Juan Marsé - El amante bilingüe
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¿Puede un cuerpo guardar memoria de otro cuerpo, de su comportamiento en el lecho, de su entrega y generosidad, de sus excesos o de sus carencias? Tiempo atrás, Marés se había planteado, pensando en este momento, la posibilidad de que Norma reconociera su cuerpo incluso a oscuras: por el tacto, por la forma personal de los abrazos, por su ritmo y su cadencia al hacer el amor, por la textura del placer… Pero a la hora de la verdad -o más bien de la mentira-, Faneca no llegó a plantearse esa cuestión: su conciencia no podía temer nada, puesto que nada o casi nada quedaba en ella del repudiado marido de Norma.
Por lo demás, todo fue tan rápido que apenas le dio tiempo a pensar. Mientras él recomponía su aspecto, Norma se sentó al borde de la cama con aire de gran fatiga y se mostró expeditiva y algo malhumorada, al parecer consigo misma. El extraño alarido del murciano no sólo la había confundido; le había metido en el cuerpo un miedo antiguo, irracional y paralizante. No quiso que él encendiera la luz de la mesilla de noche, y con su espejito de mano, a la luz del farol que entraba por la ventana, se pintó los labios y se peinó, terminó de vestirse y recuperó sus gafas. Comentó lo tarde que era sonriendo, sin la menor convicción, y de pie, apoyándose en la manecilla de la puerta, se bebió de un trago la copita de vino que él le ofreció. Qué rico, dijo al devolverle la copa, y abrió la puerta. Faneca le dedicó una tímida sonrisa, pero no hizo nada por retenerla y la siguió escaleras abajo procurando no hacer ruido.
La luz del televisor hacía guiños en la penumbra de la sala y se oían las voces ahuecadas de la película y también la voz de Carmen preguntando qué pasa ahora, qué está haciendo Alicia. Nadie le respondió. Faneca cogió suavemente el codo de Norma y la acompañó hasta la calle. Estaba deseando dejar a la señora de Marés en su coche y volver junto a la ciega.
Todas las ventanas abiertas vomitaban a la calle el mismo programa de TV, la misma voz y la misma risa -falsas, de doblaje- de Ingrid Bergman. Se despidieron junto al coche de Norma, y luego ella, al soltar el freno de mano, se volvió a mirarle con una sonrisa cansada. Pero el murciano ya había vuelto la espalda y cruzaba nuevamente la calle camino de la pensión.
18
Ahora que todo había terminado, Faneca sintió que le invadía un sentimiento de alivio y culpabilidad. ¿Por qué se había embarcado en esa aventura tardía y un poco decepcionante? ¿Qué tenía de especial esa mujer, con sus treinta y ocho años, funcionaría de la Generalitat, separada y liada con otro hombre, un catalanufo monolingüe y celoso? ¿Qué tenía él que ver con toda esa gente?
Cuando se disponía a entrar en la pensión, una sombra entre las sombras se movió a su derecha y oyó un carraspeo miserable y reiterados escupitajos, como de alguien que acabara de vomitar. Distinguió en la oscuridad el ancho pantalón de franela gris y la despeinada cabeza gacha apoyada contra la pared. Parecía que iba a caerse de un momento a otro. Tampoco ahora recibía la luz de cara, pero Faneca creyó reconocer sus hombros derrotados.
– ¿Todavía estás aquí? -le dijo con la voz triste-. ¿Qué esperas, pobre amigo?
El borracho sufría arcadas que le doblaban la espalda.
– Malparit -masculló entre dientes.
– Vete, ya acabó todo -dijo Faneca-. Hazme caso.
– Eggrrr…
La sombra se balanceó hacia adelante y pareció que iba a decir algo, pero finalmente escupió al suelo.
– ¿Por qué te torturas así, Marés? -se lamentó Faneca-. Estás buscando tu perdición. Vete a casa, anda, vete.
– Torracollons. Malparit -insistió el otro con ronca voz.
– Qué pena me das, compañero. ¡Qué pena más grande!
– Egggrrr…
Los puños hundidos en los bolsillos del pantalón, el hombre se tambaleó, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad, soltando su perorata de borracho solitario.
Faneca le estuvo mirando con la mano apoyada en la pared y lágrimas en los ojos hasta que desapareció; luego recostó la frente en el brazo y permaneció así un buen rato, pensando en el triste destino de su amigo, antes de refugiarse en la pensión.
