Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra
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Félix no quiso decir decir nada. Llegaba vacío al final de una aventura en la que no sabía si actuó de acuerdo con una voluntad, propia o ajena, o si sólo fue objeto ciego de movimientos azarosos que no dependían de la voluntad de nadie.
El Director General le palmeó la rodilla:
– Bernstein debe haberle dado sus razones. No abundaré en las mías. Debe usted pensar lo mismo que el pobrecito de Simón, usted es mexicano, ¿qué le va ni le viene todo esto? Se trata de cumplir un encargo y ya, ¿cómo? Pero sus amigos tienen razón. El petróleo mexicano será una carta cada vez más importante en una situación de guerra permanente en el Mediterráneo oriental. De allí, ¿cómo?, todos nuestros esfuerzos. Es inútil aislarse, señor licenciado. La historia y sus pasiones se cuelan por la rendija universal de la violencia. ¿Estudió usted a Max Weber? El medio decisivo de la política es la violencia. Y como todos, personalmente, poseemos una dosis más o menos amaestrada de violencia, el encuentro es fatal; la historia se convierte en justificación de nuestra violencia escondida. Dirá usted que habló por mí. Piénselo. En este momento se siente exhausto y quiere dar por terminado todo esto. Lo entiendo. Pero le exijo que se pregunte si no queda en usted una reserva personal de violencia, totalmente ajena a la violencia política que le circunda, y que se propone aprovecharla para averiguar lo único que sólo usted puede averiguar, ¿cómo?
Félix y el Director General se miraron largamente en silencio; Maldonado sabía que su propia mirada era algo vacío, opaco, sin comunicación; los espejuelos del Director General, en cambio, brillaban como dos estrellas negras en el seno negro del viejo Citroën.
– Vamos -sonrió el Director General-, creo que llegamos. Perdone mi palabrería. En realidad, sólo deseaba decirle una cosa. La crueldad siempre es preferible al desprecio.
Corrió una de las cortinillas del automóvil y Félix pudo ver que se acercaban al puente de piedra de Chimalistac. El alto funcionario volvió a reír y dijo que los españoles habían aprendido de los árabes que la arquitectura no puede estar en pugna con el clima, el paisaje o las almas. Lástima, añadió, que los mexicanos modernos hayan olvidado esa lección.
– Toda la ciudad de México debía ser como Coyoacán, de la misma manera que toda la ciudad de París, en cierto modo, es similar a la Place Vendóme, ¿cómo? Hay que multiplicar lo bello, no aislarlo y aniquilarlo como por desgracia hacemos nosotros.
El auto se detuvo y el tono del Director General volvió a la sequedad hueca.
– Descanse. Repose. ¿Sí? Cuando se sienta bien, regrese a su oficina. Le esperamos. Es el mismo cubículo de antes. Maleníta le aguarda ansiosa. Pobrecita. Es como una niña y necesita un jefe que sea como su papá. Le cobrará la quincena puntualmente, sin que necesite usted desplazarse y hacer colas. Y cada mes, pase a ver a Chayito mi secretaria. Las compensaciones no pasan por la contaduría pública del ministerio.
Abrió la puerta e invitó a Félix a descender.
– Baje, licenciado Velázquez.
– Hay una cosa que no me ha explicado. ¿Por qué me dijo en la clínica que Sara Klein había asistido a mi sepelio?
La mirada del Director General pareció por un segundo ciega como la arena. Luego suspiró.
– Recuerde mis palabras. Dije que Sara Klein también acudió a la cita con el polvo. En este carnaval de mentiras, señor licenciado, admita al menos una verdad metafórica, ¿cómo?
Brilló el anillo matrimonial de este hombre de vida privada inimaginable. Se le ocurrió a Félix que las ocho mujeres de Barba Azul, incluyendo a Claudette Colbert, no tenían nada que envidiarle a la señora del Director General.
