Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra
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Emiliano los vio entrar y movió enérgicamente la cabeza hacia el altar y la pintura de Nuestra Señora de Guadalupe milagrosamente impresa sobre el sayal de un indio crédulo que con su fe de floricultor azteca rendida ante la evidencia de un manojo de rosas en pleno diciembre convirtió de un golpe al cristianismo a los millones de paganos sometidos por la conquista española y hambrientos más que de dioses de madre; Madre pura, Madre purísima, canturreaban los miles de fieles humildes como el primer creyente en la Virgen Morena, Juan Diego, modelo secreto de todos los mexicanos: sé sumiso o finge serlo y la Virgen te cubrirá con su manto, ya no tendrás frío ni hambre ni serás el hijo de la puta Malinche sino de la inmaculada Guadalupe.
Bernstein estaba hincado frente al altar. Prendió una vela y se acercó arrodillado a un tablero lleno de exvotos pintados a mano, mandas cumplidas, gracias por salvarme cuando el Flecha Roja se fue por un barranco en Mazatepec, gracias por devolverle el habla a mi hermanita muda de nacimiento, gracias por haberme dado el gordo en la lotería, lleno también de ofrendas a la Virgen, medallitas, corazones de Jesús de plata y de hojalata, anillos, pulseras, cordones. Cuando Bernstein alargó la mano para recoger el anillo que colgaba de un ganchito entre las demás ofrendas, Félix le detuvo el brazo gordo y fofo.
– No lo reconocí sin su gorrito y su Talmud -dijo Félix. Bernstein crispó los dedos, rozando el anillo de piedra blanca como el agua.
– Bienvenido a nuestro Baubourg sagrado, Félix -contestó con humor nervioso el profesor-. Y suéltame. No estamos solos.
– Ya lo veo. Debe haber tres mil personas aquí.
– Y una de ellas se llama Ayub. Suéltame, Félix. Tú eres judío como yo. No te pases a nuestros enemigos.
– Mi enemigo es el asesino de Harding.
– Fue el cambujo. Le dije que no quería sangre. Negro imbécil.
– El capitán era un hombre bueno, doctor.
– No cuenta, Félix, se juega algo más importante.
– No hay nada más importante que la vida de un hombre.
– Ah, por fin encontraste a tu padre. Llevas años buscandolo, desde que te conozco. Yo, y por eso te hiciste judío, Cárdenas, y por eso defiendes el petróleo, el Presidente en turno, y por eso te hiciste burócrata…
– Y usted encontró a su madrecita guadalupana, ¿no es cierto?
– Suéltame…
La cara de helado de vainilla de Bernstein se derretía hacia la coladera de una sonrisa misteriosa. Una penitente carmelita se acercó de rodillas al retablo de los milagros, canturreando y santiguándose repetidas veces, con un velo negro sobre la cabeza y una veladora prendida en la mano. Cesó de santiguarse para tomar el anillo, sin dejar de canturrear Oh María Madre mía oh consuelo del mortal, y enterrarlo en la cera de la veladora, amparadme y llevadme a la corte celestial, canturreó Rosita, se levantó y se fue caminando con la cabeza baja y la veladora en la mano.
Bernstein se zafó de Félix con una fuerza desesperada; no se libró del empujón de Maldonado que lo lanzó como una pelota desinflada contra la multitud que se acercaba constantemente al altar, presionando en sentido contrario al de la trayectoria incontrolada del profesor; Bernstein fue a estrellarse contra el ataúd de cristal de un Cristo yacente: la cara y las manos de cera bañadas en sangre; el cuerpo cubierto por un manto de terciopelo y oro.
El desconcierto de los fieles se convirtió en amenaza muda; Bernstein estaba tirado de espaldas contra el ataúd de vidrio quebrado por el golpe, el vidrio rajado parecía una herida más en el cuerpo santo, los ojos negros, velados, bovinos miraron con odio los ojos de náufrago de Bernstein, claros como la piedra del anillo que se alejaba enterrado en cera, las mujeres enrebozadas, los hombres con camisolas blancas, los niños de overol que se agolpaban en busca de la imagen bienhechora de la Virgen y encontraban en su camino a un extranjero gordo, confuso, que profanaba el altar, la muerte del hijo de la Virgen.
