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Miguel Asturias: El Papa Verde

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Miguel Asturias El Papa Verde

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Esta es la segunda parte de la trilogia que integran los libros Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados añade una aguda intención social a esos valores poético – mitológico y a esa observación de una realidad política. En una plantación bananera de la zona del Caribe, Asturias retrata a uno de los personajes más apasionantes de la novela hispanoamericana, uno de esos aventureros norteamericanos de recio carácter, individualistas de temperamento casi renacentista, que se apodera de una sociedad frutera, despojando e primer término a los cultivadores y luego a los mismos capitalistas de la compañía. Obra de arte y documento, pintura de un personaje excepcional y de una situación humana y social, El papa verde ocupa un lugar incomparable en el universo que Asturias ha construido pacientemente, brillantemente, con cada uno de sus libros.

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– ¡Estas ratas están limpias! -dijo alzando la voz colérica, casi fuera de sí-. ¡Yo pedí dos ratas sucias! ¿Es posible que en Chicago no haya dos ratas sucias?

La risa de una mujer, regadera con agujeros de cascabel, adelantó la presencia de Aurelia Maker Thompson. Franqueó la puerta, sin más anuncio que su risa.

– ¿Es posible, Aurelia, que en todo Chicago no haya dos ratas sucias? Las que vienen en esas jaulas las han llevado a la peluquería, al masajista, ¡qué sé yo!… Ratas blancas con ojos de rubí y orejitas de rosa, mejor hubieran puesto canarios… Yo pedí un par de ratas prietas, leprosas, pelo y ojos de rabia, rabos húmedos y orejas carcomidas… ¿O es que en esta ciudad no hay una sola rata, una sola rata asquerosa?… O dos… Dos he pedido… Estas no representan lo que yo quería, no sirven para la broma que pensaba hacer a su padre… que está aquí… ¡Hombre, qué gusto! Aurelia: no me había dicho que venían juntos…

– No me ha dejado hablar…

– ¿Y estos bichos? -indagó Maker Thompson, después de estrechar la mano y abrazar al presidente de la Compañía, extrañado de encontrar sobre el escritorio del poderoso magnate bananero aquellas dos jaulas de metal dorado convertidas en sendas ratoneras.

– Quería hacer una apuesta sobre si adivinaba o no qué eran estas dos jaulas que yo pensaba ir acercando a una línea divisoria olorosa a queso; pero no con ratas así… Por eso había encargado dos animales repugnantes, tristes, sucios, más imagen de los pueblos que encerrados en nuestras jaulas de oro pretenden pelearse por el queso…

El viejo Maker Thompson, riendo de muy buena gana, tras pasarse la mano por la frente amplia y despoblada de cabellos, avivó sus ojos castaños al responder:

– Pues si es así, soy yo el que propongo la adivinanza: ¿qué representan estas dos bestezuelas blancas?… Aproximamos las jaulas a lo que usted llama la línea divisoria del queso… Véales cómo se remueven al olor, cómo se convierten en olfato, cómo gimen por alcanzarlo, de fuera el hociquillo y el cuerpo palpitante… Piense, piense qué representan, y si se da por vencido paga todo lo que comamos y bebamos esta noche… No es que no adivine, es que no quiere decirlo -prosiguió Maker Thompson-; representan a dos compañías en guerra por la hegemonía del territorio en litigio.

– ¿Sabe la última noticia? No habrá guerra. El conflicto va a ser sometido a arbitraje.

– ¿En qué pie está la «Tropical Platanera»? Yo he venido porque tengo algunas acciones -más bien son de Aurelia-, pero quería aconsejarle sobre el terreno.

– Aurelia me consultó y confidencialmente le aconsejé que las vendiera, para comprar acciones de la «Frutamiel». Muchos accionistas han hecho lo mismo. No es que sea más sólida la «Frutamiel», pero en el asunto de límites lleva todas las posibilidades de triunfo. Opera con más arrojo y reparte más dinero. Y por otra parte, la «Tropical Platanera» perdió prestigio con las acusaciones y el testamento descabellado de Lester Stoner. Por fortuna, logramos atraer a los herederos. Sólo han quedado por allá esos de apellido Lucero, Lino, Juan y otro… Pero ya habrá tiempo para hablar de estas cosas otro día. Ahora vamos a celebrar la llegada de incógnito del Papa Verde.

– En Chicago gozo cuando me llaman así. Me siento joven, capaz de las empresas más audaces. Por ejemplo, comprar todas las acciones que pongan a mi disposición de la «Platanera» y lanzarme al abordaje contra la «Frutamiel».

