Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra
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– Tu mujer te había desafiado. Podían ir como amantes a ese hotel, a ver si así lograban excitarse un poco. Pero ella quiso añadirle pimienta al caldo. Te dijo que ya no bastaba ir juntos a un hotel. Ni así la excitabas. Te enfureciste. Te dijo que sólo cuando te ponías celoso le resultabas un poco más atractivo. Pero como te ponías celoso de cualquier cosa, hasta ese resorte se estaba gastando. Tú le contestaste con otro desafío. Le pediste que esa noche en las suites de Genova podía buscar la manera de ponerte más celoso que nunca. Ella se rió de ti y aceptó el desafío. Te dijo que esa misma noche, cuando estuvieran en el hotel, antes de acostarse contigo, se acostaría conmigo. Hasta te dio el número del cuarto donde tendría lugar nuestra cita: el 301. Te pidió que reservaras cuarto en el mismo piso, para estar cerca. Con suerte, así oirías nuestros gemidos de placer.
– Conoces bien a Mary -dijo la voz-. Sigue inventando historias.
– Seguro, Abby -contestó Félix moviéndose sigilosamente contra el estante alto, evitando rozar con la espalda las bolsas de celofán ruidoso-. Mary te dio el número del cuarto de nuestra supuesta cita porque sabía que allí estaba viviendo Sara Klein. Tú también lo averiguaste y caíste en la trampa de tu mujer. Ella quería que lo supieras para que pensaras que su desafío iba en serio, para ponerte a dudar. ¿Estaba yo aprovechando mi amistad con Sara para utilizar su cuarto y darle cita a tu mujer? ¿Por qué no?
Calló y volvió a correr a otro lugar más cercano al nivel alto de la tienda mientras Abby decía:
– ¿Sabes quién le dijo a Mary que Sara estaba viviendo en las suites?
Félix volvió a parapetarse y volvió a hablar:
– No importa. Estoy casado con una judía. Conozco las costumbres de la tribu. Es una malla muy bien tejida; todos saben todo de todos.
– Lo sé -rió Abby-, lo sé de sobra.
– Pero no sabías a quién ibas a matar, si a tu mujer o a mí o a los dos juntos. Tu mente corría por dos rieles paralelos, uno calculador y el otro apasionado. Los desafíos entre tú y Mary son como un juego de ping-pong. Ella te desafió diciendo te que se iba a acostar conmigo bajo tus narices. Tú la desafiaste a tu vez con una pregunta: ¿a qué hora pensaba engañarte? Ella te fijó una hora exacta, riéndose de ti; a las doce en punto, la medianoche, la hora fatal de la Cenicienta, algo así te dijo, es su estilo ¿no?
La voz en el nivel más alto lanzó un mugido de toro herido. Félix disparó por primera vez en dirección de la voz de Abby; era el momento para hacerle saber que también él venía armado.
– Preparaste para las doce y media en punto tus distracciones. Sergio con sus amigos y los mariachis se detuvieron a esa hora frente al hotel y cantaron la serenata. La monja pasó a pedir limosna para sus obras. La policía interrumpió el gallo y le ordenó a Sergio que circulara. Pero tú ya habías logrado lo que querías. El portero recordaría esos dos hechos inusitados. La policía perseguiría dos pistas falsas. Tú estabas protegido. El Mustang traía las placas del taxi. Por lo visto, la policía no las anotó. Una serenata es cosa de todos los días; una broma que interrumpe el tránsito. Sergio dio la mordida de costumbre y no le levantaron infracción. No quedó rastro del Mustang. Y tú estabas seguro de tu gente. Don Memo creyó siempre que era una broma y como nadie lo molestó, se olvidó del asunto. Sergio era tu esclavo, el intermediario de tu negocio de drogas, drogadicto él mismo: te obedecía sin pedir explicaciones. Perfecto; tus aliados eran ciegos y sólo tú sabías lo que te proponías hacer.
– ¿Y la monja? -rió la voz-, ¿sabes quién es la monja?
– No, pero me lo vas a decir, Abby.
– Capaz que sí, porque de aquí no sales vivo.
