Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra

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En La cabeza de la hidra (1978) ensaya una novela policiaca con un tema histórico mexicano, Una familia lejana (1980) se enraíza en la fantasía y en la historia, relaciona varios continentes, diversos niveles de historicidad (el mundo prehispánico) y tradiciones literarias.

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– A la Virgen de Guadalupe no le va a caer en gracia que usen su nombre para este saínete -bromeó Félix.

– No sean tercos, Maldonado. Lo que se juega es mucho más grande que su pobre país corrupto, ahogado por la miseria, el desempleo, la inflación y la ineptitud. Vuelva a mirar hacia afuera. Se lo exijo. Esto fue de ustedes. No les sirvió de nada. Mire en lo que se ha convertido sin ustedes.

– Ya van dos veces que escucho la misma canción. Me empieza a fastidiar.

– Entiéndame claro y repítaselo a sus jefes. Los planes de contingencia del Occidente requieren información precisa sobre la extensión, naturaleza y ubicación de las reservas de petróleo mexicanas. Es indispensable preverlo todo.

– ¿Esa es la información que mandaba Bernstein desde Coatzalcoalcos?

Quizá Trevor no iba a responder. En todo caso, no tuvo tiempo de hacerlo. Dolly entró con su carita de gata alterada como si una jauría de bulldogs se le hubieran aparecido en el tejado.

– Oh God, Mr. Mann, a terrible thing, Mr. Mann, a horrible accident, look out the window. 49

49. Oh, Mr. Mann, una cosa terrible, Mr. Mann, un horrible accidente, asómese por la ventana…

Félix no tuvo tiempo de consultar las miradas que se cruzaron Trevor/Mann y Rossetti; Dolly abrió la ventana y el aire acondicionado salió huyendo como las palabras momentáneamente congeladas del agente doble; los tres hombres y la mujer lloriqueante se asomaron al aire pegajoso de Houston y Dolly indicó hacia abajo con un dedo de uña medio despintada.

Un enjambre de moscas humanas se reunía en la calle alrededor del cuerpo postrado como un títere de yeso roto. Varios autos de la policía estaban estacionados con sirenas ululantes y una ambulancia se abría paso en la esquina de la Avenida San Jacinto.

Trevor/Mann cerró velozmente la ventana y le dijo a Dolly con acento nasal de medioeste americano:

– Call the copper, stupid. l'm holding tbe dago for the premeditated murder of his wife. 5o

50. Diles a los policías que suban, estúpida. Estoy deteniendo al italiano por el asesinato premeditado de su esposa.

Mauricio Rossetti abrió la boca pero no pudo emitir sonido alguno. Además, Trevor/Mann le apuntaba directamente al pecho con una automática. Era un gesto innecesario. Rossetti se derrumbó de nuevo sobre el sofá llorando como un niño. Trevor/Mann ni siquiera lo miró. Pero no soltó la pistola. Se veía fea en la mano de piel de lagartija.

– Consuélate, Rossetti. Las autoridades mexicanas pedirán tu extradición y les será concedida. En México no hay pena de muerte y la ley es comprensivamente benigna con los uxoricidas. Y no hablarás, Rossetti, porque prefieres pasar por asesino que por traidor. Medita esto mientras gozas de los lujos de la cárcel de Lecumberri. Y piensa también que te libraste de una temible arpía.

Apuntó hacia Félix Maldonado.

– Puede usted retirarse, señor Maldonado. No me guarde rencor. Después de todo, este round lo ganó usted. El anillo está en su poder. Le repito: no le servirá de nada. Váyase tranquilo y piense que Rossetti sustrajo toda la información poco a poco, parcialmente de las oficinas del Director General, parcialmente de Minatitlán y otros centros de operación de Pemex y se la entregó en bruto a Bernstein. Fue su maestro quien la ordenó y convirtió en mensajes cibernéticos coherentes. -No se preocupe; Rossetti prefiere cargar con la muerta de su domicilio conyugal que con los muertos de sus indiscreciones políticas. En cambio, la infortunada señora Angélica, reunida con sus homónimos, ya no podrá soltar la lengua, como solía hacerlo.

– Y yo, ¿no teme que yo hable? -dijo Félix con la sangre vencida.

Trevor/Mann rió y dijo con su acento británico recuperado:

– By gad, sir, don't push your luck too far. 51Precisamente, lo que deseo es que hable, que lo cuente todo, que transmita nuestras advertencias a quienes emplean sus servicios. Permita que le demuestre mi buena fe. ¿Quiere averiguar quién mató a Sara Klein?