– Sería una locura…

– Sí, sí, ya sé que sería una locura de pirata viejo, pero ¿qué quieren que haga un anciano que vuelve a su suelo natal, sino soñar locuras para sentirse joven?

Aurelia inició la marcha, metióse entre los dos viejos y les tomó del brazo. Tarareaba una de las canciones de los marineros de Nueva Orleáns. En el despacho, sobre el escritorio, quedaron las jaulas doradas con las ratas gemidoras, lloraban por acercarse al queso moviéndose de un lado a otro. El teléfono las inmovilizó. La chicharra. Ese sonido extraño… ¡Ña… ña… ñaaa…! Sonaba en forma intermitente y cuando cesaba volvía la agitación de los hambrientos roedores. ¡Ña… ña… ñaaa…! Silencio. Nadie se movía. Sólo quedaba vivo el brillo de sus ojos, cuatro chispas de rubí, mientras llamaba el teléfono verde. Una de las jaulas resbaló y con la jaula, la jaula en que remolineaba la rata más grande, cayó el teléfono, y del teléfono salió la voz, la misma voz, la voz del informante anónimo, espacial, sólo oída por las ratas, por la rata más gorda que al caer quedó próxima al audífono y que al que hablaba le daba la impresión de una oreja frotada contra el aparato, oyendo sin contestar, sin siquiera respirar…

…No importa que no se digne contestar. Basta que me oiga. Eso es suficiente. Le oigo respirar perfectamente, como si estuviera respirando sobre mí, y oigo cómo se restrega en la oreja el aparato al escuchar lo que le digo: «YO, EL REY… (y aquí ya sólo se oían palabras sueltas, la otra rata había quedado sobre el escritorio, más cerca del queso)… lo cual visto por nuestro consejo juntamente con las cartas geográficas que de suyo se hace mención… dar esta cédula fechada en la villa de Valladolid a nueve días del mes de Mayo de mil y seiscientos cuarenta y seis años…» ¿Me oye usted?… ¿Oye usted cómo por cédula real se fijaron sin establecimiento definitivo hitos en tierras que no contenían más división que las parciales de localidades que eran continuación de un mismo reino o señorío?… «Y contra el temor y forma de nuestra dicha cédula, mandamos a todos no vayan ni pasen, ni consientan ir ni pasar…» Mas, ahora, ¿quién pasa?… Son los plenipotenciarios, vienen en justicia, cargados de los más preciosos títulos, primeros y siguientes, segundos y siguientes, ninguno como la cédula de Valladolid…

…Bueno; conteste, responda. Se le oye el aliento y no quiere hablar. Una voz anónima le está informando de la documentación con que llegan los plenipotenciarios de esos países a defender sus derechos en el asunto de límites ante el tribunal arbitral que va a dictar su fallo uno de estos días. ¡Cata, que aquí viene un caballero de casaca roja! Trae, en las manos enguantadas de blanco, enrollado un pergamino con el sello del Almirantazgo Británico. Si lo abre volarán las palomas del oleaje espumoso y una rígida geometría de líneas disecadas por el tiempo temblarán bajo los ojos de los arbitros. Más allá, un pelado de túnica y guantes de color violeta enseña un plano parroquial herido por el reflejo de la amatista que lleva en el pecho engarzada en una cruz de fuego. El incienso y el nardo han entrado en el tribunal junto a los viles títulos de tierras, amparo de propiedades arrebatadas a los indios…

¿Quién informaba a quién por aquel teléfono verde, color de la esperanza, caído junto a una jaula, más que jaula ratonera por el extraño habitante que en el interior se revolvía?

¿Qué boca desde el sueño hablaba de lo que ocurría en Washington, para que lo oyera una rata encerrada en una cárcel al parecer de oro, seguro de que le escuchaba el presidente de la Compañía, con su gran oreja fría y su respiración de roedor canoso?

…YO, EL REY, seguía el informante, es el documento más valioso, hallado por un maestro de escuela en el Archivo de la Nación, a la que se le sustrajo por la «Frutamiel Company», cédula real que se presta a interpretaciones, como si el soberano, en Valladolid, hace trescientos años, hubiera adivinado que para ser valedera, una compañía de fruta iba a agregar el peso de su oro verde…

…¿Y la «Tropical Platanera», qué hace, qué espera, para avalar ese documento regio con el respaldo de sus millones?

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