Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra
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– Angélica… -dijo otra vez Rossetti.
– Ya te reunirás con ella. Espera. Antes vas a justificar el dinero que le entregué. La mitad de todas las transacciones comerciales entre el sector privado americano y el mundo árabe se realizan en Houston: cuatro mil millones de dólares anuales. De aquí salen las tuberías, las plantas de gas líquido, la tecnología petroquímica, el know-how agrícola y hasta los profesores universitarios para el mundo árabe. Una sola firma de arquitectos texanos ha concluido contratos por seis mil millones de dólares de exportaciones anuales de los Estados Unidos a los países árabes.
Trevor cruzó los brazos detrás de la espalda impecablemente trajeada y contempló la fisonomía de Houston bajo el cielo nuevamente encapotado, sucio, caluroso, como si observase un campo de hongos de cemento alimentados por una lluvia negra.
– Aquí mismo, donde estamos parados, este edificio, es propiedad de los saudís. ¿No le aburro con mis estadísticas? -volteó con su sonrisa tiesa dirigida a Félix.
– Si quiere impresionarme con su audacia, acepto que lo está logrando -dijo Félix.
– ¿Audacia? -inquirió sarcásticamente Trevor.
– Ya lo dijo usted -contestó Maldonado-. Los verdaderos secretos son los que no se esconden. Houston es el sitio ideal para un agente secreto de los árabes.
Trevor y Rossetti rieron juntos. Los dos miraron a Félix como una pareja de lobos mira a un cordero.
– Dile la verdad, Rossetti -ordenó Trevor más parecido que nunca a un senador romano.
– Bernstein me pidió que le entregara el anillo a Trevor -dijo Rossetti cada vez más seguro de sí mismo-. Mann no existe. Fue una treta convenida.
– Madame Rosseti se ganó en buena ley su fajo de dólares -sonrió Trevor-. El anillo, pues, no va rumbo al mítico Mr. Mann en Nueva York.
– Cómo se aprenden cosas -dijo Félix con voz amodorrada pero con un relojito interno cada vez más acelerado-. No sabía que el País de las Maravillas tenía su capital en Jerusalén.
– Presto mis servicios profesionales -dijo con voz de terciopelo Trevor.
– ¿Al mejor postor?
Trevor extendió los brazos con un gesto expansivo, raro en él, como si quisiera abarcar este despacho, el edificio, la ciudad de Houston entera.
– No hay misterio. En esta ocasión y en este lugar, represento intereses árabes.
– Pero Bernstein le envió el anillo.
– No recrimine a su antiguo profesor. Me ha conocido como agente israelita y me hizo destinatario del anillo con toda buena fe. No sabe que practico las virtudes de la simultaneidad de alianzas. ¿Podría usted distinguir a Tweedledum de Tweedledee?
– Bastaría aplastar a uno para que el otro se quebrara como Humpty Dumpty.
– Sólo que en esta ocasión los hombres del rey se encargarían de juntar los pedazos y reconstituirme. Le soy demasiado valioso a ambas partes. No intente romper el huevo, Maldonado, o será usted el que termine como omelette. Recuerde que, si yo lo quisiera, usted no saldría vivo de aquí -dijo Trevor moviéndose como un gato sobre la gruesa alfombra del despacho.
– Usted no me puede matar -dijo Félix.
– Córcholis. ¿Será usted inmortal, mi querida liebre?
– No. Ya estoy muerto y enterrado. Visite un día el Panteón Jardín en México y lo confirmará.
– ¿Se da cuenta de que me propone la situación ideal para matarlo sin dejar trazas? Nadie buscará a un muerto que ya está muerto.
– Y nadie encontrará, si yo muero, el anillo de Bernstein.
– ¿Cree usted? -dijo el inglés con una cara más inocente que la de una heroína de Dickens-. Basta reconstruir peldaño por peldaño la escalera que con tanta imprudencia ustéd ha derrumbado. Los actores son perfectamente sustituibles Sobre todo los muertos.
Félix no podía controlar su sangre acelerada, enemiga invisible del rostro rígido. Agradeció las cicatrices que facilitaban el trabajo inmóvil de la máscara. No había tocado a Trevor. Ahora el inglés le palmeó cariñosamente la mano y Félix reconoció la piel sin sudor de los saurios.
