Gonzalo Ballester - La Isla de los Jacintos Cortados

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La Isla de los Jacintos Cortados: краткое содержание, описание и аннотация

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En LA ISLA DE LOS JACINTOS CORTADOS (1980), la habitual mezcla de realidad, fantasía, ironía y humor que caracteriza la narrativa de Gonzalo Torrente Ballester se ve enriquecida por nuevos elementos, como son el erotismo y la serena melancolía. Articulada en torno a una doble trama amorosa que se va entrelazando a lo largo de sus páginas, la novela, que obtuvo en 1981 el Premio Nacional de Literatura, constituye en último término una reflexión sobre las relaciones entre la verdad y la apariencia, la historia y la ficción, el autor y su obra, escrita en una prosa que fluctúa entre el barroquismo y la sencillez y que se amolda de forma admirable a la acción a la que da vida.

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«Y de los versos de sir Ronald, ¿no quedó nada?» «Algunos papeles dejó, que yo guardo por cariño, todo borrones y tachaduras.» «¡Si me dejase verlos…!» Marietta los trajo, un cartapacio de esbozos; y, después de acostarse, mientras duró la bujía, los fue leyendo Agnesse, a veces descifrando, y cuando se quedó a oscuras, la vela extinta, tenía el cuerpo encendido como si llevase luz, y le bailaba en la memoria un ritmo desconocido y hermoso. Tuvo que abrir un poco la ventana, de acalorada, y se durmió después: no se enteró de que la Vieja había estado a verla, la había mirado con ojos como lámparas de miedo, y se había encogido de hombros antes de reanudar el vuelo. «¡Bah, otra mujer bonita!»; que fue lo que repitió, en seguida, la Tonta.

2- – Salimos pronto, escasa todavía la luz. La alborada empieza a retrasarse, y, al levantarnos, la noche aún se columpia encima del estanque. Estabas tal vez enfurruñada: hablaste apenas. Ya nos habíamos alejado bastante cuando dijiste (¿Me dijiste? No parecía contar demasiado para ti, pero fue uno de mis errores), cuando dijiste que tenías que volar a Pittsburg, este fin de semana, a causa de una cita con un médico, que te recibiría excepcionalmente en sábado. No te pregunté por qué, o si estabas enferma: se me ocurrió entonces que obedecías, una más, a esa orden que os grita a las mujeres, desde el techo de los autobuses, que visitéis al ginecólogo al menos cada seis meses. Y te respondí que bueno, que procuraría aprovechar la soledad y tener algún cuento a tu regreso. «Hoy mismo, si nos da tiempo… Esta noche…», me respondiste: «¿No me preguntas para qué voy al médico?». «Confío en que haya razones. A las mujeres, según entiendo, os conviene no descuidar ciertas guardias.» Sonreiste. «La doctora Wagner, a quien voy a visitar, es un psiquiatra.» Casi salté del asiento: y te endilgué una larga requisitoria acerca de esa manía de los norteamericanos de visitar al psiquiatra como si fuera el dentista. «Así andan todos, aquejados de complejos que mejor les sería olvidar. Es como andar hurgando en las heridas, para que no cicatricen.» Iba a continuar pero me interrumpiste: «Yo no estoy enferma», y recalcaste el yo. Entonces, sólo entonces, comprendí que el sujeto de la consulta es Claire, y tomé tu confesión (también por alusiones puede uno confesarse) como permiso tácito para tratar abiertamente de ese tema que yo me había vedado de manera consciente y deliberada, aunque subyaciera, a veces con bastante claridad, a nuestras variaciones sobre un tema de amor dolido: en este cuaderno hallarás, desde el principio, referencias concretas para quien, como tú, está al cabo de la calle. Lo pensé sin embargo antes de responderte, no me dejé llevar por la alegría del muro derribado, y cuando me decidí, busqué palabras delicadas. Sí, no ignoro que los de tu generación habláis con libertad, y yo lo hago también; pero cualquier materia que pueda verdaderamente lastimarte, cualquier pregunta que implique necesariamente una irrupción en esa parte de tu intimidad donde duele, me la prohibo. Me has contado, quizá demasiado pronto, tus perplejidades eróticas de adolescente, las experiencias y las decepciones: me limité a escucharte, y si alguna vez te di un consejo, fue porque me lo habías pedido. Y si tratándose de Claire hemos hablado con más franqueza (paradójicamente, ¿verdad?), a lo de esta mañana no se había llegado, aunque cada uno de nosotros supiéramos que el otro sabe… Y no por falta de ganas, al menos por mi parte, me lo puedes creer. Te he visto tantas veces sufriendo, te he escuchado el relato de momentos tan incomprensibles e inaceptables para una muchacha normal, y tú lo eres, que estuve a punto de gritarte, de agarrarte por los hombros y sacudirte: «Pero, ¿no ves que es una aberración querer como tú quieres a un impotente? ¿No te das cuenta de que el juego que trae contigo, más que de amor, es de burla? Tenía que habértelo confesado: merecería, entonces, mi respeto. No haberlo hecho, continuar contigo en este tira y afloja, usarte como mujer para todo menos para lo que se usa una mujer, lo encuentro más ofensivo que un insulto, porque lo es de hecho, no de palabra, y si algunas veces he hablado de él de una manera hiriente y despectiva, a eso se debe. Fueras otra mujer, y me dolería lo mismo ver a un hombre que posee todas las gracias viriles menos la fundamental, que sabe fascinar y fascina, y se queda ahí, en la barrera, y se conforma como un narciso con verse rodeado de muchachas que lo adoran, pero cuyo mayor placer, cuya satisfacción más honda es la de saber que entre todas ellas, hay una que le ama de verdad. ¡Ay, Ariadna, en eso se originan sus orgasmos mentales! Y como no puede quedar con su satisfacción a solas, como un tenorio de pueblo, escogió a un amigo confidente para decirle que le habías besado en la boca… ¡Fue en ese mismo momento cuando comprendí lo que le sucedía! Por eso no olvidé el cuento, ni sus circunstancias, ni la expresión especial de picaro conquistador. Un hombre normal no necesita que otro sepa que una muchachita le ha besado. ¡Pues arreglados estábamos! Llegué a pensar en cierto infantilismo, pero no, no lo padece Claire, cuarenta años largos, casado una vez, y divorciado, ahora ya sabemos por qué. Yo, entonces, lo ignoraba, pero no podía creer que un sujeto tan atractivo, a quien escuchan las alumnas como embobadas, a quien se entregaría de buen grado la mayor parte de ellas, careciera de experiencia… Acerté al suponer que, para un varón impotente, que una mujer como tú le hubiera besado en la boca, era una buena victoria de la que hay que enterar al mundo. Ocultó que, tras el beso, hubieras quedado defraudada… Tampoco lo confesaste tú, pero lo sé, como otras ocasiones que me has permitido adivinar».

