Miguel Asturias - El Papa Verde

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Esta es la segunda parte de la trilogia que integran los libros Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados añade una aguda intención social a esos valores poético – mitológico y a esa observación de una realidad política.
En una plantación bananera de la zona del Caribe, Asturias retrata a uno de los personajes más apasionantes de la novela hispanoamericana, uno de esos aventureros norteamericanos de recio carácter, individualistas de temperamento casi renacentista, que se apodera de una sociedad frutera, despojando e primer término a los cultivadores y luego a los mismos capitalistas de la compañía.
Obra de arte y documento, pintura de un personaje excepcional y de una situación humana y social, El papa verde ocupa un lugar incomparable en el universo que Asturias ha construido pacientemente, brillantemente, con cada uno de sus libros.

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Atmósfera de frío y nebuloso celuloide en que nadaban en luz de yodo, muebles y personas, personas y muebles que respiraban con el humo de los cigarrillos.

– Solución. Aprovechar esta rivalidad entre ambas repúblicas, recientemente avivada por nosotros, al tam-tam del patriotismo, y que ya alcanza clima de guerra. Nuestros agentes maniobran hábilmente. Interceptamos un telegrama altamente comprometedor para la República identificada pliego letra «A». Este mensaje nos servirá para presionar al gobierno de ese país a fin de que nos otorgue las concesiones que necesitamos. El mensaje interceptado prueba que dicha República está en connivencia con una potencia asiática. Si no se nos otorgan las concesiones que pedimos, amenazaremos con dar a conocer ese mensaje al Departamento de Estado, para que en el asunto de límites apoye a la República identificada pliego letra «B».

En el silencio vacío, en el que ya no se hojeaban papeles, sino espadas, oyóse la voz de un viejo color ceniza, que al hablar se puso casi celeste. En la frente venas azules de feto.

– Pido que se nos informe sobre la venta de armas…

– Agentes de ambas repúblicas -siguió el presidente de la Compañía – venidos a Norteamérica a comprar armamentos cayeron en nuestras manos. Identificados algunos en Nueva Orleáns, otros en Nueva York, se les dio caza en seguida.

– ¡Ña… ña… ña…! -chicharra de teléfono con estertor de niño de teta-… ¡ñaaa… ñaaa… ñaaaa!…

El presidente levantó el auricular del aparato verde, esmeraldino, y lo articuló a su oreja gigante, colorada, carnosa. Una voz de mujer que al oírla se le representó a los ojos de betún violáceo entre las pestañas rubias. Chasqueó, más bien tragó algo, algo así como las intragables arrugas de su cuello.

– ¡Protesto, señores, protesto!… -alzó la voz el viejo de ceniza que al hablar se ponía celeste. En la frente, saltándole, sus venas gordas y azulencas de feto-. ¡Protesto!… ¡Comunicaciones telefónicas cuando se está en reunión de directorio!…

– Hilo directo… -informó por lo bajo el presidente jugueteando sus pupilas de betún violáceo entre sus pestañas superdoradas-. Armas…, armas… Están pidiendo armas… -y hablando en el fono-: ¡Aló, aló, Nueva Orleáns… Aló… Aló… Nueva Orleáns…! ¡Corto, estoy en reunión de Directorio!

Y al solo colgar el auricular, otra vez el teléfono:

¡Ña… ña… ña… naaa… ñaaaaaa!…

– Nueva York… -informó por lo bajo el presidente-…Armas…, armas…, armas… -y hablando con el agente que le llamaba de Nueva York, dijo entre un gran despliegue de arrugas, al tiempo de parpadear muy lentamente-: Pero esos países se piensan borrar del mapa… ¿Tantas?… ¿Tantas armas?… ¡No puede ser!… No…, no… ¡Ni a Europa se mandó todo ese armamento!… ¿Los árboles?… ¿No quedarán más que los árboles?… ¡Mal negocio para la Compañía, mal negocio para nosotros que necesitamos de los plantadores!… ¡Aló!… ¡Aló!… Sí, sí, sería la oportunidad de acabar con todos ellos, es decir, que ellos mismos se aniquilaran unos a otros y llevar nosotros a las plantaciones gente de color… Corto… Corto… ¡Estoy en reunión de Directorio!

Cayó la horquilla del teléfono aplastando la voz lejana, etérea, como si quitara la vida a una sustancia humana, mientras se agitaban los accionistas, manos y papeles, entre el humo de los cigarrillos.

