Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra
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– Nuestros papás son muy influyentes -dijo con satisfacción y un asomo de amenaza.
– Se me hace que no, si no los protegen por armar un escandalito pinche con unos mariachis frente a un hotel de la Zona Rosa. ¿Entonces para qué sirven las influencias? ¿Para que nos los regañen si comen caramelos antes de la cena?
Sergio volvió a entrecerrar los ojos.
– Ya lo dije. Todos los de la poli son medio pendejos, pero tú eres el mero campeón, cuate. Si no quieres entender…
– Estás bien entrenadito, Sergio. No, no soy de la poli. Soy de la Liga Comunista. Dile a tu papá que se cuide.
Sergio frunció los labios con desprecio.
– Otro día seguimos donde nos quedamos, Lichita. Chao.
Salió chiflando Blue Moon y Licha cerró los ojos colorados de sueño, amor y miedo.
– Quédate, papacho -murmuró.
Abrió los ojos. Félix caminó hasta la puerta con el cuaderno en la mano.
– Ya sabes la verdad. Deja el cuaderno, corazón.
– Me interesan más y más los clientes de don Memo -dijo Félix-. Adiós, Lichita. Deja que salga de esto y te llevo a Acapulco.
– ¿Palabra, santo? No te pido lujos. Prefiero verte a la segura, una vez por semana, nada más.
– ¿Quepo en tus horarios, chata?
– Cabrón. Te dije la verdad. Por ésta.
Se quedó sola con la señal de la cruz sobre los labios.
44
Alcanzó a ver el convertible Mustang color mostaza que arrancaba por la calle de Durango. Tomó nota del número de las placas y lo apuntó en el cuaderno de don Memo, precisamente bajo la fecha del diez de agosto.
Regresó a las suites de Genova y pidió que le subieran al cuarto carne asada, ensalada mixta y café. Estudió largamente el registro del taxista. Tomó el teléfono y pidió la jefatura de policía del Distrito Federal. Denunció el robo de su automóvil, un convertible Mustang color mostaza. Dio el número de las placas.
– Soy el propietario, el licenciado Diego Velázquez, director de precios de la Secretaría de Fomento. No se me duerman.
Le dieron seguridades obsequiosas. Miró su reloj. Eran las tres de la tarde y el sol de la mañana desapareció detrás de las nubes lentas y cargadas. Tenía tiempo y le faltaría energía. Durmió hasta las cinco con la tranquilidad que le faltó la noche anterior. Ahora estaba seguro. Ahora sabía.
Revisó la.44 y se la guardó en la bolsa interior del saco. Caminó de Genova a Niza y se compró un impermeable en Gentry. Cuando salió de la tienda de hombres se desató el aguacero, el tráfico se hizo nudos y la gente buscó refugio bajo los toldos y marquesinas. Se puso el impermeable, una buena trinchera de Burberry's, demasiado nueva para investirlo satisfactoriamente con el papel cinematográfico que su inconsciente le proponía. Sonrió mientras caminaba bajo la lluvia en la dirección del Paseo de la Reforma. Si por afuera pretendía parecerse a Humphrey Bogart, por dentro se sentía, ridiculamente, idéntico a Woody Allen. Recordó a Sara Klein en Gayosso y dejó de sonreír.
Se detuvo a esperar en la esquina de Hamburgo. Le quedaban cinco minutos. Prefirió estar a tiempo. Era el funcionario más puntual de la burocracia mexicana, pero esta vez su cita no era con un subsecretario más o menos amable, sino con un criminal más o menos salvaje.
Al cuarto para las seis, el taxi se detuvo frente a la boutique Cronopios en Niza y pitó insistentemente. El joven Sergio salió sonriendo y despidiéndose de las empleadas del lugar. Abrió la portezuela trasera del taxi y subió. Félix montó detrás de él, sacó la.44 y la apretó contra las costillas del muchacho rubio, pequeño y elegante. Don Memo volteó la cabeza con alarma.
– No te preocupes -le dijo Félix al chofer-. Hay balas para los dos. Depende de cuál quiere morir primero. Vamos a llevar al señorito al mismo lugar donde lo llevas todos los lunes, miércoles y viernes a la misma hora. Un movimiento falso y Lichita se queda viuda.