19
– ¿Y ella qué hace, señor Faneca? -dijo Carmen-. ¿Dónde está ahora?
De pie tras la mecedora donde se sentaba la muchacha, las manos apoyadas en el respaldo, él veía la película por los dos con una sola pupila camuflada de verde. La luz plateada inundaba la sala y el sueño en blanco y negro de la pantalla anidaba coloreado en los ojos de ceniza de Carmen. El señor Tomás se había dormido apaciblemente en su butaca.
– Ahora Alicia s'acerca al tocador -explicó Faneca con la voz suave y persuasiva, neutralizando en lo posible el acento del sur-. Se mira en el espejo y luego mira el llavero de su marido, donde se encuentra la llave que debe coger sin que él se entere… Lleva un vestío de noche precioso, negro, con los hombros desnudos. ¡Qué hermosa se la ve, niña, qué mujer tan fascinante y fabuloza! La sombra de Alex, su marido, se proyecta en la puerta del cuarto de baño mientras termina de peinarse… Ahora Alicia observa esa sombra y vuelve a mirar las llaves, temerosa. ¡Es muy arriesgado lo que se propone! Cada vez que la sombra desaparece de la puerta, la mano de Alicia se acerca al llavero… Pero la voz de Alex la sobresalta y ella aparta la mano, disimulando, retocándose el peinado ante el espejo…
– Preferiría que el señor Devlin no viniera esta noche -dijo Alex desde el cuarto de baño-. No puedo reprocharle a nadie que se enamore de ti, pero sería conveniente que evitáramos todo cuanto pueda producir una falsa impresión. ¿Comprendes, querida?
– Sí, sí, comprendo.
– Ahora ella ha cogido por fin el llavero -dijo Faneca-, y está intentando sacar la llave que le interesa… Sus manos nerviosas…
– Dentro de un momento estaré contigo, querida -dijo Alex en el cuarto de baño.
– Su marido, Alex Sebastian, es un hombre bajito de rostro muy expresivo y sonrisa afable. Está muy elegante con el esmoquin…
– ¿Y ahora qué pasa? -dijo Carmen.
– Ahora Alicia se apresura a dejar el llavero de su marido en el mismo sitio, mientras guarda en su mano la llavecita que ha cogido. Es la llave de la bodega, la llave que le ha pedido Devlin… Alex sigue en el cuarto de baño y no ha visto nada… ¡Pero casi la pilla, porque sale en este momento y se dirige hacia ella con los brazos abiertos!
– ¡Querida, estás espléndida!
– ¡Y ahora la coge de las manos! -siguió Faneca-. ¡Qué momento de peligro! Recuerda, niña, que la mano izquierda de Alicia permanece cerrada porque en ella guarda la preciosa llave. Pero su marido no parece darse cuenta, extasiado ante la contemplación de la bella Alicia. -Carmen notaba ahora las manos afables y protectoras del señor Faneca posadas en sus hombros, y su voz amiga junto al oído-. ¡Pero qué situación más comprometida! ¡¿Y si él descubre la llave en su mano?!
– Amor mío, no es que desconfíe de ti -dijo Alex-. Pero cuando uno se enamora a mi edad, cualquier hombre que mira a nuestra esposa es una amenaza… ¿Me perdonas que te hable así? Estoy muy arrepentido. Perdóname.
– Y ahora él acerca a sus labios el puño cerrado de Alicia, lo abre despacio y besa la palma de la mano cariñosamente. Por fortuna es la mano derecha… La angustia se refleja en el rostro de Alicia: su puño izquierdo, en el que esconde la llave, sigue aprisionado en la otra mano de su esposo. ¡¿Y si él abre esa mano para besarla, tal como acaba de hacer…?!
– ¡Dios mío! -exclamó Carmen, y llevó la mano a su hombro buscando la del señor Faneca.
– Alex se dispone a abrir el puño de Alicia… Ella está nerviosa, teme lo peor. Y cuando está a punto de ser descubierta…, ¡rodea el cuello de su marido con los brazos liberando sus manos y le estrecha con un apasionamiento fingido, dejando que él la bese en los labios! ¡Ha salvado la situación en el último segundo! Mientras dura el beso, deja caer la llave sobre la alfombra y la empuja disimuladamente con el pie hasta esconderla debajo de la butaca más próxima. El peligro ha pasado…
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