Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra

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En La cabeza de la hidra (1978) ensaya una novela policiaca con un tema histórico mexicano, Una familia lejana (1980) se enraíza en la fantasía y en la historia, relaciona varios continentes, diversos niveles de historicidad (el mundo prehispánico) y tradiciones literarias.

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– Deténgase, ¡le digo que se pare! -gritó Diego sin convicción porque todos lo miraban como si nunca lo hubieran visto antes, todos apostaban al olvido, como si hubiese unos minutos de desfase entre él y el resto de la humanidad, como la falta de coordinación entre la imagen y la voz en una pantalla de televisión.

El chofer buscó y encontró la mirada de Diego en el retrovisor. Le guiñó un ojo. Un guiño impúdico, ofensivo, de complicidad jamás pactada, jamás solicitada.

– Está bien -dijo Diego exhausto-, párese. Déjeme bajar aquí.

– Cinco pesos, por favor.

Diego le entregó los billetes arrugados al chofer y bajó junto al Hotel Majestic, casi en la esquina de la Plaza de la Constitución.

Apretó el paso. Cruzó la plaza y presentó la tarjeta al conserje de Palacio, junto al ascensor. Le dijo que subiera al Salón del Perdón, allí era la reunión.

Ya había muchísima gente reunida en la gran sala de brocado y nogal dominada por el cuadro histórico que consagra la nobleza de alma del insurgente Nicolás Bravo. Diego vio de lejos al profesor Leopoldo Bernstein, cegatón, limpiando con un pañuelo la salsa del desayuno de huevos rancheros salpicada sobre los anteojos. Se los puso, vio a Diego y le sonrió amablemente. En un rincón de la sala estaba el Director General con las gafas violeta, sufriendo visiblemente a causa de la luz diurna y los fogonazos de los fotógrafos de prensa y los reflectores de televisión y Mauricio Rossetti junto a él, hablándole al oído, mirando a Diego. Luego hubo un momento de susurro intenso seguido de un silencio impresionante.

El señor Presidente de la República entró al salón. Avanzó entre los invitados, saludando afablemente, seguramente haciendo bromas, apretando ciertos brazos, evitando otros, dando la mano efusivamente a unos, fríamente a otros, reconociendo a éste, ignorando a aquél, iluminado por la luz pareja y cortante de los reflectores, despojado intermitentemente de sombra por los fogonazos fotográficos. Reconociendo. Ignorando.

Se acercaba.

Diego preparó la sonrisa, la mano, el nudo de la corbata. Estornudó. Sacó el pañuelo y se sonó discretamente.

Bernstein lo observó de lejos con una sonrisa irónica.

Rossetti se abrió paso entre la gente para acercarse a Diego.

El Director General hizo un signo con la mano en dirección de la puerta.

El señor Presidente estaba a unos cuantos metros de Diego Velázquez.

EPÍLOGO

Los mapas oficiales lo destacan como un gran rectángulo que se extiende de las plataformas marinas de Chac 1 y Kukulkán 1 en el Golfo de México a los yacimientos de Sitio Grande en las estribaciones de la Sierra de Chiapas y del puerto de Coatzacoalcos a la desembocadura del río Usumacinta.

Los mapas de la memoria describen el arco de una costa de exuberancias solitarias: la primera que vieron los conquistadores españoles. Tabasco, Veracruz, Campeche, un mar color limón, tan verde que a veces parece una llanura, cargado con los olores de su riqueza de pargo, corvina, esmedregal y camarón, enredado de algas que encadenan a las olas mansas que van a desvanecerse frente a las playas de palmeras moribundas: un rojo cementerio vegetal y luego el ascenso lento por las tierras rojas como una cancha de tennis y verdes como un tapete de billar, a lo largo de los ríos perezosos cuajados de jacintos flotantes hacia las brumas de la sierra indígena, asiento del mundo secreto de los tzotziles: Chiapas, una lanza de fuego en una corona de humo.

