Gonzalo Ballester - La Isla de los Jacintos Cortados

Здесь есть возможность читать онлайн «Gonzalo Ballester - La Isla de los Jacintos Cortados» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

La Isla de los Jacintos Cortados: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La Isla de los Jacintos Cortados»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

En LA ISLA DE LOS JACINTOS CORTADOS (1980), la habitual mezcla de realidad, fantasía, ironía y humor que caracteriza la narrativa de Gonzalo Torrente Ballester se ve enriquecida por nuevos elementos, como son el erotismo y la serena melancolía. Articulada en torno a una doble trama amorosa que se va entrelazando a lo largo de sus páginas, la novela, que obtuvo en 1981 el Premio Nacional de Literatura, constituye en último término una reflexión sobre las relaciones entre la verdad y la apariencia, la historia y la ficción, el autor y su obra, escrita en una prosa que fluctúa entre el barroquismo y la sencillez y que se amolda de forma admirable a la acción a la que da vida.

La Isla de los Jacintos Cortados — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La Isla de los Jacintos Cortados», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

A las mujeres las dominaba el pánico a las arañas, sobre todo a la más grande, a aquella como un changurro, que debía de ser madre, abuela y antepasada común de todas las demás, y que había desaparecido al alcanzar la bala el blanco: acaso hubiera saltado, acaso se escondiera en cualquier oscuridad y desde allí acechase las carnes suculentas de las damas, brazos, piernas, escotes y el arranque de alguna nalga; acaso, después del salto, hundiese en la carne escogida sus dientes venenosos. Temiéndolo, ya lo sentían: la condesa de Lieven se llevaba sin cesar las manos a la garganta, como si las patas peludas la arañasen; Marie, más comedida, se limitaba a temblar y a disimular el temblor, pero diciendo a su vizconde: «Sería mejor que nos fuésemos»; temía, sobre todo, a las arañas pequeñas. «Pues será cosa de hacerlo»; pero el cónsul, que tenía la llave del jardín, hablaba con el almirante, manoteaba más de lo corriente en él. «Yo me subo a este plinto», se le ocurrió a Agnesse; y se instaló al lado de una estatua: fue inmediatamente imitada, de modo que las diosas quedaron duplicadas, de momento, en aquel jardín convulso. «El miedo a la sorpresa, no hay que tenerlo, porque, si llegan a las piernas, hacen cosquillas.» Lo había dicho Flaviarosa, la cual, sin embargo, se recogía la falda y dejaba al aire las pantorrillas para sentir las cosquillas mejor. «¡Asesino!» La Vieja se irguió del suelo y se encaró al almirante: el dolor o lo que fuese la había retrotraído a sus orígenes, a los tiempos remotos de su nacimiento, año equis a. de J.C., en que aún se representaba la tragedia como tal, razón del hombre contra los dioses, y ensayó en una contracción del rostro la expresión de su razón privada contra el dios Nelson, más poderoso que Poseidón, señor de los navios de tres puentes, campeón de los mares, siervo no obstante de aquella Anfitrite temblona que a la vista de las arañas desparramadas parecía haber envejecido. «¡Llevas la muerte en la cara, la tuya te llegará de bala!» Lo declamó a la perfección. El cónsul aclaró a Nelson que aquella bruja le hacía amenazas proféticas, y Nelson le respondió que lo había adivinado por los gestos. «Y tú, cónsul de Satanás, entérate! Ya se acabó la juerga. Aquí mandan las arañas. Lo invaden todo, os seguirán a la cama, les entrarán a esas mujeres por todos los agujeros, las matarán.» La Tonta se había puesto en cuclillas, y sus manos bellísimas, florecidas de seda y rosa, sus manos casi translúcidas, recogían del suelo, mezclados a las arañas, los pequeños fragmentos de porcelana, e iba recomponiendo la cara en su regazo, como un rompecabezas incompleto: mientras, lloraba: aquí un poco de nariz, más arriba una sien, la mejilla derecha, un ojo glauco, los párpados azules… «¡Y en cuanto a estas zorras…!» Agnesse y Flaviarosa se habían replegado hasta la pared. «¡Esa mosquita muerta que enseña inglés a mi sobrino! ¡La acusaré de vender al extranjero los secretos de Estado, y la condenarán a manceba del general leproso!» El cónsul se deslizó por la zona de sombra y abrió una puerta. Iniciaron las parejas el retorno, lord y lady, conde y condesa, princesa (acaso) y vizconde. «¡Y tú, la enmascarada! Antes de retirarme, te habré quitado ese antifaz!» Entonces, Flaviarosa, avanzó con manos como garfios, amenazantes. «¡Nada más que acercarte, y te patearé en el suelo y mostraré a todo el mundo esos dientes de perra que tienes en la entrepierna!» El alarido, entonces, de la Vieja, fue de los que se originan en los profundos, como los terremotos: una A muy alargada seguida de jotas penetrantes y terminada en ululantes US. Se oyó, en el silencio que sobrevino, el rodar del primer coche que se alejaba, al que siguió un pitido, y de las órdenes de marcha dadas por el almirante, repetidas por el contramaestre. «¡Abre a popa!» «¡Abre a popa!» «¡Larga!» «¡Larga!» «¡Avante!» «¡Avante!» Las diosas del jardín se habían quedado sin parejas, y las arañas manchaban los impolutos mármoles. Agnesse pidió al hermoso Nicolás, algo marchito en aquel momento, que la llevase inmediatamente al Arrabal, a la casa de un griego cuyo nombre no recordaba bien, Atanasios o Anastasios, en cualquier caso amigo del capitán Triantafillu, y Nicolás, al despedirse del cónsul, le susurró: «Ahora Ascanio me mandará ahorcar, seguramente»; pero el cónsul le palmoteo la espalda y le respondió que su casa estaba protegida por el fuero diplomático, y que lo esperaba en ella. Rodaban todos los coches, se alejaba el batel por encima de la luna. «¿Mando llamar su coche?», preguntó, a Flaviarosa, el cónsul. Ella, entonces, se quitó lentamente el antifaz y lo dejó caer. Míster Algernon Smith le hizo una reverencia y la besó en la boca. Estaban en la sombra, y se metieron aún más en ella, hasta perderse. Lució la última llama en nuestra chimenea: hermosamente azul, pero sin fuerzas; se apagó y soltó un humillo. Quedaban brasas veladas por las cenizas. Me volví y te miré, Ariadna: te habías dormido. ¡ Ya me chocaba a mí que las arañas no te hubieran obligado a chillar como a las otras!