– Baje, licenciado Velázquez. Yo voy a seguir. Y dígale a su amigo Timón de Atenas que recapacite en las palabras de Corneille, con algunos cambios toponímicos. Rome a pour ma ruine une hydre trop fertile; une tete coupée en fait rendtre mille. 58¿Ve usted? Yo también tengo mis clásicos.
58. Para mi ruina reserva Roma una hidra demasiado fértil; de una cabeza cortada habrán de renacer mil. Cinna, iv, 2, 25.
Félix descendió sin darle la mano. Pero desde la banqueta introdujo las dos manos abiertas en el auto, mostró las palmas con sus signos de vida, fortuna y amor cerca de los espejuelos ahumados del Director General y le dijo con saña:
– Mire. Hay algo que se les olvidó. Tengo mis manos. Tengo mis huellas digitales. Puedo probar quién soy.
El Director General evitó esta vez la risa seca y alta.
– No. También pensamos en eso. Nos reservamos para la próxima vez rebanarle las yemas de los dedos, señor licenciado. Siempre hay que tener un as en la manga. La crueldad debe ser gradual. Pero estoy seguro de que no se expondrá más a nuestra cirugía, ¿cómo?
Cerró la puerta y el Citroën arrancó. Félix estaba frente a la puerta de mi casa en Coyoacán.
LA GUERRA CON LA HIDRA
38
Cuanto llevo dicho es el informe, lo más detallado posible, de lo que Félix Maldonado me contó durante la semana que pasó, recuperándose, en mi casa. Le he dado un cierto orden, pues él me entregó su narración en fragmentos discontinuos, como opera en realidad la memoria. Y la memoria de Félix, ya me lo había dicho por teléfono, tenía algunos derechos. La mía también.
He transcrito con toda fidelidad sus sensaciones del momento, sus descripciones de lugares y personas, los hechos y las conversaciones, así como las escasas reflexiones internas suscitadas por todo ello. Algunos -acaso demasiados- comentarios laterales son exclusivamente míos.
Me doy cuenta, a medida que Rosita pasa mis notas a máquina, de que he reunido cerca de doscientas cuartillas. La muchacha de la cabecita de borrego es una excelente taquimeca, pero las tareas de secretariado no le gustan, las siente por debajo de su dignidad de Mata Hari en potencia. Su novio Emiliano es mucho más dócil, está dispuesto a aprenderlo todo y lee con muchísima atención las páginas que Rosita transcribe.
El caso que convendremos, con el triple agente Trevor-Mann, en llamar la Operación Guadalupe, amerita esa curiosidad. Fue el primero de nuestra embrionaria organización de inteligencia secreta. Las lecciones de esta experiencia piloto habrían de resultarnos de suma utilidad para el futuro.
Conocí bien a Félix Maldonado hace unos quince años, cuando los dos realizamos estudios de post-grado en la Universidad de Columbia en Nueva York. A pesar de ser compañeros de generación, no nos tratamos en la Escuela de Economía de la Universidad de México. Nuestra mal llamada «máxima casa de estudios» no favorece ni los estudios ni la amistad. La ausencia de disciplina y normas de selección impide aquéllos; la plétora indiscriminada de una población de doscientos mil estudiantes dificulta ésta.
Además, las diferencias sociales alejan a los alumnos ricos de los pobres. Yo llegaba en automóvil propio a la Ciudad Universitaria; Félix, en camión. Ni los ricos como yo deseábamos fraternizar con los pobres como Félix, ni ellos con nosotros. Se creaban demasiados problemas, lo sabíamos bien. Ellos se sentían avergonzados de invitarnos a sus casas, nosotros incómodos de su incomodidad en las nuestras. Nosotros pasábamos los fines de semana en las casas privadas de Acapulco; ellos, con suerte, llegaban al balneario de Agua Hedionda en Puebla. Nuestros bailes eran en el Jockey Club; los de ellos, en el Salón Claro de Luna.
Había también el problema de las muchachas. No deseábamos que nuestras hermanas o primas se enamoraran de ellos; ellos, aunque en esto no los secundaran sus padres, tampoco querían que las suyas les fueran birladas por los juniors millonarios como yo.
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