Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra

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En La cabeza de la hidra (1978) ensaya una novela policiaca con un tema histórico mexicano, Una familia lejana (1980) se enraíza en la fantasía y en la historia, relaciona varios continentes, diversos niveles de historicidad (el mundo prehispánico) y tradiciones literarias.

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– No te separes todavía, no te levantes, por favor, no vayas al baño como todos los mexicanos -le pidió Mary.

– ¿Cuándo estuviste antes aquí? ¿Con quién? Mary sonrió dócilmente.

– Te vas a reír de mí. Estuve con mi marido.

– ¿No tienen camas de este tamaño en su casa?

– Llevábamos mucho tiempo sin acostarnos juntos. Me propuso que nos encontráramos aquí, como dos amantes, en secreto. Eso nos excitaría como antes, dijo.

– ¿Sirvió de algo?

– De nada. Abby me repugna. Es un asco peor que físico porque lo que verdaderamente me fastidia son el tedio y la falta de celos. Eso es peor que el asco de su cara siempre cortada porque se rasura mal con una navaja vieja de su abuelito.

– ¿Él no siente celos de ti?

– No. Yo no siento celos de él. Él sí. Me hace escenas, pero hasta eso me aburre. Hay que tener tantita imaginación para ser celoso y excitarme con los celos. A él le falta hasta eso. Debiste casarte conmigo, Félix. Ruth es demasiado gris para ti. Conmigo hubieras triunfado, te lo aseguro. Además, tenías todos los derechos. Tú me quitaste la virginidad.

– ¿Le has dicho eso a Abby?

– Es una de mis armas, con eso lo pico y pierde los estribos. Es un pendejo, rico pero pendejo. Sabe que jamás lo dejaré porque tenemos cuatro hijos, está forrado de lana y ya me acostumbré a golfear a mi gusto y sin consecuencias pero lo vuelve loco que le hable de un triste burócrata como tú, que ni a condominio en Acapulco llega. Lo desafío a que me dé algo más que montones de lana y como no sabe hacerlo, se muere del coraje.

– Qué bueno servirte de pretexto, Mary.

– No son más que defensas para entrarle sin traumas a la cuarentena. Qué quieres. Tú coges muy bien. Me gustó el revolcón. Tecnicolor y pantalla ancha.

– Podemos repetir la función. La entrada es gratis.

– No. El boleto cuesta caro y hoy lo pagamos los dos.

Fue ella la que se levantó primero y caminó hacia el baño.

– El otro día en mi aniversario de bodas me dijiste que sólo te gustaba tocarme pero sin deseo. Hoy sentí que sí me deseabas. Y eso no me gustó, porque la función ya no fue gratis, como antes. Prefería que me cogieras sin desearme y no como hoy, porque deseabas otras cosas y yo nomás fui tu pretexto.

Félix se sentó al filo de la cama.

– Eso lo pagué yo, en todo caso. El deseo no es algo barato.

– El rencor tampoco, Félix. Sólo vine para insultar a otras mujeres. Dijiste sus nombres cuando te venías. Ni creas que me ofendiste. Sólo a eso vine. A humillar a la infeliz de Ruth y a decirle a tu maravillosa Sara que está muerta mientras yo cojo contigo.

Entró al baño y cerró la puerta.

Félix la condujo hasta la puerta de las suites de Génova a las dos de la mañana. El portero les abrió y ella dijo que tenía el auto en un estacionamiento de la calle Liverpool, caminaría, no quería caminar con Félix por la calle a estas horas. Félix le contestó que andaban sueltos muchos júniores borrachos en convertibles por la Zona Rosa, a veces llevaban mariadús y daban serenatas frente a los hoteles, para seducir a las gringuitas pero Mary no dijo nada.

Se besaron en las mejillas, indiferentes al indio viejo que tiritaba de frío, envuelto en un sarape gris, junto a la puerta de cristal entreabierta.

– Diez años es mucho tiempo, Félix -le dijo cariñosamente Mary-. Lástima que tengamos que esperar otros diez, hasta que se nos salga toditito el veneno del cuerpo. Pero para entonces ya estaremos medios machuchos.

– ¿Sabes algo de mi muerte? -preguntó Félix con una sonrisa chueca y las manos sobre los hombros de Mary, obligándola a girar para que el portero la viera bien.

– Ya viste que no te pregunté nada.

– Me reconociste.

– ¿Tú crees? No, señor Velázquez. Eso fue lo bueno de esta aventurita. No sé si me acosté con un impostor o con un fantasma. Todo lo demás no me interesa. Chao.

Se fue caminando como una pantera negra, lúbrica y perseguida.

– ¿Es la monja? -le preguntó Félix al portero.

– No. La religiosa tenía otra cara.

