Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra

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En La cabeza de la hidra (1978) ensaya una novela policiaca con un tema histórico mexicano, Una familia lejana (1980) se enraíza en la fantasía y en la historia, relaciona varios continentes, diversos niveles de historicidad (el mundo prehispánico) y tradiciones literarias.

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– No, no me entiende. Voy a quedarme allí, allí vivo, con mi esposa.

El Director General dio una nueva orden por la bocina y en seguida se dirigió a Félix:

– Su invitación le espera en el Hilton.

– Se hace usted bolas. Tengo mis cosas en las suites de Genova.

– Ya han sido trasladadas al Hilton.

– ¿Con qué derecho?

– El que nos da haberle salvado gracias a nuestras influencias de una acusación de tráfico de drogas, ¿cómo?

– No oigo hablar más que de influencias.

– Claro, es la única ley vigente en México, ¿cómo? Regresará usted al Hilton. El mismo cuarto de antes. Es un frente perfecto.

– Le digo que no me entiende -dijo Félix con irritación fatigada-, este asunto ya se acabó, ya hice lo que tenía que hacer por mi cuenta, sin ayuda de nadie.

– Acabo de estar en el supermercado, ¿cómo? Confía usted demasiado en los poderes mortales de la refrigeración. El señor Benjamín sigue enfriándose. Pero esta vez para siempre. Se ve muy tranquilo con una bala en el cráneo.

Félix se sintió enfermo; se dobló sobre sí mismo para que el vómito se le escapara, no deseaba morir ahogado por su propia basca. La náusea se apaciguó cuando el Director General volvió a hablar con una voz aterciopelada, de encantador de serpientes.

– No sé qué motivos atribuye usted al difunto señor Benjamín. Es usted un hombre muy apasionado, siempre lo dije. ¡Cómo me he reído con las travesuras que le hizo al pobrecito de Simón, a la señora Rossetti en la piscina y al profesor Bernstein! Se necesita mucho culot, ¿cómo? Vamos, señor licenciado, ya pasó el tiempo de las violencias entre usted y yo, suélteme las solapas, tranquilitos todos, ¿sí?

– ¿Quiere usted decirme que Abby no mató a Sara porque la confundió con Mary? ¿No fueron los celos el móvil del crimen?

Esta vez, el Director General no interrumpió sus carcajadas; rió tanto que tuvo que quitarse los espejuelos y limpiarse los ojos con un pañuelo.

– Sara Klein fue asesinada porque era Sara Klein, mi querido. No la confundieron con nadie. ¿Qué dice Nietszche de las mujeres? Que los hombres las teman cuando aman, porque son capaces de todos los sacrificios y cuanto es ajeno a su pasión les parece desdeñable. Por eso una mujer es lo más peligroso del mundo. Sara Klein era una de esas mujeres verdaderamente peligrosas. El nombre de su amor era la justicia. Y esta mujer enamorada de la justicia estaba dispuesta a sufrirlo todo por la justicia. Pero también a revelarlo todo por la justicia. Sí, el ser más peligroso del mundo.

– Su amor se llamaba Jamil; ustedes lo mataron.

El Director General pasó por alto el comentario con una mueca de indiferencia bélica: todo se vale. Habló sin justificarse:

– Cuando visité a Sara a las diez de la noche en las suites de Genova le dije que se precaviera; le dije que Bernstein había matado al llamado Jamil cuando Jamil pretendió matar a Bernstein. El hecho era creíble en sí mismo; le sobraban razones a Jamil para asesinar a Bernstein y viceversa. Pero apuntalé mi versión pidiéndole a Sara que se comunicara telefónicamente con el profesor. Lo hizo. Bernstein admitió que estaba herido, alguien intentó matarlo esa tarde, después de la ceremonia en Palacio, pero sólo le hirió un brazo. Sara insultó a Bernstein y colgó el teléfono, sacudida por los sollozos. Ello bastó para dar crédito a mi versión de los hechos.

– Jamil ya estaba muerto y encerrado con mi nombre en una celda militar. ¿Quién hirió a Bernstein?

