Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra
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Pensó en Ruth y estuvo a punto de llamarla. La había olvidado durante todo este tiempo de ausencias; tenía que olvidarla para que esa atadura, la más íntima y cotidiana, no le desviara de la misión que le encomendé. Frenó el impulso, además, porque reflexionó que para su esposa, él era un muerto; Ruth había asistido al sepelio organizado por el Director General y Simón Ayub en el Panteón Jardín. La viuda Maldonado llevaba muy poco tiempo acostumbrándose a su nueva situación; igual que ante el cadáver de Sara, Félix debía reservarse para el momento de su aparición física ante Ruth. Una voz desencarnada por el teléfono sería demasiado para una mujer como ella, tan doméstica, que le resolvía los problemas prácticos, le tenía listo el desayuno y planchados los trajes.
Sara era otra cosa, viva o muerta, algo así como la sublimación de la aventura misma, su razón más apasionada pero también la más secreta. Mis instrucciones fueron claras. Ninguna motivación personal debería interponerse en nuestro camino. No existe misión de inteligencia que no convoque, fatalmente, las realidades afectivas de la vida y teja una maraña invisible pero insalvable entre el mundo objetivo que salimos a dominar y el mundo subjetivo que, querámoslo o no, nos domina. ¿Se habría enterado Félix, durante esta extraña semana de su vida, que todos los desplazamientos jamás nos alejan del hospedaje de nosotros mismos y que ningún enemigo externo es peor que el que ya nos habita?
Más tarde me dijo que recordó, mientras marcaba mi número al regresar de Houston, la broma con que me anunció la muerte de Angélica antes de que sucediera: tu hermana está ahogada, Laertes. Eliminé mis sentimientos personales, aunque entonces ignorase el papel desempeñado por Angélica en esta intriga. Por eso, no tuvo que añadir nada sobre ella cuando me telefoneó desde las suites de Genova, no tuvo que encontrar una cita de Shakespeare para decirme que Ofelia, en vez de ahogarse, era una muñeca quebrada sobre el pavimento caliente de una ciudad texana.
– When shall we two meet again?
– When the battle's lost and won.
– But tell us, do you hear whether we have had any loss at sea or not? 52
– Ships are but boards, sailors are but men; there be land-rats and water-rats, land-thieves, and water-thieves. 53
– What tell'st tou me of robbing? 54
The boy gives warning. 55He is a saucy boy. Go to, go to. 56He is in Venice. 57
52. Pero, dinos, ¿has oído si hemos perdido algo en el mar o no? Mercader de Venecia, iii, 1, 45.
53. Los barcos no son sino maderos, y los marineros sino hombres; existen ratas de tierra y ratas de mar, ladrones de tierra y ladrones de mar. Mercader de Venecia, i, 3, 21.
54. ¿Qué me cuentas de un robo? Otelo, i, 1, 105.
55. El muchacho da advertencia. Romeo y Julieta, v, 2, 18.
56. Es un muchacho impertinente. Búscalo, búscalo. Romeo y Julieta, i, 5, 87.
57. Está en Venecia. Otelo, i, 1, 106.
Colgué. Registré con inquietud una reticencia impaciente en la voz de Félix. Tuve la sensación de que me ocultaba algo. Temí; nuestra organización era demasiado joven, probaba sus primeras armas y nadie, ni siquiera yo, podía ufanarse de tener el pellejo curtido de nuestros homólogos soviéticos, europeos o norteamericanos. La maldita realidad intersubjetiva se nos colaba, irracional, por el frío cedazo de unos medios que en estos menesteres debían ser idénticos a los fines. La regla de oro del espionaje es que los medios justifican los fines. No me imaginaba a la larga lista de nuestros émulos, de Fouché a Ashenden, perturbados por las filtraciones sentimentales de su vida personal; se las sacudirían como mosquitos. Pero, claro está, ningún espía mexicano entraría jamás del frío; la sugestión, tropicalmente, era ridicula y más bien imaginé a mi pobre amigo Félix Maldonado buscando un frigorífico al cual meterse en Galveston o Coatzacoalcos.
