Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra
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El rostro del Director General se fue perdiendo detrás de los velos del sueño, hasta que sólo dos ojos de vidrio negro brillaron en el fondo de una calavera blanca.
A la una de la tarde, un mozo entró sin tocar y lo despertó. Empujaba una mesa sobre ruedas con un desayuno cubierto por tapaderas de plata, un periódico y un sobre. Salió sin decir palabra.
Diego Velázquez se levantó atarantado, tosiendo y estornudando. Arrimó la mesa a la cama. Bebió el jugo de naranja y destapó el plato humeante de huevos rancheros. Le dio asco y lo volvió a cubrir. Se sirvió una taza de café y leyó la inscripción del sobre, Sr. Lic. Diego Velázquez, Jefe del Departamento de Análisis de Precios de la Secretaría de Fomento Industrial, Hotel Hilton, Ciudad. Sacó la tarjeta que contenía. El Colegio de Economistas de México se complace en invitar a (Ud.) al coloquio que tendrá lugar el 31 de Septiembre a las diez horas en punto en el Salón de Recepciones del Palacio Nacional de México, en presencia del Señor Presidente de la República. Se ruega la más estricta puntualidad.
El periódico venía doblado pero abierto en una página interior. Dentro de un enmarcado negro bajo la estrella de David, se anunciaba el sensible deceso del señor Abraham Benjamín Rosemberg. El sepelio tendría lugar a las cinco de la tarde en el Panteón Israelita. Su esposa, hijos y demás parientes lo participan a ustedes con el más profundo dolor.
Se seguirá el rito hebraico. Se suplica no enviar ofrendas florales.
Diego Velázquez se unió a las cinco al centenar de personas reunidas en la sinagoga del cementerio. Hizo cola para pasar frente al cadáver de Abby Benjamin. El cántico se repetía sin cesar, Israel adenoi elauheinou adenoi echot . Esa mañana habían lavado el cuerpo de Abby, le había cortado las uñas y lo habían peinado, ocultando el hoyo quemado en la cabeza. Lo miró sereno dentro de su sargenes, con el bonete cubriéndole el rostro y el taleth del día de su boda sobre la cabeza y los calcetines de tela ocultándole los pies helados. Sonrió pensando que este hombre era enterrado dentro de un sudario blanco sin bolsas para que no se llevara consigo ninguno de los bienes de este mundo.
La persona que venía detrás de Diego Velázquez lo empujó suavemente para que no permaneciera más tiempo junto al cadáver. Diego se salió de la fila y tomó asiento, en espera de que se iniciara la procesión a la tumba. Vio de lejos la cabeza de Mary, inclinada y velada, en la primera fila de los dolientes. No había flores ni coronas en la sinagoga.
Esperó a que todos saliesen detrás del féretro cubierto por una sábana negra y cargado por diez hombres. Los siguió. Un hombre vestido de negro, con sombrero y barba negros, iba barriendo la tierra detrás del féretro con una escoba. Quizá la había adquirido en uno de los supermercados de la cadena de Abby.
Llegaron ante la tumba abierta. El rabino recitó el Kaddisch junto con Mary cubierta de velos y los hijos del matrimonio. Luego Mary retiró la sábana negra y el féretro descendió a la fosa. Se detuvo con un golpe seco primero, en seguida encontró acomodo en el lodo de las intensas lluvias de ese verano. Mary tomó un puñado de tierra y lo arrojó sobre el féretro. Los asistentes la suplieron para cubrirlo con paletadas vigorosas.
Cuando la tierra sofocó por completo la tumba, el rabino carraspeó e inició el elogio de Abby Benjamin. Sólo entonces Mary se levantó los velos oscuros y sus ojos de destellos dorados brillaron más que el sol plateado de la tarde sin lluvia. Dios, al último momento, fue misericordioso con Abby. El cielo no lloró. El Dios de Israel sólo es piadoso cuando es duro.
Mary buscó los ojos de Diego Velázquez.
El hombre y la mujer se miraron largo tiempo, sin escuchar el elogio del rabino.
