Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra
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Sergio intentó abrir la portezuela; el taxi entró al periférico en la Fuente de Petróleos y siguió la indicación hacia la carretera de Querétaro. Sergio intentó abrir la portezuela; Félix lo sujetó rodeándole el cuello con el brazo; Sergio se ahogó, tosió y cayó violentamente contra el piso del auto. Félix lo recogió como a un muñeco de trapo del cuello de la camisa. Siguió tosiendo largo rato.
– La pinche placera no tuvo tiempo, seguro que no tuvo tiempo -dijo con la voz ronca y dolorosa Sergio.
– A ver si nos espera en Cuatro Caminos -dijo nerviosamente don Memo.
– ¡No te detengas! -gritó Sergio.
Félix volvió a apretar el cañón de la pistola contra la nuca de don Memo. Sergio se entregó a un acceso de tos interminable; parecía un cupido tuberculoso.
No volvieron a hablar hasta llegar al Toreo de Cuatro Caminos. Desde una esquina, la mujer gorda, envuelta en un rebozo y con la canasta bajo el brazo, hizo una seña con la mano libre al taxi. Parecía la madre de los dioses indios, una Coatlicue de piedra, imperturbable bajo la lluvia.
– ¡No te detengas!
Don Memo frenó. La placera gorda abrió la portezuela delantera y asomó la cabeza dentro del taxi. Se detuvo al mirar a Félix, pero la mirada impasible no varió. Ni siquiera cuando vio la pistola apuntada directamente hacia su cara ancha y oscura.
– Suba, señora.
La placera se acomodó al lado de don Memo. Olía a ropa mojada y a digestión de frijoles refritos.
– ¿Qué trae esta vez en la canasta? -preguntó Félix-, ¿más pollitos? Pásemela.
La gorda prieta primero se volteó para entregarle unas llaves a Sergio.
– Toma. No pude abrir la cajuela. Los cuícos tenían rodeado el coche.
Félix le arrebató las llaves del Mustang:
– La canasta.
La placera levantó la canasta y la mostró; venía colmada de lechugas. La arrojó violentamente contra el rostro de Félix; don Memo frenó; la mujer descendió del taxi con una agilidad insospechada; Sergio intentó imitarla, pero la pistola le punzaba contra la cintura.
Don Memo arrancó; Félix forcejeó un instante con Sergio; el muchacho se rindió y Félix vio alejarse la figura de la vieja diosa azteca, bajo la lluvia gris como la tierra que pisaba. Una bruma que parecía emanar del cuerpo de la mujer la envolvió.
Félix recogió la canasta. Debajo de las lechugas estaban las bolsas de celofán impermeable con un contenido que no era lo que parecía, ni harina ni azúcar.
45
El chofer disminuyó la velocidad frente al Supermercado de Ciudad Satélite. Detrás de la cortina de agua, las columnas esbeltas y triangulares de Goeritz eran el velamen de coral de un galeón hundido. Félix le ordenó a don Memo que se estacionara donde siempre lo hacía los lunes, miércoles y viernes. El viejo dio la vuelta frente a la entrada principal del enorme negocio cerrado y rodeado de estacionamientos vacíos a esta hora y se detuvo junto a la entrada de mercancías a espaldas de la carretera.
– Baja -le dijo Félix a Sergio sin apartarle la pistola de la cintura y lo siguió.
Dejó la canasta sobre el asiento del automóvil.
Don Memo asomó la cara por la ventanilla. La lluvia le esparció los escasos cabellos. Miró a Félix con una expresión de cura viejo, humilde pero disipado.
– ¿Y yo, jefecito? Aquella noche me prometiste que me ibas a pagar doble, ¿te acuerdas?
– Te voy a pagar triple -le contestó Félix-. Lárgate, Memo.
– ¿Y eso? -don Memo meneó la cabeza tonsurada hacia el asiento de atrás.
– Es tu primer premio. Haz lo que gustes. Entrégalo a la policía de narcóticos y cobra una recompensa. O véndelo por otro conducto y llévate a Licha a Acapulco. Les hace falta una vacación. Ese es tu segundo premio. Y el tercero es que te largues de aquí vivito y coleando.
Don Memo arrancó sin decir nada. Sergio miró con curiosidad a Félix.
– Entonces de veras no eres cuico…
– Ahora vas a ver quién soy. Abre la puerta.
