Juan Marsé - El amante bilingüe
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– La verdad es que desde que nos pasó aquello -añadió conteniendo una risita golosa-, desde que tú y yo vivimos aquella aventurilla, mi vida ha cambiado por completo. Fue como salir de una pesadilla, de una mala racha o qué sé yo. No he vuelto a sentirme sola, y además he adelgazado. Mírame, cielito mío, contempla mi figura. Quince kilos he perdido, y todo me está saliendo requetebién.
– M'alegro por ti, Grise -dijo él sin entusiasmo.
– Y ya no trabajo de taquillera en un cine de mala muerte. Ahora vendo caramelos y chocolatinas en el vestíbulo del Club Coliseum. ¿Qué te parece?
– Fabulozo.
Estaba abatido, como desorientado, y ella lo advirtió.
– Te veo tristón. ¿Qué te pasa, rey?
Faneca suspiró.
– Vengo de casa de tu vecino.
– Ah, ese amigo tuyo. -Frunció ella la boca desdeñosamente, su manita de porcelana cogió una almendra salada, pero la volvió a dejar en el plato-. Ese borracho del acordeón que habla solo. Últimamente se le ve poco. El otro día andaba por la Galería del Éxtasis como si le persiguieran, parecía un fantasma asustado. Pero no creas que me dio pena. Siempre ha sido un grosero y un mal educado.
– S'ha portao conmigo de puta madre, Grise -dijo él-. ¿Y quieres saber cómo se lo estoy pagando? Pues buscando la jodida manera de llevarme a su mujé a la cama… Como lo oyes, Grise. Qué clase de amigo soy.
– Pero ¿no me dijiste que su mujer lo abandonó…?
– ¡Maldita sea mi estampa! -dijo Faneca cabeceando pensativo-. Dentro de su bobería y su delirio, este hombre me da mucha pena. El sentimiento que todavía le inspira su mujé, aun sabiendo que ella es un pendón desorejao, y a pesar de que llevan años viviendo separaos, es que no se entiende… Este asunto me tiene muy amargao, Grise. Creo que me he metió en un lío.
– Pero ¿él sabe lo que te propones…?
– Pondría la mano en el fuego. ¿Y quieres ver lo que me acaba de regalar este capullo? -Sacó la camisa rosa de seda de la bolsa y se la mostró-. Mira. El muy capullo.
– Muy bonita. Muy fina -dijo ella examinando la tela-. Pero no te atormentes, rey. Si ella ya no es su mujer, no tienes nada que reprocharte. Tú has de procurar ser feliz. Y la felicidad es lo primero, ¿no crees?
– Sí, lo primero -dijo él, y sintió de pronto la imperiosa necesidad de sincerarse con alguien y le habló de Carmen, la muchacha ciega que se había acostumbrado a que él le contara películas y lo que se veía desde la ventana. Estuvo media hora hablando con entusiasmo de ella y de su abuela, de la pensión Ynes y del bar El Farol y de sus nuevos amigos, en lo alto de una calle que le pertenecía desde la infancia y que se empinaba hasta el cielo.
– Siento un gran aprecio por esa niña ciega -dijo-. Soy los ojos de esa niña.
– Eres muy bueno -dijo ella, y su papada sonrosada tembloteó.
– No soy bueno. Soy un hijoputa al que la vida hizo así… O sea, quisiera ser un buen hijoputa al que la vida hizo así…
– Ojalá ahora cambie tu suerte -insistió la viuda como si no le hubiera oído-. Las personas buenas como tú no tienen mucha suerte en esta vida.
Él no contestó y quedaron los dos un rato pensativos. Con su mano gordezuela y perfumada, la viuda le acarició la mejilla y sonrió feliz. Al retirar la mano, no resistió la tentación de juguetear con las almendras saladas del plato. Súbitamente, su mano se convirtió en garra y atrapó una almendra con la saña de una ave de presa.
– Me voy, Grise -dijo Faneca, y se levantó-. Sólo he venido a despedirme. M'alegro que hayas encontrao a un hombre que te quiera y te haga compañía, porque yo no volveré. He regresao a mi antiguo barrio, de donde creo que nunca debí salir, y allí me quedo.