Mary le sonrió a Diego, se pasó la lengua por los labios pintados pálidamente y entrecerró los ojos color violeta. No se movió, pero su cuerpo seguía siendo el de una pantera negra, lúbrica y ahora perseguidora, hermosa porque se sabe perseguidora y lo demuestra. A pesar del vestido negro abotonado hasta el cuello, Diego pudo imaginar el escote profundo del brassiére y el lubricante entre los senos para que brillara mucho la línea que los separaba.
Le dio la espalda a Mary y salió caminando lentamente del cementerio.
49
Bajó a las nueve de la mañana, cruzó el vestíbulo del Hilton y caminó hasta el islote de pasto y cemento frente al University Club para esperar un taxi. Era la hora más mala. Taxi tras taxi, repletos, pasaron sin detenerse, sin hacer caso del dedo índice levantado de Diego.
Esperó diez minutos y finalmente un taxi amarillo se salió de la fila ordenada de peseros y se metió un poco a la fuerza, pitando. Diego lo detuvo y subió a la parte de atrás. Este taxi no llevaba un solo pasajero. El chofer trató de pescar la mirada de Diego por el retrovisor, le sonrió pero Diego no tenía ganas de hablar con un chofer de taxi.
A la altura del Hotel Reforma detuvo el taxi una muchacha, vestida de blanco, una enfermera. Llevaba en las manos jeringas, tubos de ampolletas envueltas en celofán. Diego se corrió a la izquierda para dejarle el lugar a la derecha. Se sentía agripado y le hubiera gustado pedirle a la muchacha una inyección de penicilina.
Poco antes de llegar al Caballito, frente al restaurante Ambassadeurs, subieron tranquilamente dos monjas. Diego supo que eran monjas por el peinado restirado, el chongo, la ausencia de maquillaje, las ropas negras, las cuentas y los escapularios. Prefirieron subir a la parte delantera, con el chofer. Éste las trató con gran familiaridad, como si las viera todos los días. Hola hermanitas, qué se traen hoy, les dijo.
El taxi estaba detenido por una prolongadísima luz roja. Un hombre fugaz e indescrito trató de subir detrás de las monjas, pero el chofer negó con la mano y arrancó, desafiando la luz roja.
Maniobró para frenar un instante junto al puesto de periódicos de Reforma y Bucareli, evitando la infracción. Se encendió la luz preventiva y en el momento en que el taxi se disponía a arrancar, llegó corriendo un estudiante con los brazos cruzados sobre el pecho, ligero con sus zapatos tennis, a pesar de la cantidad de libros que cargaba; le siguió una muchacha surgida detrás del puesto de periódicos. Subieron atrás y la enfermera tuvo que arrimarse a Diego, pero ni lo miró ni le dirigió la palabra. Diego no le prestó importancia.
El chofer se salió de la fila reglamentaria para los taxis y corrió con cierta velocidad hacia San Juan de Letrán, donde volvió a incorporarse, con dificultad, como frente al University Club, a la cadena de peseros. En la esquina con Juárez, frente a Nieto Regalos, estaba una mujer gorda, con vestido de percal y una canasta al brazo. Hizo seña para que el taxi se detuviera. El chofer frenó porque la luz cambió del amarillo al rojo.
La señora metió la nariz por la ventanilla y pidió que la dejara subir, todos los taxis iban llenos, iba a llegar tarde al mercado, los pollitos se iban a tatemar de calor, sea gente. No señora, contestó el chofer, no ve que voy lleno. Arrancó para meterse en la estrechez de Madero. La mujer de la canasta quedó atrás amenazando con el puño, la voz ahogada por el rumor ascendente del tránsito.
– ¿Por qué no la dejó subirse? -dijo Diego rodeado del silencio de los demás pasajeros.
– Perdone, señor -dijo sin perturbarse el chofer-, pero voy lleno y me levantan multa los moderlones. Nomás eso esperan para aprovecharse de uno.
Diego recorrió con su mirada las de la enfermera, el estudiante, la novia con la cabeza de rizos cortos y las dos monjas que se voltearon para verlo. La incomprensión y la frialdad se alternaban en esos ojos distantes, enemigos.
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