Juan Marsé - El amante bilingüe

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Juan Marés, un soñador que se ha hecho a sí mismo, se ve engañado y abandonado por su mujer, perteneciente a la alta burguesía catalana, y de la cual está locamente enamorado. Desesperado, Juan decide hacerse pasar por otro hombre para reconquistarla.

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– Tiene usted bastante caradura.

– Lo he hecho con la mejó volunta, zeñora.

– No me diga.

– ¿La he ofendío?

– No haga preguntas idiotas. -Se sentó y cruzó las piernas muy despacio, sonriendo sin mirarle-. Pero no vuelva a hacerlo. Y menos en mi casa.

– E uzté una mujé maravillosa.

Ella entornó los ojos recelosamente:

– ¡Virgen Santa! Me gustaría saber qué le habrá contado Joan de mí…

– Que está acostumbrada a manejar a los hombres.

– Eso es casi un insulto. Pero hablaremos de todo eso en otro momento, tal vez. He pasado un rato la mar de entretenido, Faneca, y se lo agradezco. -Se levantó y le tendió la mano-. Cuando me haya leído esos cuadernos de Joan le llamaré a la pensión y quizá me anime a hacerle una visita. Creo que me gustaría ver la calle donde se criaron usted y el fenómeno de mi marido…

– ¡Fabulozo! ¿Y cuándo será eso?

– No lo sé. Ahora váyase.

No fue acompañado a la puerta, pero se sintió observado en el jardín y sobre todo al pararse junto al estanque de aguas verdes, donde recordó una vez más el áureo y escurridizo pez que un día saltó de las manos de Marés para hundirse en la nada. Calma, Fanequilla, se dijo en voz baja, a ti no te pasará lo mismo. Sabemos lo que a ella le gusta, una lengua charnega lamiendo su cuerpo catalanufo, una lengua caliente, áspera y parsimoniosa como la de un gato, eso es lo que ella secretamente desea, la conocemos bien…

Sabiéndose observado desde la ventana, caminó con garbo por el sendero de grava hacia la verja donde campeaba el dragón, iba envarado, estupendo, la mano en el bolsillo y cojeando levemente.

12

Carmen entró en la sala con las manos en la cintura y sorteando hábilmente los muebles que no veía, sin necesidad de tantearlos y sonriendo a la nada. El sol maduro de la tarde encendía la ventana abierta y sus ojos ciegos se orientaron hacia la luz.

– ¿Dónde está, señor Faneca?

– Aquí, niña, en la ventana.

– ¿Qué hace?

– Estoy mirando la calle.

Ella se sentó en la mecedora, frente al televisor apagado, y no dijo nada. Desde la cocina llegaba la voz de su abuela discutiendo con el señor Tomás. Al cabo de un rato Carmen dijo:

– ¿En qué piensa, señor Faneca?

– ¡Bah! En tonterías. Pensaba en cómo era esta calle hace cuarenta años, cuando yo era un chaval…

– ¿Cómo era?

– Pasaban más cosas… Lo único seguro es que no había coches aparcados día y noche ni semáforos. Lo demás se me olvidó.

La muchacha suspiró y dijo:

– A mí se me están olvidando los colores. Sé que el mar es azul y el árbol es verde y la sangre es roja, pero esos colores ya casi no los recuerdo… A veces me confundo y me imagino el mar de color negro. Y es horrible.

– Bueno, qué más da -dijo Faneca queriendo animarla-. Figúrate una paloma de color rosa. ¡Qué bonita!…

– Dentro de poco olvidaré el color de las flores. -Pensativa, añadió-: Olvidaré el arco iris, señor Faneca.

Él la miró con tristeza, pero reaccionó en seguida:

– Bien, en tal caso también olvidarás la sangre y las banderas… No hay mal que por bien no venga, niña.

– Estoy empezando a olvidar las caras de las personas -dijo Carmen-. Eso es lo más terrible. Apenas me acuerdo de la cara de mi abuela. Pasan los años y las facciones de la gente que he conocido se borran de mi memoria…

– Pues tanto mejor, criatura. Anda por ahí mucho feo.

– Por favor, no se lo diga a mi abuela, no quiero entristecerla.

– Claro, niña.

Carmen se balanceaba en la mecedora. Sus ojos grises parpadeaban ahora mucho, como si quisieran apresar la luz.

– Pero no todo lo tengo tan negro, ¿sabe? -sonrió animosa-. Por ejemplo, yo siempre sueño en tecnicolor.