Epílogo de la carta y final de las interpolaciones

1. – Hoy pasé el tiempo haciendo la maleta y el bulto de los libros. También llené una caja bien acondicionada con los varios cacharros que vinieron conmigo, y el equipaje quedó listo hacia las doce y poco. Fuera, nevaba, y en la sala de estar, frente a nuestros sillones, lucía, última vez acaso, el fuego, no sé si llamarlo ahora telón de nuestro teatrillo, aunque lo nombre así con ánimo distinto, con ya desanimado ánimo. Lo de la nieve, ya sabes, no empezó hoy, sino el día mismo de Thanksgiving , cuando tú te marchabas, toda contenta, Jesús, qué prisa tenías y cómo con tanta prisa lo retrasabas todo y tenías que hacerlo otra vez: que si las cosas del bolso, que si el paquete misterioso que le llevabas a Claire, que si la última visita al espejo y el último retoque: por cierto que aquel día, no te lo dije entonces, no me gustó lo que llevabas puesto, aquellos colorines americanos. Te hubiera convencido de que una tez tan morena como la tuya, una tez mediterránea, no pide precisamente esos azules y rosas que hacen felices a las señoras de por aquí. ¡Las veces que nos habremos reído, recuérdalo, de la doctora Rice y de sus trajes de fiesta! Pero callé, y me alegré un poquito pensando que semejante combinación de falda, suéter y foulard (por fortuna el abrigo era oscuro) no pasaba de ser un homenaje a la memoria y a la presencia inmortal de la madre de Claire, que habrá vestido también de esa manera. ¡Oh, me dejaría cortar la mano a que la madre de Claire, el domingo de Pascua, se ponía los mismos colores y se encasquetaba un sombrero rematado de lilas, o quizá de violetas, para asistir a los oficios en la iglesita normanda de su pueblo! Yo no sé si pensar que semejante sacrificio de tu sencillez habrá sido consciente o involuntario, pero no hay duda de que influyó tu deseo de gustar, ¿verdad? A Claire, por supuesto, nunca a mí.

Pues ya estaban las maletas hechas, y los paquetes, cuando alguien silbó fuerte desde la orilla del lago, fuerte y muy repetido: uno de esos silbidos largos, inconfundibles, de apremio y dése usted prisa, de modo que salí a ver qué era, y vi en el embarcadero una pareja de jóvenes con coche, un chico y una chica, que me gritaron, silabeando, que eran los nuevos inquilinos de la cabaña, y que si hacía el favor de pasarles la barca. Tuve que hacerlo. Se presentaron no recuerdo con qué nombres. Ella, una de esas muchachas preciosas al exterior como las naranjas de California; él, un poco impetuoso. Saltaron de la barca. Sin esperarme, mientras yo la amarraba, se metieron por todos los rincones y después de haber curioseado, me preguntaron si me marchaba ya. «Mi alquiler se extingue a las doce de la noche, y son las tres de la tarde.» Entonces él me confesó, o quizá solamente me informó, mientras ella arreglaba los visillos de tu cuarto y alteraba la posición de los muebles, que habían proyectado pasar una tarde íntima de amor y porro, y que si no me marchaba aún, que al menos les dejase ocupar una de las habitaciones. Le respondí que no. Intentaba gastar el resto de las horas en el remate de este cuaderno, y no podría hacerlo con el rumor lejano de una orgía modesta. Al caballero no le pareció bien. «Estaremos aquí a las doce en punto.» «Y yo me marcharé cuando falte un minuto. «Fue puntual: al atracar mi barca cargada al embarcadero, allí esperaban los dos, manchados de la nieve los gorritos de estambre; ella, muy colorada. Ni me saludaron, ni yo, por supuesto, les deseé felicidad. Saqué del barquichuelo el equipaje; ellos se embarcaron y se fueron. Quizá haya oído reír. La noche les pertenecía a su modo; al mío, también me pertenecía a mí. (De que te cuente esto ahora, anticipadamente, puedes deducir que, durante aquellas horas, no escribí ni una sola palabra en estas páginas. Vinieron a estorbarme aquellos dos; aun habiéndome dejado solo las horas de la tarde, su paso y sus palabras habían desbaratado mi intimidad, la habían sustituido por horas de desconcierto. Me había golpeado, sobre todo, la vulgaridad de la pareja: como que él llegó a decirme en voz no demasiado baja. «Es que queríamos joder, mi chica y yo».)

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «La Isla de los Jacintos Cortados»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La Isla de los Jacintos Cortados» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «La Isla de los Jacintos Cortados»

Обсуждение, отзывы о книге «La Isla de los Jacintos Cortados» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x