Juan Marsé - El amante bilingüe
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Sin apenas darse cuenta, su vida empezó a organizarse en torno a la muchacha ciega y su mundo de sombras. Cuando no tenía nada que hacer, Carmen le buscaba en su cuarto o en el bar El Farol, le cogía de la mano y con mimos y arrumacos le conducía a la sala, se sentaba ella en la mecedora y le pedía que le contara la película de la tele, y si no había película, los anuncios publicitarios, lo que fuera. Aquel mundo atrafagado y artificioso lleno de voces y melodías sugestivas, aquella otra vida en colores de la que ella sólo podía captar su rumor, intuir su pálida fugacidad, le llegaba a través de la voz impostada y persuasiva de Faneca, que se lucía especialmente con las películas: a Carmen era lo que más le gustaba que le explicaran, y, según ella, el señor Faneca sabía contárselas maravillosamente; le hacía ver la película, porque no se limitaba a explicar las imágenes, no sólo describía para ella los decorados y los personajes, narrando lo que hacían en todo momento y cómo vestían, también comentaba sus emociones y sus pensamientos más ocultos. Según el señor Tomás y el señor Alfredo, los dos huéspedes jubilados que solían asistir a estas sesiones, las películas ganaban tanto explicadas por el señor Faneca, que era mejor oírlas que verlas -aunque esa amable opinión, según entendió él, tenía por finalidad confortar el ánimo de la ciega-. En cualquier caso, era tanta la afición de la muchacha a estas películas explicadas, que alguna vez Faneca intentó zafarse de lo que ya empezaba a ser una obligación. Pero si cometía el error de asomarse a la sala y veía a Carmen sentada frente al televisor y bebiendo su luz, sola y esforzándose en imaginar lo que no veía, o manejando el mando a distancia compulsivamente, cambiando de canal en busca de una voz que la subyugara, le embargaba un sentimiento que no podía controlar y acababa por sentarse junto a ella y explicarle las imágenes. De noche, hallándose en el bar de enfrente jugando al dominó, después de cenar, veía entrar al señor Tomás o al señor Alfredo y buscarle con los ojos: que la niña había preguntado por él, que si no pensaba ir a ver la película, que quién se la iba a contar…
– Tiene usted mucha paciencia conmigo, señor Faneca -le dijo Carmen una noche-. No crea que no me doy cuenta.
– Llámame siempre que me necesites.
– Es que soy muy peliculera, ¿sabe?
– Digo.
– Me gustaría mucho hacer una cosa… ¿Me deja usted hacerla?
– ¿Qué cosa, niña? -Tocarle la cara. Ver cómo es.
– ¿Cómo me imaginas tú?
– Le veo con cara de buena persona. Alto, flaco, moreno… Pero quiero comprobarlo.
Alzó la mano y con las yemas de los dedos, como si tanteara algo muy frágil o quemante, recorrió suavemente sus facciones, demorándose brevemente en la fina nariz aguileña, en los pómulos altos, en las patillas, en los párpados y finalmente en el parche negro que le tapaba el ojo. Inmóvil, conteniendo el aliento, él la dejó hacer como si de un ritual se tratara, mirándose en sus ojos grises. Al tantear el parche del ojo, la mano se sobresaltó levemente.
– ¡Tranquila! Soy yo -dijo él con la voz suave-, Faneca, Fanequilla.
– ¿Sólo ve por un ojo?
– Pa lo que hay que ver, con un ojo nos basta y sobra a los dos.
A través de la ventana llegaron desde la calle unos ladridos de perro y griterío de niños. Carmen se acercó a la ventana y apoyó la frente en el cristal.
– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Por qué gritan los niños?
– Hay una paloma en la acera que no puede volar -le explicó Faneca-. Un perro le está ladrando y un corro de niños achucha al perro…
– Volvamos a la tele -le interrumpió ella, y fue hasta la mecedora-. Por favor.
La soledad se inventa espejos, pensó él al verla sentada nuevamente frente al televisor.
– Por favor, señor Faneca… ¿Dónde está?
– Aquí estoy, niña.