– Claro, fue herido ligeramente por Ayub y por instrucciones mías. Se trataba de exacerbar a Sara, hacerla romper las hebras de su fidelidad quebrantada hacia Israel y ponerla a hablar. Quel coup, mon ami! Una militante israelita como Sara Klein se pasa a nuestro bando y hace revelaciones sensacionales sobre la tortura, los campos de concentración, las ambiciones militares de Israel. Imagínese nada más, ¿cómo?

– Pensaba regresar a Israel. Tenía los boletos. Me lo dijo en el disco.

– Ah, una verdadera heroína bíblica, esa Sara, una Judith moderna, ¿sí? También me lo dijo a mí. Iba a denunciar a Israel pero desde adentro de Israel. Tal era la moralidad de esta desventurada aunque peligrosa mujer. Le di unos cachets de somníferos y le dije que descansara. Pasaría por ella para llevarla al aeropuerto la mañana siguiente. Dispuse una vigilancia frente a las suites de Amberes. Mis agentes tomaron nota de todo, la serenata, la monja. Pero no entró nadie sospechoso. Los israelitas nos engañaron. Sus agentes ya estaban dentro del hotel. Se llamaban Mary y Abby Benjamín.

– Pero Abby admitió que mi versión era exacta…

– Por supuesto. Le convenía que usted pensara que los motivos del crimen fueron pasionales. No, fueron políticos. Se trataba de callar para siempre a Sara Klein. Lo lograron. Pero no se torture, señor licenciado. Abby Benjamín está muerto dentro de una nevera y usted está vengado, ¿cómo?

Detrás de las cortinillas negras del Citroën se ocultaba la ciudad de México. Los dos hombres no hablaron durante mucho tiempo. El abatimiento de Félix cancelaba la cólera que latía detrás de la fatiga, tan disfrazada como la ciudad por las cortinas del automóvil.

– Me arrebató usted el único acto mío, mi único acto libre -dijo Félix al cabo-. ¿Por qué?

El Director General encendió lentamente un cigarrillo antes de responder.

– La hidra de la pasión tiene muchas cabezas. Pregúntese si Sara Klein merecía morir como usted lo imaginó, por una pasión equivocada. Debió usted suponer que ese crimen escondía otro misterio, como las muñecas rusas que se contienen a sí mismas en número creciente pero en tamaño disminuido. No. Piense que Sara Klein, al cabo, mereció su muerte. La pasión de Otelo no se hubiese identificado con la vida de Sara. La pasión de Macbeth, sí. Todas las aguas del gran Neptuno no borrarán la sangre de nuestras manos, señor licenciado, lo sé. Sara murió con las manos limpias. Pero creo que vamos llegando.

El Citroën se detuvo. Félix abrió la puerta. Estaba frente a la casa de apartamentos en Polanco.

– Aquí lo espero -dijo el Director General cuando Félix descendió.

Félix se agachó frente a la puerta para ver al hombre dibujado como un fantasma entre la mullida oscuridad del automóvil francés.

– ¿Para qué? Estoy en mi casa. Aquí me quedo.

– De todos modos, recuerde que aquí lo espero.

Félix cerró la portezuela y miró hacia el noveno piso del edificio. Las luces estaban encendidas, pero eran las de las más bajas y tenues del apartamento.

47

Tomó el ascensor y pensó en la última vez que vio a Ruth. Le pareció un siglo, no tres semanas. Recordó la mirada de su esposa, nunca lo había mirado así, con los ojos llenos de lágrimas y ternura, negando lentamente con la cabeza, con el entrecejo preocupado, como si por una vez supiera la verdad y no quisiera ofenderlo diciéndosela.

– No vayas, por favor, Félix. Quédate conmigo. Te lo digo así, tranquila, sin hacer tangos. Quédate. No te expongas.

Tierna, dulce Ruth, ni tan inteligente como Sara ni tan guapa como Mary, pero capaz de arrebatos coléricos alumbrados por los celos y abatidos por el cariño, una chica judía pecosilla, se disfraza las pecas con maquillaje, las gotas de sudor se le juntan en la puntita de la nariz, la señora Maldonado es una chica judía bonita, graciosa, activa, su Penélope fiel, ahora que regresaba vencido de la guerra contra una Troya invisible, la mujer que necesitaba para que le resolviera los problemas prácticos, le tuviese listo el desayuno, planchados los trajes, hechas las maletas, todo, hasta ponerle las mancuernas. Y él sólo tenía que recompensarla con paciencia y piedad.

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