Agachado, Félix volvió a acercarse al nivel alto. Su pie descalzo topó contra un peldaño. Buscó el refugio más cercano. Sus manos tocaron el vidrio helado de una congekdora. Apoyó el cuerpo contra la superficie fría. Estaba al resguardo de las balas de Abby Benjamín; los escalones ascendían paralelos al costado de la congeladora.
– Poco antes de las doce de la noche, Mary salió en bata del cuarto. Volvió a injuriarte y a seducirte al mismo tiempo. Dijo que iba a verme y que regresaría en media hora a amarte como nunca. Se permitió el lujo de un desafío final: arrojó sobre la cama la llave del cuarto 301.
– Estás muy cerca. Cuidado. ¿Cómo obtuvo Mary la llave del cuarto de Sara?
– No sé pero lo imagino. En ese hotel las normas son muy elásticas. Las gentes se visitan entre sí constantemente y reciben visitas inopinadas a todas horas del día y de la noche. El portero está acostumbrado a eso. Pero la respuesta más obvia debe ser la verdadera: Mary bajó a la administración y tomó la llave extra de Sara del casillero correspondiente. El portero está afuera, de espaldas al vestíbulo. Y el encargado de turno se la pasa dormido o viendo tele en la cocina.
– La conoces bien, cabrón. Tú la desvirgaste. Tú la tomaste antes que nadie. Antes que yo. Un muerto de hambre como tú.
– A ella no le importó. Sólo a los hombres les importa la virginidad de una mujer.
– Tú has sido mi pesadilla, Maldonado. Tú destruiste mi felicidad. Ella saca todos los días tu nombre a relucir, tú su primer hombre, el único hombre, el que de veras la hizo sentir, yo no, ni me acercaba, tú un miserable muerto de hambre…
– Yo iba a ser la víctima esa noche.
– Sí, esa noche me iba a desquitar de diez años que pasaste metido en mi cama, entre mi mujer y yo, invisible…
– Pero cuando abriste la puerta del 301 la pieza estaba a oscuras. Te acercaste a la cama. Todas las suites son idénticas. Tanteaste en la oscuridad. Tocaste un cuerpo de mujer.
Oíste la música de los mariachis en la calle. Ya no te importó que no fuera yo. Era ella. Era Mary. De todas maneras te ibas a desquitar de las humillaciones de tu matrimonio y yo iba a aparecer como el culpable. Ibas a matar dos pájaros de un tiro, Abby. Sacaste tu navaja de afeitar del bolsillo, le tapaste ja boca a la mujer y le rebanaste el cuello.
– Sí.
– Regresaste temblando a tu cuarto y encontraste allí a Mary tirada de la risa sobre la cama. Empezó a decirte que sé había burlado bonito de ti, como siempre, una vez más, te había seguido de lejos en el pasillo, estaba mirándote desde el lavabo del piso, te vio entrar al cuarto de Sara y…
– Sí.
– La sonrisa se le congeló cuando vio la navaja que traías idiotamente en la mano. Imbécil, te dijo, te equivocas siempre.
– Sí.
– Te equivocaste dos veces, Abby. No me mataste a mí. No mataste a Mary. Mataste a Sara Klein. Te equivocaste de víctima, pendejo.
Todas las luces neón del supermercado se prendieron de un golpe. Félix cerró los ojos con un gesto de dolor y asombro.
– Voy por ti, Maldonado. Vamos a vernos las caras.
Los pasos de Abby descendieron muy lentamente los escasos peldaños del mirador a la planta baja.
– Esta vez no me voy a equivocar, Maldonado. Tejiste tu propia soga. Van a encontrar tu cuerpo y el de Sergio juntos, en un basurero mañana por la mañana. El Mustang está a nombre de él. No hay nada que me ligue ni con él ni contigo. ¿Te dolió la muerte de Sara Klein? Entonces nada fue en balde. Me dije que te iba a doler y ya no sentí remordimientos, ¿sabes? Fue como matarte una primera vez. Ahora voy a matarte por segunda vez, Maldonado, antes de matarte por tercera vez. La tercera es la vencida, dicen. Ya no hablarás ni oirás ni te cogerás a las mujeres ajenas. ¿Sabes quién le contó a Mary que Sara estaba en las suites de Genova?
Aplastado contra el congelador, Félix vio aparecer a cuatro metros la punta del zapato de Abby.
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