– Vamos, no tema. Acepte el juego que le propongo. Llamémoslo, en honor de la santa patrona de su país, la Operación Guadalupe. Bonito nombre árabe, Guadalupe. Quiere decir río de lobos.
No le costó a Trevor, sin proponérselo, adquirir una fisonomía vulpina.
– Pero no vamos a hablar de filología, sino de guiones probables. Y acaso brutales. Mezcle los elementos a su antojo, mi querido Maldonado. El pretexto perfectamente calculado de la guerra del Yom Kippur y sus efectos igualmente calculados: el alza acelerada de los precios de petróleo; Europa y Japón puestos de rodillas y de una vez por todas sin pretensiones de independencia; la obtención de créditos del Congreso para el oleoducto de Alaska gracias al pánico petrolero y la multiplicación por millones de las ganancias de las Cinco Hermanas. Admírese: sólo en 1974, los beneficios de la Exxon aumentaron en un 23,6 % contra 1,76 % en los diez años anteriores; y los de la Standard Oil en un 30,92 % contra 0,55 % en la década anterior.
Dejó de palmear la mano de Félix y caminó de vuelta hacia la ventana.
– Mire afuera y vea dónde están los petrodólares. Jugamos a Israel contra los árabes y a los árabes contra Israel. Houston es la capital árabe de los Estados Unidos y Nueva York la capital judía; los petrodólares entran por aquí y salen por allá. ¿Sabe alguien para quién trabaja? Pero no nos salgamos del juego. Todos los guiones son posibles. Incluso -o sobre todo-una nueva guerra. De acuerdo con las circunstancias, podemos cerrar la válvula de Nueva York y asfixiar a Israel o cerrar la válvula de Houston y congelar los fondos árabes. Sígame en nuestro juego, por favor. Imagine a Israel aislado y lanzándose a una guerra de desesperación. Imagine a los árabes dejando de vender petróleo a Occidente. Escoja usted su guión, Maldonado; ¿quiénes intervendrían primero, los soviéticos o los americanos?
– Habla de la confrontación como si fuera algo saludable
– Lo es. La coexistencia actual nació de la confrontación en Cuba. Las situaciones al borde de la guerra son el shock necesario para prolongar la paz armada quince o veinte años más. El tiempo de una generación. El verdadero peligro es la podredumbre de la paz por ausencia de crisis periódicas que la revitalicen. Entramos entonces al reino del azar, la modorra y el accidente. Una crisis bien preparada es manejable, como lo demostró Kissinger a partir de la guerra de octubre. En cambio, el accidente por simple presión material de armas acumuladas que se van volviendo obsoletas es algo incontrolable.
– Es usted un humanista pervertido, Trevor. Y sus guiones ilusorios son sólo los que se fabrican diariamente en las redacciones de los periódicos.
– Pero también en los consejos de las potencias nucleares. Lo importante es tomar en cuenta todas las eventualidades. Ninguna debe ser excluida. Incluyendo, mi querido amigo, la presencia cercana del petróleo mexicano. En más de un guión, aparece como la única solución a mano.
– ¿Sin consultar a México?
– Hay colaboracionistas en su país, igual que en Checoslovaquia. Algunos están ya en el poder. No sería difícil instalar a una junta de Quislings en el Palacio Nacional de México, sobre todo en situación de emergencia internacional y en un país sin procesos políticos abiertos. Las cábalas políticas mexicanas son como las amebas: se fusionan, desprenden, subdividen y vuelven a fusionar en la oscuridad palaciega, sin que el pueblo se percate.
– A veces los mexicanos despertamos.
– Pancho Villa no hubiera resistido una lluvia de napalm.
– Pero Juárez sí, igual que Ho Chi Minh.
– Guárdese sus discursos patrióticos, Maldonado. México no puede sentarse eternamente sobre la reserva petrolera más formidable del hemisferio, un verdadero lago de oro negro que va del golfo de California al mar Caribe. Sólo queremos que se beneficie de ella. Por las buenas, de preferencia. Todo esto puede hacerse normalmente, sin tocar la sacrosanta nacionalización del presidente Cárdenas. Se puede desnacionalizar guardando las apariencias, pardiez.
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