14
Casi cada mañana, Faneca acudía al apartamento de Walden 7 y cumplía el trámite cada vez más penoso de volver a ser el músico callejero y zarrapastroso que tocaba el acordeón en compañía de Cuxot o de Serafín el chepa. Gingiol
Un día de principios de junio, el músico callejero dejó de acudir a las Ramblas como cada mañana y Faneca pasó a ocupar una esquina en la plaza Lesseps tocando el acordeón vestido de luces y con antifaz negro. No volvió a ver a Cuxot ni a Serafín. Había adquirido un maltrecho traje de torero esmeralda y oro en una tienda de disfraces del Raval y decidió tomar prestado el acordeón de Marés y ganarse la vida más cerca de la pensión. Tocaba de pie vibrantes sardanas y el Cant dels ocells con un cartel en el pecho que decía:
El Torero Enmascarado
agradece a los catalanes
su provervial hospitalidad
Contra todo pronóstico, la combinación traje de luces/música catalana, el contraste entre la torería y la sardana atrajo la atención y las simpatías de los viandantes y la recaudación era buena, aunque no tanto como antes.
Fue por esas fechas, al mediodía de un domingo que no trabajó, y después de haber llevado a Carmen a pasear por el parque Güell, cuando Faneca efectuó una visita a Walden 7, que sería la última, aunque entonces no lo sabía. Su intención era hacerse con algunas prendas de ropa interior que habían pertenecido a Marés y luego visitar a la señora Griselda y regalarle el retrato al carbón que le había hecho Cuxot. Quería tener un detalle con ella antes de desaparecer de su vida para siempre.
El apartamento de Marés estaba limpio y ordenado, pero ya era una casa ajena, misteriosa y fría. Se le antojó la guarida de un solitario abandonada hacía mucho tiempo, y en la que aún se podían rastrear los espejismos de la pasión que un día albergó junto con las pesadillas recurrentes del desencanto. En el exterior las losetas seguían desprendiéndose y el singular y camaleónico edificio mostraba los muros descarnados, el cemento leproso de la falacia. Había sobre la mesa de la cocina un mensaje urgente de la mujer de la limpieza pidiéndole al señor Marés que diera la cara. Faneca se verificó en los espejos, a hurtadillas, y sintió nuevamente y con mayor intensidad que profanaba el reducto de un solitario, de alguien que no era feliz. Al entrar en el dormitorio vio extendida sobre la cama la camisa de seda rosa y, sobre ella, cinco talones bancarios en blanco con la firma de Marés, acompañados de una nota:
«Querido Fanequilla: ahí te dejo mi camisa favorita; sé que te gusta mucho y que siempre te hizo ilusión llevarla. También te dejo algunos talones firmados porque supongo que no andarás muy bien de dinero, con los gastos que últimamente has tenido. Y puedes llevarte lo que quieras de este agujero, a mí ya todo me da igual… Desde hace algún tiempo no me encuentro bien, creo que tengo la enfermedad del olvido. Temo que pueda ocurrirme algo malo de un momento a otro. Pero me acuerdo mucho de ti. Recibe un abrazo de tu amigo de siempre, que te desea suerte en la vida. Marés.»
Se quedó pensativo al pie del lecho. Cogió los talones, los dobló cuidadosamente y se los guardó en el bolsillo, luego cogió la camisa rosa y, sin poder contenerse, ocultó la cara en ella y se echó a llorar.
15
– Hola, Grise.
– Dichosos los ojos.
La viuda estuvo muy contenta de verle. Salía de la ducha y llevaba un gorro de plástico con florecillas verdes y amarillas y un albornoz rojo cereza. Le echó los brazos al cuello y le envolvió en un efluvio refrescante de agua de colonia. Faneca llevaba una bolsa de mano con la ropa de Marés y el dibujo de Cuxot enrollado bajo el brazo. Ella le hizo pasar y le ofreció una cerveza fría y almendras saladas y se empeñó en que se quedara a comer, pero él rehusó y le regaló su retrato dibujado al carbón. La señora Griselda se emocionó y prometió enmarcarlo y colgarlo en el salón, y después le regañó amablemente por haberse olvidado de ella tanto tiempo. Pero le perdonaba porque ahora tenía novio y era feliz, se llamaba Rafael y era acomodador de cine y llevaban dos meses saliendo juntos. No era tan elegante y juncal y guapo como él ni tenía los ojos verdes ni el pelo rizado, pero era una buena persona y la trataba con mucho cariño.
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