Es la tierra de la Malinche. Hernán Cortés la recibió de manos de los caciques de Tabasco, junto con cuatro diademas y una lagartija de oro. Fue un regalo más; pero este regalo hablaba. Su nombre indio era Malintzin; la bautizaron los astros porque nació bajo un mal signo, Ce Malinalli, oráculo del infortunio, la revuelta, la riña, la sangre derramada y la impaciencia.

Los padres de la niña maldita, príncipes de su tierra, sintieron miedo y la entregaron secretamente a la tribu de Xicalango. Casualmente, esa misma noche murió otra niña, hija de esclavos de los padres de Malintzin. Los príncipes dijeron que la muerta era su hija y la enterraron con los honores de su rango nobiliario. La niña maldita, como si sus propietarios adivinasen el funesto augurio de su nacimiento, pasó de pueblo en pueblo, parte de todos los tributos, hasta ser ofrecida al Teúl de piel blanca y barba rubia que los indios confundieron con el Dios bienhechor Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada que un día huyó del horror de México y prometió regresar otro día, por él mar del oriente, con la felicidad en sus alas y la venganza en sus escamas.

Entonces la voz de la esclava enterrada habló con la lengua de la princesa maldita y guió a los conquistadores hasta la eterna sede, alta y central, del poder en México: la meseta del Anáhuac y la ciudad de Tenochtitlan, capital de Moctezuma, el Señor de la Gran Voz.

Cortés convirtió a Malintzin dos veces: primero al amor; en seguida al cristianismo. Fue bautizada Marina. El pueblo la llama Malinche, nombre de la traición, voz que reveló a los españoles las ocultas debilidades del imperio azteca y permitió a quinientos aventureros ávidos de oro conquistar una nación cinco veces más grande que España. La pequeña voz de la mujer derrotó a la gran voz del emperador.

Pero debajo de la tierra de la Malinche existe una riqueza superior a todo el oro de Moctezuma. Sellado por trampas geológicas más antiguas que los más viejos imperios, el tesoro de Chiapas, Veracruz y Tabasco es una promesa en una botella cerrada; buscarlo es como perseguir a un gato invisible en un laberinto subterráneo. Las pacientes perforadoras penetran a dos mil, tres mil, cuatro mil metros de profundidad, en el mar, en la selva, en la sierra. El hallazgo de un pozo fértil compensa el fracaso de mil pozos yermos.

Como la hidra el petróleo renace multiplicado de una sola cabeza cortada. Semen oscuro de una tierra de esperanzas y traiciones parejas, fecunda los reinos de la Malinche bajo las voces mudas de los astros y sus presagios nocturnos.

Carlos Fuentes

Nació en México, D. F., el 11 de noviembre de 1928.

Realizó sus estudios en Washington, Santiago de Chile, Buenos Aires y Ciudad de México. Graduado en Derecho en la Universidad Autónoma de México y en el Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra.

Ha sido delegado de México ante los organismos internacionales con sede en Ginebra, en el Centro de Información de la O.N.U., en México, en la Dirección de Difusión Cultural de la U.N.A.M., y en la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Fue Embajador de México en Francia. Jefe de la Delegación de México en la Conferencia sobre Cooperación Económica Internacional (París, febrero de 1976).

Es colaborador de las más importantes revistas y publicaciones literarias de América Latina, Estados Unidos y Europa; participante en conferencias, mesas redondas y seminarios en Universidades latinoamericanas, de Estados Unidos y Europa; miembro de los jurados de los festivales internacionales de cine de Locarno y Venecia; jurado en el Festival Internacional del libro de Niza, Premio de los Embajadores (París).

Varias de sus obras han sido llevadas a la pantalla en Italia, Inglaterra y México, con su colaboración en el guión.

Es actualmente Catedrático de Literatura en la Universidad de Princeton, Nueva Jersey.

Obras publicadas:

LOS DIAS ENMASCARADOS (1964), cuentos

LA REGION MAS TRANSPARENTE (1958), novela

LAS BUENAS CONCIENCIAS (1959), novela

AURA (1962), novela corta

LA MUERTE DE ARTEMIO CRUZ (1962), novela

CANTAR DE CIEGOS (1964), cuentos

ZONA SAGRADA (1967), novela

CAMBIO DE PIEL (1967), novela

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