Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra
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– ¿Quién va a pagar las sábanas y el colchón manchados? -dije groseramente y los dejé solos.
Caminé hasta San Patricio; Félix no iba a rezar por su madre.
Durante los dos últimos meses de nuestra vida común en Nueva York ni él ni yo volvimos a colocar la pancarta en la puerta.
Regresamos juntos a México y prometimos vernos muy seguido, canjeamos números telefónicos y nos separamos. Todos nuestros intentos de proseguir la relación de intimidad fracasaron. Félix entró a trabajar a Petróleos Mexicanos; sus antecedentes familiares y su maestría en Columbia le facilitaron las cosas. Yo reingresé a mi círculo social y empecé a hacerme cargo de los negocios de mi padre. Supe que Félix frecuentaba mucho a la colonia judía. Sara Klein se había ido a vivir a Israel, pero Félix anduvo con Mary, luego la muchacha se casó con un comerciante judío y Félix con otra muchacha judía llamada Ruth.
Yo tuve suerte en los negocios y al morir mi padre los incrementé, pero la compensación de mis esfuerzos me parecía vana. Los dos años en Columbia, la amistad con Félix, mi amor por la literatura inglesa, me hacían ver con una perspectiva deplorable al mundo de los burgueses mexicanos, ignorantes y orgullosos de serlo, dispendiosos, voraces en su apetito de acumular dinero sin propósito ulterior, ayunos de la menor dosis de compasión social o de conciencia cívica. Los medios oficiales con los que forzosamente trataba no me depararon mejor opinión; la mayor parte de los funcionarios pugnaba por saquear lo suficiente en seis años para luego acomodarse en los círculos burgueses y vivir, actuar y pensar como ellos.
Los dos aspectos de mi vida se trabaron en el matrimonio de mi hermana Angélica, dueña de todos los vicios de nuestra clase, con Mauricio Rossetti, propietario de todos los defectos de la suya: un aristócrata empobrecido que hacía carrera en la burocracia. Imaginé que Félix habría salvado a mi hermana de una vida idiota en la que derrochaba su parte de nuestra herencia para humillar a su marido al mismo tiempo que lo acicateaba para que aprovechara la corrupción a fin de redimirse de la humillación. No sé si, muy dentro de mí, le guardé un imposible rencor a Félix por no haberme buscado y, con suerte, enamorado a Angélica, salvado a Angélica…
Cultivé a las excepciones que encontré, algunos abogados, economistas, funcionarios y hombres de ciencia inteligentes, honrados y sobre todo preocupados por el destino de un país que no tenía por qué estar destinado a la pobreza, la corrupción y la tontería. Compré una vieja casona en Coyoacán. La llené de mis libros, las pinturas que empecé a adquirir, la música que cada vez, convencido de que mi soltería no tenía remedio, amaba más. Mis negocios, casi por inercia, marchaban bien y yo era considerado eso que se llama un empresario nacionalista.
En realidad, detrás de las apariencias de mi vida siempre tenía presentes unas conversaciones en un pequeño apartamento con vista al Hudson, cuando un joven estudiante de economía me contaba lo que pasó el día en que fue concebido.
Ese día, los mexicanos se miraron a la cara.
Mi constante recuerdo de Félix se convirtió, poco a poco, en necesidad de volverle a ver durante los meses primero y luego los años que siguieron a la crisis política y económica de octubre de 1973. La guerra del Yom Kippur y el embargo petrolero de los países árabes coincidió con la ubicación de un cuadrilátero con veinte mil millones de barriles potenciales escondidos a 4.500 metros bajo las tierras de Tabasco y Chiapas.