– ¡Calma! ¡Calma! Hay que terminar el record. Falta el informe sobre los herederos de Lester Stoner, dicho Mead en las plantaciones. Los primeros datos que nos llegan son satisfactorios… -poco a poco iba cesando el barullo-. Del monto hereditario -continuó el presidente- quedaron con acciones Sebastián Cojubul, Macario Ayuc Gaitán, Juan Sostenes Ayuc Gaitán y Lisandro Ayuc Gaitán, ahora establecidos en Norteamérica. Sus hijos están inscritos en los mejores colegios y sus padres de rotarios y mercancía de las agencias de viajes. Los otros herederos, Lino, Juan y Cándido Rosalío Lucero se negaron a venir a los Estados Unidos y operan en el trópico bajo el rubro de «Mead Lucero y Cía., Sucesores».

Ña… ña… ña… ñaaa… ñaaaaa!… -otra vez el teléfono con estertor de niño de teta-…¡Ñaaa… ñaaaa… ñaaaaa!…

– ¡Washington! -informó por lo bajo el presidente de la Compañía y pegando la boca al aparato para hablar lo más cerca posible-. ¿Eh?… ¿Arbitraje?… ¿Someter la disputa de límites a arbitraje?… ¡Espere, tengo al Directorio aquí reunido!…

Dejó descolgado el teléfono color de la esperanza. Se oía en la bocina el zumbido lejano de una voz que se perdía en el espacio, sin que se la escuchara, igual que una botella que hace efervescencia antes de saltar el borbotón de agua.

– Señores accionistas, permitidme interrumpir el informe: comunican de Washington en este momento que la cuestión de límites entre esos países va a ser sometida a arbitraje. La guerra les hubiera costado a ellos. El arbitraje nos costará a nosotros. Sin embargo, si la venta de armas no se interrumpe y nosotros hacemos el negocio, habrá margen para que podamos pagar a los arbitros a fin de que fallen conforme lo demandan nuestros intereses.

La sensibilizada hostia metálica del auricular seguía vibrando. Confusa palpitación de vocablos que anunciaba la proximidad de la lucha diplomática entre dos repúblicas americanas.

El viejo de ceniza celeste, venas de feto azules y gordas claveteándole en las sienes, señalaba al aparato indicando al presidente que seguían hablando, pero éste, sin hacerle caso, levantó la sesión. La voz se perdía, ya aguda, ya ronca, como un sonido abstracto, mientras salían los accionistas, los muy viejos arrastrados los pies por los vidriados pisos de madera preciosa, los menos viejos elásticos, aquéllos enfundados en trajes oscuros y éstos en franelas de moda, algunos tocados con fieltros que pesaban onzas.

– Habla, habla, mala bestia -se dirigió el presidente, al quedar solo, a la voz carraspeada en el teléfono-, que esta vez tengo el gusto de no oírte… ¡Ja, ja, ja, ja!… Gra, gra, gre, gri… A eso se ha quedado reducido tu palabrerío amenazante. Gre, gra, gre, gri, gra, gra, gru… ¡Blofista!… ¡Loro…, loro…, loro!… -y el aparato verde realmente parecía un loro hablando solo.

Sus ojos de betún violáceo entre las pestañas de oro se jugaron hacia la puerta. Alguien llegaba. El secretario, sin duda. Levantó el auricular con el ademán del rey que alza el cetro para comunicarse con Dios. No lo llevó a su oreja, sino a sus labios, e hizo el gesto de escupir. Cuántas veces la boca del teléfono le pareció un desaguadero de inmundicias, la pequeña escupidera en que los enfermos dejan las entrañas convertidas en saliva malsana. Esta vez, su informante dejaba la vileza del anónimo convertida en vibración sonora. Pero ya nadie hablaba. Sólo se percibía el idioma de la corriente eléctrica, la palpitación de un fluido desconocido.

Su collar de arrugas fue como parte de su risa que ahora era tonta, dividida su atención entre los pasos del secretario que no llegaba nunca a la puerta y el ronroneo de la corriente en que estuvo perdiéndose en el vacío la voz de su gratuito amigo que le informaba a diario del peligro de jugar su situación a la carta de la «Frutamiel Company». Esta vez con el anuncio del arbitraje. Estaba previsto. Sí, pero no en esa forma de tribunal sin apelación reunido en Washington. Muy bien. Sólo la «Frutamiel» podía gastar lo que fuere en ese arbitraje fulminante. Sus empréstitos para la compra de armamentos probaba hasta dónde podía llegar en gastos para que el arbitraje se inclinara a su favor.

El secretario le anunció que acababa de llegar un sirviente con dos jaulas. Le hizo entrar y no esperó a que aquél se acercara.

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