51. Pardiez, caballero, no abuse de su buena suerte.

Félix no tuvo más remedio que asentir con la cabeza, humillado por la suficiencia del hombre con rasgos de senador romano, mechón displicente e interjecciones anacrónicas. Sintió que con sólo mencionarla, Trevor/Mann manoseaba verbalmente a Sara como la manoseó físicamente Simón Ayub en la funeraria.

– Busque a la monja.

Miró a Félix con un velo de cenizas sobre los ojos grises.

– Y otra cosa, señor Maldonado. No intente regresar aquí con malas intenciones. Dentro de unas horas, Wonderland Enterprises habrá desaparecido. No quedará rastro ni de esta oficina, ni de Dolly ni de su servidor, como dicen ustedes con su curiosa cortesía. Buenas tardes, señor Maldonado. O para citar a su autor preferido, recuerde cuando piense en los Rossetti que la ambición debe ser fabricada de tela más resistente y cuando piense en mí que todos somos hombres honorables. Abur.

Hizo una ligera reverencia en dirección de Félix Maldonado.

Manejó nuevamente hasta Galveston perseguido por el ángel negro del presentimiento pero también para alejarse lo más posible de la horrible muerte de Angélica. Le aseguraron en las oficinas del puerto que el Emmita atracaría puntualmente en Coatzacoalcos a las cinco de la mañana del jueves 19 de agosto; el capitán H. L. Harding era cronométrico en sus salidas y llegadas. Félix se dio una vuelta por la casita de maderos grises junto a las olas aceitosas y cansadas del Golfo. La puerta estaba abierta. Entró y olió el tabaco, la cerveza chata, los restos de jamón en el basurero. Resistió el deseo de pasar allí la noche, lejos de Houston, Trevor/Mann y los cadáveres, uno inerte y el otro ambulante, de los Rossetti. Temió que su ausencia del Hotel Warwick motivara sospechas y regresó a Houston pasada la medianoche.

Por las mismas razones, decidió pasar todo el día del miércoles en el Warwick. Compró el boleto de regreso a México para el jueves en la tarde, cuando el Emmita ya hubiese llegado a Coatzacoalcos y la parejita de jóvenes, Rosita y Emiliano, hubiesen recibido el anillo de manos de Harding. Tomó una cabaña de la piscina, se asoleó, nadó y comió un club-sandwich con café. Nadó muchas veces para lavarse del recuerdo de Angélica, nadó debajo del agua con los ojos abiertos, temeroso de encontrar el cadáver roto de la señora Rossetti en el fondo de la piscina.

No pasó nada en el hotel y el cuarto de los Rossetti fue vaciado sigilosamente de sus pertenencias y ocupado por otra pareja de desconocidos. Félix los escuchó por el balcón; hablaban inglés y hablaban de sus hijos en Salt Lake City. Era como si Mauricio y Angélica jamás hubiesen puesto un pie en Houston. Félix se sumó al mimetismo ambiente y aprovechó las horas muertas para emprender intentos inmóviles y fútiles de ordenar las cosas en su cabeza.

La tarde del jueves dejó atrás las planicies ardientes y los cielos húmedos de Texas, pronto se disolvieron las tierras yermas del norte de México en picachos secos y pardos y éstos sucumbieron ante los volcanes truncos del centro de la república, indistinguibles de las pirámides antiguas que quizás se ocultaban bajo la lava inmóvil. A las seis de la tarde el jet de la Eastern se precipitó hacia el circo de montañas disueltas por el humo letárgico de la capital mexicana.

Tomó un taxi a las suites de la calle de Génova y allí le preguntaron si deseaba la misma habitación que la vez pasada. Gracias a las memoriosas propinas lo condujeron con zalamerías al apartamento donde fue asesinada Sara Klein. El joven empleado flaco y aceitoso se atrevió a decirle que se veía muy repuesto después de su viaje y Félix confirmó con el espejo del baño, al quitarse el sombrero blanco adquirido en el aeropuerto de Coatzacoalcos, que el pelo le empezaba a crecer espeso y rizado, los párpados ya no estaban hinchados y sólo las cicatrices continuaban desfigurándolo, aunque el bigote ocultaba misteriosamente el recuerdo de la operación y le devolvía un rostro que si no era exactamente el anterior, sí se parecía cada vez más al del tema de su broma privada con Ruth, el autorretrato de Velázquez.

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