los elementos que no podemos controlar, también desempeñan un papel importante en la psicomagia. Es preciso esforzarse en cumplir el acto según las instrucciones recibidas y en las mejores condiciones y, en esta disposición de ánimo, considerar los imprevistos y otros cambios ajenos a nuestra voluntad como si formaran parte del proceso. En El Topo, yo protegía a Brontis del sol abrasador del desierto con una sombrilla negra; pero el día en que realizamos el acto ya aquí en Francia, estaba lloviendo, y tuve que protegerlo con un paraguas negro. En realidad, él no sabía lo que yo iba a hacer, pero, al verme imitar el trote de un caballo como si cabalgara con él a la grupa, comprendió, se encaramó a mi espalda y fuimos, bajo la lluvia, al lugar en el que yo había enterrado el oso. Curiosamente, me dijo: «No he traído paraguas. Sabía que tú me esperarías y me cobijarías», como si presintiera lo que iba a ocurrir. Desenterró el oso y la foto en color de su mamá, nos abrazamos y lloró largamente, con la cabeza en mi hombro, lágrimas de gratitud, como un niño lleno de ternura. Ese día decidió enviarme por correo un poema cada día, y desde entonces recibo diariamente un texto suyo. Guardo sus poesías en una caja especial. Sobra decir que la comunicación entre nosotros ha mejorado mucho y ahora mantenemos una hermosa relación.
Es una historia muy bella. En ese acto usted reprodujo voluntariamente una situación ocurrida en la infancia…
Sí, pero haciéndola justa. Retomé los mismos elementos asociados a una carga sentimental negativa y les insuflé una carga positiva. De este modo pagué mi deuda psicológica.
Breve epistolario psicomágico
Una vez que la persona ha realizado el acto, dice que la única remuneración que le pide es que le envíen una carta relatándole los pasos de la ejecución. Me gustaría que explicara algunos detalles acerca de ese correo psicomágico que se establece.
Exijo la carta, por dos motivos: ya que un acto psicomágico presenta todas las características de un sueño, si no se anota de inmediato se olvida rápidamente. Por otra parte, lo que se recibe debe compartirse. La mejor manera de retribuir a un terapeuta es demostrarle cómo, gracias a su ayuda, uno ha recuperado la salud. Saber dar las gracias es una señal de salud espiritual. Estas cartas son, pues, parte integrante del acto psicomágico. Lo juzgan y lo completan, por decirlo de algún modo.
Esto aumenta mi curiosidad. ¿Podría mostrarme alguna?
Sí, claro. Como no es posible mostrar un acto, nos serviremos de las cartas. Para que se pueda entender bien el proceso, comentaré la primera carta frase por frase. Después, cuando lea otras, dejaré que cada cual adivine las razones que hay detrás de unos actos tan irracionales a primera vista.
¿Empezamos?
No hay que olvidar que en estas cartas no soy yo quien habla sino la persona a quien he prescrito un acto, acto del que él o ella me da cuenta por este medio. Ésta es la primera e iré comentándola sobre la marcha [3]:
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