Semejante requilorio nunca llegué a decírtelo. Ni siquiera esta mañana, que hubiera habido razón y pretexto. Estuve a punto de empezarlo, pero pensé, y no creo haberme equivocado, que su contenido ya lo damos por supuesto desde hace meses, exactamente desde que me contaste lo del verano antepasado, en París, cuando estuviste con gripe, y él te cuidó muy animoso, y perdió por ti horas de archivos y bibliotecas; que te llevó a cenar a restaurantes íntimos y recogidos, con clientela de enamorados, y te hizo desear ser enlazada por la cintura como aquellas parejas, y no tenerte con la mesa por medio, hablándote de sus investigaciones… Aunque esto, mira, tenía su razón de ser: siempre te quiso conquistar con la potencia de su inteligencia, ya que no con otra clase de poderes. Y no es que desapruebe el que un hombre como Claire despliegue ante una mujer como tú las maravillas de su mente, a condición, claro está, de que, de regreso a la Ciudad Universitaria, te bese en el parque Montsouris para llevarte a la cama después en la Casa de los Estados Unidos, donde ambos habitabais. Me contaste con cierta melancolía que en el parque, esa u otra noche, con luna, lago, aire tibio y soledad, te explicó ce por be los episodios del asedio alemán en la guerra del setenta que tenían que ver con aquel barrio. Está muy informado en los detalles.

Lo que te respondí, pues, fue esto: «¿Y esperas de esa doctora un diagnóstico satisfactorio sin que haya examinado al paciente?». «Hay una descripción y una pregunta posibles. Lo que voy a contarle, lo sabes más o menos. Luego le preguntaré si es posible que una mujer, paciente, sacrificadamente, llegue a curar lo que estoy segura de que es curable. Claire y su madre tuvieron relaciones anormales: ella era eso que llaman una madre castradora. Deseo, creo poder deshacer el mal que le hizo a Claire.» Y te volviste a mí con rabia, como si respondieras a una objeción que yo no había formulado, que ni siquiera había pensado: «Para eso estamos las mujeres, ¿no? ¡Para eso somos como somos y tenemos lo que tenemos!».

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