Encendí una pipa y abrí, nada azarosamente, mi edición Oxford de las obras completas de Shakespeare en la escena del camposanto en Hamlet. Me dije, al reiniciar la lectura, que no hacía sino eso: recomenzarla donde la dejé cuando Félix me llamó. Laertes le dice al eclesiástico que deposite a Ofelia en la tierra y que de esa carne dulce e inmaculada las violetas brotarán. El sacerdote se niega a cantar el requiem para una suicida; el alma de Ofelia no ha partido en paz. Laertes increpa al ministro de Dios; ángel dispensador será Ofelia, le dice, cuando tú yazcas aullando. Esta espantosa maldición es seguida del acto igualmente terrible de Laertes. Pide a la tierra, la de la tumba pero también la del mundo, que se detenga mientras abraza una vez más el cadáver de su hermana. Se arroja dentro de la tumba, sobre el cuerpo de Ofelia. Hamlet, a pesar de su emoción, mira todo esto con una extraña pasividad, la repetida pasividad de este actor que es observador siempre distante de su propia tragedia. Todo el Renacimiento está en esta escena. El mundo y los hombres han descubierto una energía excedente que arrojan como un desafío a la cara del cielo; han descubierto, al mismo tiempo, su pequeñez en el cosmos gigantesco, aún más reducida que la que el plan providencial les auguraba. Sólo una ironía distante como la de Hamlet restablece el equilibrio; los demás lo juzgan loco.
Miré las volutas de humo que ascendían hacia el techo de mi biblioteca. No pude imaginar a Angélica, a pesar de su nombre, dispensando los favores del cielo a los hombres. Pero ¿cuál de las mujeres de esta historia cuyos hilos llegaban rotos a mis manos merecería los dones de la divinidad? ¿Cuál, Sara, Mary, Ruth, judías las tres, miraría cara a cara al Señor Nuestro Dios? Si Angélica no era Ofelia, ¿una de ellas sería nuestra Ariadne? Si yo era un Laertes poco glorioso, ¿sabría mi amigo Maldonado ser un Hamlet con método en su locura o acabaría perdido en el laberinto de los Minotauros modernos?
Fue uno de esos momentos, seguramente más de los que pude imaginar entonces, en que Félix y yo nos telepateamos. Sara presente viva o muerta, misteriosa en la persistencia de su actualidad, extrañamente cercana en su ausencia; Ruth a la que no debíamos asustar por teléfono, aunque sufriera un poquito más, explicarle las cosas al final, tranquilamente, hasta donde era posible; y Mary, ¿por qué no pensábamos nunca en ella?
Temí caer en el lugar común de la novela policial, cherchez la femme. Cerré el libro y los ojos. No quedaba mucho tiempo. Recordé a mi hermana Angélica.
33
Su otro impulso, en cambio, Félix no lo frenó. Marcó el número de Mary Benjamín y la criada le contestó, voy a ver si la señora no está merendando, ¿de parte de quién?
A Mary sí podía asustarla:
– Félix Maldonado.
Mary estaba escuchando por la extensión; apenas un ligero click anunció el cambio de línea y en seguida la voz de Mary, irritada:
– No me gustan las bromas pesadas, señor, sea usted quien sea.
– No cuelgues -dijo Félix con una inflexión cariñosa que Mary recordaría-. Soy yo.
– Le repito… -la voz de Mary sostuvo la irritación, pero la tiñeron un poco de duda y otro de miedo.
Félix rió:
– Es la primera vez que te oigo miedosilla.
– Siempre hay una primera vez -trató de recomponerse Mary-. Bueno, ya estuvo suave de humor negro, ¿no?
– Compruébalo.
– Todavía no inventan el teléfono televisivo, imbécil.
– Suites Genova. Apartamento 301. Once y cuarto de la noche. No faltes. La última vez me dejaste plantado.
Félix, colgó. La Zona Rosa abunda en restoranes italianos. La Ostería Romana y Alfredo, frente a frente en el pasaje entre Londres, Hamburgo y Genova. Eran nombres demasiado romanos y el Focolare en Hamburgo demasiado genérico. Bajó a la calle y caminó hacia la esquina de Genova y Estrasburgo. Dice que pensó en mí mientras se dirigía al restorán La Góndola. Era la primera vez que conscientemente traicionaba mis instrucciones. Necesitaba a una hembra, le había corrido demasiada adrenalina por el cuerpo en los últimos días, no había tomado a una mujer desde que Licha se le entregó en el hospital, iba a exponerse, pero quería acostarse esa noche con Mary Benjamín, después de diez años sin tocarla, necesitaba una mujer, exactamente una mujer como Mary, una fiera cachonda, y si lo consultaba conmigo le hubiera dicho, exprimiéndome el coco para dar con una cita de Memo Sacudelanzas, que se buscara una call-girl en los hoteles de la Zona Rosa. Pero los motivos de Félix eran otros.
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