No fue difícil para el dueño de una gran empresa petroquímica percibir los signos de peligro, calibrar por igual la avaricia que provocaban los grandes mantos petrolíferos mexicanos y el papel que semejante reserva podría jugar en caso de una crisis internacional. Pude averiguar cosas que parecían muy simples: las idas y venidas de nuestro antiguo profesor Bernstein con el propósito ostensible de reunir fondos para Israel, los contactos que establecía, las preguntas que formulaba; la relación del Director General de la Secretaría de Fomento Industrial con los diplomáticos y jerarcas de los países árabes. Las indiscreciones de mi hermana Angélica me fueron preciosas. No las necesité para comprobar personalmente las presiones ejercidas sobre mi propia empresa para asociarla con compañías transnacionales y acoplarla a proyectos que acabarían por arrebatarnos el dominio sobre nuestros recursos.
Imaginé el día en que los mexicanos dejaríamos de mirarnos a la cara.
39
Volví a establecer contacto con Félix. Le di cita una tarde en mi casa de Coyoacán. Nos comparamos físicamente, después de trece años de no vernos. Él era el mismo, morisco, viril, muy parecido al autorretrato de Velázquez, alto para ser mexicano. En cambio, mi aspecto había cambiado bastante.
Relativamente bajo de estatura, con una cabeza demasiado grande para mi cuerpo pequeño y esbelto, la calvicie acentuaba mi pequenez; intentaba compensar la alopecia con un bigote ancho, negro y grueso.
Le expliqué en términos muy generales de qué se trataba. No entré en demasiados detalles. No deseaba prejuiciado en exceso; además, sabía que sólo los incidentes personales motivaban la acción de Félix Maldonado y no los argumentos políticos abstractos: el petróleo era la vida de su padre, no una ideología determinada. Me recordó que era judío converso, aunque no practicante, para darle gusto a su mujer. Me preguntó si nunca me había casado; me había perdido la pista por completo. No, yo era un solterón de treinta y ocho años. Quizás algún día.
Establecimos un código simple, las citas de Shakespeare; alquilé el cuarto en el Hilton como una especie de panal al que acudirían abejas de distinta estirpe y allí plantamos muy cuidadosamente los documentos falsos pero con todas las apariencias de verdad. Félix se quejó.
– Me has dado muy pocos nortes. Temo equivocarme.
– Es mejor así. Sólo tú puedes cumplir esta misión. Cuando algo te sorprende, siempre reaccionas con imaginación. Si no, actúas rutinariamente. Te conozco.
– Entonces me considero libre de proceder como mejor lo entienda.
– De acuerdo. Nuestra premisa es que carecemos de información o de proyectos para contrarrestar las ambiciones que nos amenazan. Vamos a actuar solos, sin más elementos que los que merezcan nuestra confianza y sin más recursos que los de mi propia fortuna.
Me miró de una manera extraña; a veces la memoria desdeña su nombre verdadero y se nubla de emociones que no son sino recuerdos.
– Qué bueno volverte a ver.
– Sí, Félix, qué bueno.
– Fuimos muy buenos amigos, amigos de veras, ¿no es cierto?
– Más que eso. En Columbia nos llamaban Castor y Pólux.
Aproveché el momento e intenté un primer acercamiento personal; lo acompañé de un acercamiento físico, de intimidad, rodeando su espalda con mi brazo, esperando algún temblor que delatara su emoción.
– Tengo prejuicios -me dijo-. Estoy casado. Con una chica judía. Tengo muchas relaciones en ese medio.
Retiré mi brazo.
– Lo sé perfectamente. También sé que el gerente inglés de Poza Rica le daba la espalda a tu padre cuando lo recibía.
– Eso no puede volver a suceder.
Lo miré con una gravedad triste que intencionalmente mezclaba las relaciones personales con las profesionales.
– Te equivocas.
– Pero sabes que yo haré cualquier cosa para que no pueda volver a suceder, ¿verdad?
Contesté indirectamente a su pregunta; el chantaje sentimental al que lo sometía debía quedar implícito.
– Escucha esto.
Acaricié las teclas de la grabadora de bolsillo que siempre guardo en el interior de mi saco; apreté una de ellas y se escuchó mi voz sin que yo dijera palabra. Félix me miró sin más asombro que el que merecería un ventrílocuo de cabaret, hasta que otra voz, con grueso acento norteamericano, contestó a la mía:
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