– Sólo el patrón puede abrirla por dentro. Es un gadget electrónico. Tengo que comunicarme por el interfón.
– Anda. Oye, Sergio, recuerda que tu patrón no te va a proteger. Te va a dejar colgado de la brocha con el Mustang y la nieve.
Las pupilas de Sergio se dilataron alegremente.
– ¿Qué pasó valiente? Ahora vamos a ser dos contra uno, ¿verdad?
Sergio apretó un botón tres veces cortas y una larga. El interfón se comunicó y una voz dijo:
– Entra.
Simultáneamente, la cortina de fierro comenzó a levantarse electrónicamente. Sergio dudó un instante antes de gritar:
– ¡No, patrón, no abra, nos agarraron!
Félix se arrojó entre el piso y la cortina y disparó tres veces seguidas. Gastó dos balas; el muchacho rubio y pequeño torció por última vez los labios con el primer balazo y cayó de cara sobre el pavimento mojado. La tercera bala se estrelló contra la cortina de fierro que se cerraba silenciosamente. Félix se levantó en la oscuridad del bodegón de mercancías y caminó hacia la puerta que comunicaba con los espacios públicos del supermercado; lo guió el brillo de las luces fluorescentes más allá de la puerta.
Se apagaron de un golpe antes de que llegara a ellas. Entró en silencio a la vasta caverna oscura y hueca, y sólo pensó que este hangar comercial debía oler a todo lo que contenía pero Félix no olía nada sino una asepsia sobrenatural; el silencio, en cambio, era imposible; la hoquedad del recinto amplificaba cada paso, cada movimiento; Félix escuchó sus propias pisadas y luego una lejana tos.
Se movió a tientas entre los altos estantes; tocó latas y luego jarros y luego gritó:
– Se acabó el juego, ¿me oyes?
El eco retumbó fragmentado y líquido como las ondas de un estanque cuando una piedra choca contra el agua.
– La policía tiene el Mustang. La vieja me entregó la droga. Sergio está muerto allí afuera. Se acabó el juego, ¿me oyes?
Le respondió una bala diabólicamente certera que atravesó una botella junto a la cabeza de Félix. Oyó la ruptura del cristal y por fin olió algo: el líquido derramado del whisky. Se agachó y avanzó doblado sobre sí mismo, casi tocándose las rodillas con la cara; avanzó como un gato pero se dijo que esta era una batalla entre murciélagos en la que llevaba todas las de perder; su enemigo conocía el terreno, era el propietario de la cadena de supermercados. Félix topó contra una barrera y una pirámide de latas se derrumbó; el ruido del metal fue sofocado por la ráfaga de balas dirigidas al lugar exacto del accidente. Félix se tiró boca abajo defendido por un parapeto de mercancías.
– Sigue hablando -dijo la voz-, de aquí no sales vivo.
Félix trató de ubicar el lejano punto de donde venía la voz; era un lugar más alto. Recordó que a veces las oficinas de los supermercados están a un nivel superior desde donde los encargados vigilan el movimiento de los clientes. Se quitó los zapatos. Corrió, derrumbando lo que encontró en su camino, hasta parapetarse pegando la espalda a una estantería opuesta a la única trayectoria posible de las balas de su enemigo: a derecha o a izquierda, pero siempre de arriba hacia abajo y siempre de frente. La ventaja de su rival era también su limitación. Lo cazaba desde un torreón sitiado.
– Lo preparaste todo muy bien. Tomaste la suite bajo un nombre supuesto. Siempre tendrías la excusa de que ibas a una cita galante. No importaba que te vieran. Tenías la mejor coartada del mundo. Estabas con tu mujer. Entraste con ella a las suites de Genova. Se registraron con nombres falsos. Nadie dice nada en un lugar como esos. Su clientela son turistas y parejas de amantes.
Calló y corrió a otro lugar de la tienda; la hebilla del impermeable chocó contra una fila de carros de metal; Félix cayó de bruces y los disparos le pasaron volando sobre la cabeza. Se arrastró hasta el final de la fila de carritos para la mercancía y se despojó del impermeable, lo colocó sobre la barra de conducción del carrito como sobre un gancho y empujó de una patada. La balacera acompañó el breve trayecto del carro de metal por un pasillo, fue a chocar contra una estantería y el fuego se repitió. Félix permaneció donde estaba, guarecido por el estante.
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