– ¿Y no volveremos a vernos? No digas eso… Ven, dame un beso.
Se había echado furtivamente la almendrita a la boca y la masticaba con mal disimulada fruición. Él la observó mientras se inclinaba para darle un beso de despedida. Era verdad que había perdido varios kilos, aunque no los que decía; tal vez cuatro o cinco. Pero su resignada expresión de gordita sentimental y malquerida, su dulce conformidad consigo misma y con su pequeña y sobada porción de felicidad cotidiana, no se había alterado.
– Adiós, rey mío -dijo la señora Griselda desde la puerta-. Que seas bueno y que se cumplan todos tus deseos.
– Abur, Grise.
16
No había en su revoltada conciencia ni rastro del Marés que había sido, y el progresivo afantasmamiento del neurótico solitario de Walden 7 aumentaba de día en día cuando, la noche del 15 de junio, viernes, Faneca se disponía a explicar a Carmen la película que la tele había programado, una intriga de nazis envenenadores y amores contrariados. Era la sesión de la madrugada, hacia la una. Se había sentado junto a la ciega y tenía entre sus manos la mano de ella. Hacía calor. Estaba presente el señor Tomás, con la chaqueta del pijama y fumando sus torcidos pitillos hechos a mano. La señora Lola, después de dejar ordenada la cocina, también se había sentado un rato frente al televisor, pero el sueño la venció y se fue a acostar. En el momento en que iba a empezar la película, un muchacho vino corriendo de la calle y se asomó a la sala para decir al señor Faneca que una señora preguntaba por él en el bar El Farol.
– Está sentada a la barra -dijo-. Que si puede usted ir.
– ¿Sola?
– La acompaña un señor.
Eso le desconcertó. De todos modos, era el momento tan esperado. Soltó la mano de la muchacha ciega y se levantó. ¿Había previsto esa repentina desgana, esa sensación de vacío? No sentía la menor emoción, la menor impaciencia. Pidió disculpas a Carmen, que no ocultó su contrariedad, rogó al señor Tomás que le supliera en la explicación de la película y, antes de salir, comprobó su aspecto en el espejo de recepción. Vio a un charnego envarado y atildado mirándole a hurtadillas desde un ángulo del espejo, con media sonrisa socarrona y el ojo verde lubricado de malicia, seguro de gustar.
Caminando a pasitos cortos, la mano abierta en el bolsillo de la americana y la cabeza erguida, estilizando su desvarío, como si estuviera rodeado de gente y jaleado igual que un torero, cruzó la calle en línea recta y se paró en la puerta del bar al oír un ruido de pasos tras él. En la esquina de la pensión, el farol averiado parpadeaba reflejando sobre el lomo de los coches una luz esquiva y falaz. Había un hombre parado en mitad de la noche, con barba de varios días y un raído pantalón de franela gris, las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Parecía desgraciado, a punto de llorar. Al ladearse, la luz jabonosa del farol resbaló intermitentemente sobre su cara y Faneca creyó reconocerle y se estremeció: Sólo le falta el acordeón, pensó apesadumbrado.
– ¿Qué haces aquí? -le dijo con la voz triste-. Vete, anda. Déjame en paz.
Dando cabezadas a las sombras, el hombre masculló confusos agravios y maldiciones, miró a Faneca desde el fondo de su borrachera o de su soledad sin nombre y luego dio media vuelta y se alejó encorvado, esfumándose en la noche.
17
Faneca entró en el bar. Había cuatro viejos jugando a las cartas y una pareja joven sentada en una mesa del fondo. Norma Valentí le esperaba en la barra bebiendo un whisky en compañía de Jordi Valls Verdú, que se movía nerviosamente de un lado a otro con la americana echada sobre los hombros y una copa de coñac en la mano. Discutían sin alzar la voz, pero con cierta crispación. El activista cultural había venido aquí a disgusto y maldecía en voz baja. Norma llevaba gafas oscuras y un pañuelo verde en la cabeza, y parecía algo achispada. Hizo las presentaciones:
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