– ¡Aja! Eso es fabulozo.

– Por eso me gusta tanto dormir. Y las películas de la tele que usted me explica también las veo en maravillosos colores… ¿Todavía está en la ventana, señor Faneca?

– Aquí estoy.

– ¿Y qué se ve ahora en la calle? ¿Sería tan amable de contarme lo que ve?

El se quedó pensativo. La calle que siempre le había parecido un alegre tobogán sobre la ciudad, la calle trampolín de sus sueños juveniles, estaba desierta. Ni un niño jugando en el arroyo.

– Un gato verde está cruzando la calle -dijo por fin en tono pensativo-. S'ha parao en la acera contraria, frente al bar, y se lame una pata. Y una paloma rosa s'ha posao aquí en la ventana, y no se va, y te mira a ti, niña…

– Mentiroso -se rió la ciega.

13

En los días siguientes, Marés dedicó las mañanas a tocar el acordeón en las Ramblas. A media tarde se iba a casa y al anochecer Faneca aparecía pulcro y resalado en la pensión Ynes, dedicando carantoñas a la señora Lola y a Carmen. Vestía siempre su traje marrón a rayas y exhibía el parche negro en el ojo con altanería no exenta de chunga. Al cabo de una semana, el personaje empezó a comerle el terreno a la persona: Faneca se dejaba caer por la pensión cada vez más temprano, primero a media tarde y luego, poco a poco, adelantó el horario y finalmente aparecía ya después de comer.

Marés sentía desintegrarse día a día su personalidad. Puesto que el astroso músico callejero era también, en el fondo, un personaje inventado, empezó a ser expoliado: algunas mañanas no era capaz de articular una palabra en catalán, tocaba el acordeón con el parche en el ojo y con patillas, y parecía ausente. Le dijo a Cuxot que así inspiraba más compasión a los transeúntes y que, además, veía mejor. A veces Cuxot le oía referirse a sí mismo como si se tratara de otro, como si no estuviera allí, y siempre con tristeza: «Este capullo de Marés me da pena, le van a poner los cuernos otra vez…» Fumaba cigarrillos negros emboquillados y bebía a morro de una botella de Tío Pepe. Dejó de vérsele encogido y su cuello se estiró y caminaba envarado, y una extraña parsimonia se adueñó definitivamente de sus manos y de su voz, una gestualidad ceremoniosa y altanera. Pese a ello, en términos generales parecía más conformado consigo mismo, aguantando más el tipo, con un comportamiento más barroco y extrovertido. Su repertorio musical también se alteró: ahora tocaba pasodobles y coplas andaluzas que años atrás hicieron populares Imperio Argentina y Estrellita Castro, y solía colgarse en el pecho un cartón que llevaba escrito con rotulador rojo:

EX SECRETARIO DE POMPEU FABRA

CHARNEGO Y TUERTO Y SORDOMUDO

SUPLICA AYUDA

Cuxot terminó el retrato de Faneca al carbón y Marés se lo llevó a Walden 7, donde ya empezaba a vivir como un fantasma. Se veía con el rabillo del ojo flotando en los espejos, silencioso y remoto, improbable. Sentía que la máscara de Faneca le iba devorando, que los rasgos del charnego le estaban acuchillando el rostro, que la tiniebla del ojo derecho se afirmaba.

Por la tarde, en la pensión, se encontraba plenamente a sí mismo y desplegaba una gran actividad. Lo primero que hacía al llegar era preguntar a la señora Lola y a su nieta si le había llamado una tal Norma Valentí. La respuesta siempre era no. Solía encontrar a Carmen en la cocina, lavando platos o pelando patatas con sus ojos de ceniza fijos en el vacío, y a veces la ayudaba a secar los platos y bromeaba con ella. Desde hacía algún tiempo cenaba en la pensión y frecuentaba el bar de enfrente, donde solía jugar unas partidas de dominó con viejos jubilados que recordaban sus correrías de niño por el barrio con la pandilla. En su pensamiento, el Marés enamorado locamente de Norma era un espectro cada vez más lastimoso y Norma era una dulce fatalidad: estaba escrito que tenía que seducirla alguna noche, probablemente en su cuarto de la pensión, pero a menudo Faneca no recordaba cuándo ni por qué había decidido acometer semejante empresa. Entonces convenía consigo mismo en que lo único que podía hacer era esperar.

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