Félix miró la transformación instantánea de las máscaras de fe, devoción y bondad sumisa en algo que era el rostro de la violencia, el terror y la soledad reunidas en el momento en que varias manos le tomaron de los hombros y los brazos; olió el perfume de clavo y la voz de Simón Ayub le dijo al oído, caliente y aromática:
– Te dije que me debías el descontón, pendejo.
Un coro de voces autoritarias, los Caballeros de Colón vestidos con frac y los tricornios emplumados bajo los brazos, entonó somos cristianos somos mexicanos guerra guerra contra Lucifer.
36
«Así serás bueno, pinche enano», logró decir Félix amarrado a la silla frente al reflector que le calcinaba los ojos forzadamente abiertos por los dos palillos de dientes quebrados a la mitad y enterrados en los párpados antes de que Ayub lo silenciara con otra bofetada sobre la boca sangrante y los dos gorilas apestosos a cerveza y cebolla lo relevaran nuevamente para golpear el vientre de Félix, patearle las espinillas, hacer que la silla cayese y luego seguir pateándole los riñones y la cara untada sobre el cemento frío de esta pieza desnuda de todo menos esa silla, ese reflector y esos hombres.
Los gorilas se cansaban pronto y regresaban a empinarse sus dosequis y morder sus tortas compuestas. Félix no veía nada porque veía demasiado con los ojos empicotados y la mirada se le llenaba de nubarrones, la boca de sangre, las orejas de zumbidos que le impedían escuchar bien la cantinela entre quejumbrosa y desafiante de Ayub. Despojada de su tono de autocompasión y sus interjecciones más brutales, las palabras de Ayub se reducían a informar que él nació en México y se sentía mexicano, pero sus padres no. Tuvieron que regresar a Líbano porque querían morir donde nacieron. Se llevaron a la hermana de Simón. La muchacha se hizo militante falangista y cayó en manos de los guerrilleros de Líbano. Los viejos la buscaron y fueron a dar a una aldea de musulmanes. Allí los tenían prisioneros a los tres.
– El D. G. lo dijo en el hospital, me tienen cogido de los güevos, haces lo que te decimos o te mandamos las cabezas de tu papi, tu mami y tu hermanita, viejos tarugos, se hubieran ido solos, no con mi hermana, ¿cómo la iban a dejar aquí, a los catorce años, la edad más peligrosa?, tú eres mexicano como yo, yo sólo quería ser mexicano, tranquilo, ¿para qué te andas metiendo en lo que ni te va ni te viene?, todos te dicen lo mismo, los palestinos y los judíos, esa tierra es mía, no es de nadie más que de nosotros, y van a acabar matándose todos, allí no va a quedar más que el desierto cuando acaben de ponerse bombas y meterse en campos de concentración y contrabandear armas que van a dar a manos de sus enemigos, ¿no te das cuenta, pendejo?, los dos disparan a ciegas sus ametralladoras contra viejos y niños y perros y tú y yo cabrón, ¿qué chingados…?
La voz del Director General llegó de lejos, acompañada primero de un portazo metálico, en seguida de unas pisadas huecas sobre el cemento:
– Ya estuvo bien, Simón. Es inútil. No tiene el anillo.
– Pero sabe dónde está -jadeó Ayub.
– Y yo también. Es inútil. Despide a tus gorilas y apaga ese reflector. Tus amigos me ofenden tanto como la luz excesiva.
– Era para hacerlo cantar -dijo en son de excusa Ayub.
– Era para desquitarte -dijo secamente el funcionario-. Desamárralo. No temas. En ese estado, no podrá pegarte.
El Director General se equivocó. Los gorilas salieron bufando con las tortas en las manos. Ayub liberó las piernas de Félix atadas a las patas de la silla volteada. Maldonado logro darle una patada en los testículos al pequeño siriolibanés. Ayub gritó de dolor, doblado sobre sí mismo.
– No lo toques -ordenó el Director General en la penumbra que le permitía moverse como un gato, deshizo ágilmente los nudos de las manos de Félix y le retiró con cuidado los palillos de los ojos.
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