Un sudor grasoso brotó de la frente plisada de don Memo. No dijo palabra y avanzó como caracol entre el tráfico congestionado de Niza hacia la Avenida Chapultepec. Félix miraba la nuca de don Memo pero no dejaba de apretar la.44 contra las costillas de Sergio.
– ¿Cómo está tu papá? -le preguntó al muchacho.
– Chingando a tu madre -dijo Sergio con los labios mojados y la pupila dilatada.
– No, tendría que ser muy influyente para eso -sonrió Félix-. Los hijos de millonarios no trabajan de dependientes en una boutique de lujo. Sólo logran vestirse como hijos de millonarios. No es lo mismo.
– No vayas a donde siempre, Memo, este tipo es puro jarabe de pico, ya lo conozco…
Félix estrelló el cacho de la pistola contra la boca de Sergio; el muchacho chilló y se hundió en el asiento, limpiándose la sangre de los labios con la mano. El taxi giró a la derecha en Chapultepec y pudo acelerar un poco.
– Si no te rompo la jeta es porque necesito que hables.
– Dame por muerto, cabrón -escupió Sergio.
– ¿Te sientes muy protegido por tu jefe? ¿Qué te da, además de un Mustang prestado para que le borres las pistas cuando andas de mandadero?
– Yo estoy protegido -Sergio sonrió chueco.
– Conocí a un güerito muy parecido a ti. También se sentía muy protegido. Acabó balaceado y tirado como una res en la puerta de un chofer de taxi.
– Yo nomás cumplo -murmuró don Memo-, voy a donde me dicen.
Avanzaron lentamente junto al acueducto colonial de la avenida.
– Ya lo sé -dijo Félix-. Gracias por apuntar tan cumplidamente tus llamadas. Qué chistoso que tres veces por semana al cuarto para las seis recoges a un tal Sergio de la Vega, supuesto niño bien que le lleva serenatas a las turistas gringas.
– De a tiro buey. Ya te lo expliqué. Fue una broma.
– Dos bromas. Una monja llega a pedir ayuda para sus obras de caridad y una banda de muchachos se presentan a cantar serenatas con mariachis. Las dos bromas sirven para crear una distracción en la calle mientras dentro del hotel tiene lugar la tercera broma.
– No sé de qué hablas, cuate.
– Hablo de la broma de tu jefe. La muerte de Sara Klein.
– El nombre no me suena.
– Lo que te va a sonar es un balazo en el riñon.
– Qué miedo. Haré pipí como coladera.
Félix apretó la boca de la.44 contra la nuca del chofer.
– Tu amiguito es muy reservado, Memo.
– Yo no sé nada, jefecito, tembló el viejo parecido a Raimu, a mí nomás me contratan para traer y llevar.
– Memo, los ricos están protegidos, pero a un infeliz como tú lo van a meter de por vida al tambo por complicidad en un asesinato.
– No digas nada, cornudo -dijo Sergio-. El patrón es más fuerte que este pobre diablo. No sabe nada. Nos está blofeando. No le hagas caso. Cambia de camino, te digo.
– Conozco la ruta -dijo tranquilamente Félix-. Don Memo apuntó la dirección. Sé a donde vamos. Sé a quién vamos a ver.
– Para lo que te va a servir. El patrón es influyentazo.
– ¿Como tu papá?
– Chinga a tu madre.
– Te repites, chamaco. A ver si te sigues repitiendo cuando te pongan a sufrir los de la judicial.
– No me hagas reír. ¿Por qué? ¿Por llevar serenata? ¿Por usar una vez placas ajenas? ¿Dónde vives, buey?
– No. Por andar con un coche robado.
– El patrón lo puso a mi nombre.
– Está estacionado frente a tu casa. A estas horas, la policía ya lo ubicó y te está esperando.
Por primera vez, Sergio sudó igual que don Memo.
– De qué te alarmas, Sergito. Probarás que el coche te lo dio tu patrón. No sudes. ¿Qué van a encontrar dentro del coche? ¿Es eso lo que te asusta? ¿Por eso puso tu patrón el coche a tu nombre, para que tú pagues los platos rotos? ¿Así te protege de bien?
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