– ¿Pero has visto antes a esta mujer?

– Eso sí.

– ¿Cuándo?

– Estuvo aquí a pasar la noche hace ocho días.

– ¿Sola?

– No.

– ¿Con quién?

– Un señor patilludo y bigotón, con la cara como jitomate.

– ¿Recuerdas la fecha?

– Cómo no, señor. Fue la misma noche que se murió la señorita en el 301. Cómo voy a olvidar.

35

A las diez en punto de la mañana, Félix Maldonado mordía con cara de deber religioso un bagel con salmón ahumado y queso crema cuando Rosita entró al Café Kinneret.

Félix no tuvo tiempo de asombrarse ni de la ausencia de Emiliano ni del extraordinario atuendo de la muchacha. En vez de sus eternas minifaldas y medias caladas, que le daban un aire pasado de moda sin que ella lo sospechase o quizá era intencional, de todos modos las modas llegaban con retraso a México y entre que se estrenaban en las Lomas de Chapultepec y percolaban para instalarse en la Colonia Guerrero pasaban lustros y Ungaro ya inventando líneas siberianas o manchús, la muchacha con cabecita de borrego negro traía puesto un hábito de penitente carmelita, burdo, ancho, largo y con muchos escapularios colgándole sobre las bubis por primera vez escondidas.

Se había lavado la cara y entre las manos traía un velo negro, un misal y un rosario blancos.

Rosita tampoco le dio tiempo a Félix de hablar.

– Pícale, Feliciano. El taxi está esperando afuera.

Félix dejó un billete de cien pesos sobre la mesa y siguió a la muchacha a la esquina de Genova y Hamburgo. Abordaron el taxi. Félix buscó la cara del chofer en el retrovisor. No era don Memo de grata memoria.

– El Maestro no tomó el avión -dijo Rosita cuando el taxi se puso en marcha.

– ¿Dónde está?

– No te angusties. Emiliano lo anda siguiendo desde que salió de su casa.

– ¿Iba con retardo?

– Mucho. Nunca hubiera pescado el avión.

– ¿A dónde vamos?

– Pregúntale al chofer. ¿A dónde irías tú, Feliciano? -sonrió Rosita con su cara más mustia.

– A la Villa de Guadalupe -dijo Félix en voz alta.

– Cómo no, señor -contestó el chofer-, ya me lo dijo la señorita, al santuario de la morenita, más rápido no puedo ir.

Rosita no se regodeó en su triunfo. Fingió una piadosa lectura del misal y Félix observó la imagen de la Virgen de Guadalupe metida dentro de un huevo de cristal que se columpiaba suspendido cerca de la cabeza del taxista. Estalló en carcajadas.

– ¿Sabes una cosa, chatita? Cuando los conocí me dije que el jefe se rodeaba de asistentes bien raros.

– Cómo no, Feliciano -dijo Rosita sin levantar los ojos del misal y tendiéndole el rosario a Félix-. ¿Ves que bien ensartadas están las cuentas? No hay cabo suelto.

Se abrieron paso entre la multitud cotidiana que llega de todas partes de México al sitio que junto con el Palacio Nacional pero acaso más que la sede de un poder político más o menos pasajero es el centro inconmovible de un país fascinado por su ombligo, quizás porque su nombre mismo significa ombligo de la luna, angustiado por el temor de que el centro y sus cimas, la Virgen y el señor Presidente, se desplacen, se larguen enojados como la Serpiente Emplumada y nos dejen sin la protección salvadora que sólo nos dispensan esta mamá y este papá.

Caminaron entre los penitentes que avanzaban con lentitud, muchos de rodillas, con los brazos abiertos en cruz, precedidos por muchachillos sin empleo que les iban colocando hojas de revistas y periódicos ante las rodillas para que se rasparan menos y con la esperanza de ganarse unos pocos centavos, otros con coronas de espinas y pencas de nopal sobre el pecho, muchísimos curioseando porque había que visitar a la Virgen aunque no hubiera cumplido lo que le pidieron allá en Acámbaro, Acaponeta o Zacatecas, novios bebiendo pepsis y familias fotografiándose sobre telones pintados con la imagen de la Virgen y el humilde tameme al que se le apareció, danzantes indígenas con chirimías, penachos de plumas y huaraches con suela de llantas Goodrich, vendedores de estampas, medallas, rosarios, misales, veladoras; Rosita adquirió rápidamente una veladora amarillenta de mecha corta y Félix entró antes que ella al platillo volador anclado en el centro de la plaza, la nueva Basílica de cemento y vidrio que sustituía a la pequeña iglesia de roja piedra volcánica y torres barrocas que se estaba hundiendo a un lado, como un pariente pobre.

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