Una mitad de luna alumbraba la calle. Pronto salieron a un parque penumbroso, perfumado, con agua sonando en fuentes, y una inmensa ceiba, una ceiba que para que no cayera inyectaban con cemento, árbol centenario, donde el viento tal vez buscaba entre las hojas, como en un archivo, otras pruebas, para fijar los límites del cielo y de la tierra.
– ¡Qué necios son los hombres! -exclamó Guásper al levantar los ojos al inmenso árbol, cúpula de catedral verde ceniza bajo la luna contra la pureza platinada del cielo-. Más bien, ¡qué necios somos los humanos, pequeños como hormigas! ¿Qué somos tú y yo junto a esta ceiba monumental?… ¿Qué representamos?… Aunque precisamente de ahí data la grandeza del hombre, la gran grandeza del hombre, de no ser nada, partícula infinitamente pequeña, y haberse alzado a dominarlo todo. Pasma pensar en lo que ha podido esa masa insignificante encerrada en la bóveda craneana.
– Papá, hábleme del documento…
Guásper la codeó fuertemente.
– Aquí oyen las sombras, los arbustos, las estatuas, el agua, los bancos. Cuando hayamos doblado la Punta de Manabique… Te decía lo de la necedad de los hombres, porque por un documento viejo, vamos a recibir mañana un papelito, un solo papelito con un uno y muchos ceros, tal vez dos, tal vez tres, tres, tal vez cuatro, tal vez cinco… Siempre soñé con una casa en Comayagua… Es el lugar más lindo del mundo… Una casa de dos pisos, color rosado, con sus barandales pintados de verde… Y unos gallos, un par de negros, otros pintos, y otros color sepia…
– Y si viene la guerra, ¿nos va a agarrar por allá?…
– ¿Por qué lo preguntas? ¿Ya estarás enamorada de aquel militarejo?
– No, señor… Se lo pregunto, porque es la pregunta que se hace toda la gente…
– Pues si hay guerra mejor que nos agarre allá… Ese documento lo venía yo persiguiendo desde 1911, ya hace rato…, pero nos hemos cruzado en feliz regreso la Pun ta de Manabique… Lo que sí te digo es que bendito sea el rey de España que estampó su firma en él, ese Rey Divino, color de chañaca, vestido de negro de la cabeza a los pies… Lo que sí quiero que sepas de una vez -bajó la voz para mirar a un lado y otro- es que con ese manuscrito auténtico, innegablemente auténtico ante cualquier tribunal, la «Frutamiel» extiende sus cultivos hasta más allá de lo que ahora tiene cultivado la «Tropical Platanera»… Un uno y muchos ceros, tantos como estrellas hay ahora en el cielo… ¡Qué lindo es Dios cuando se vuelve dólar!…
Sin anunciarse llamó doña Margarita al cuarto número 17 del Hotel «Santiago de los Caballeros», toda blancura de piel y polvos en su sencillo traje negro de viuda llena de encantos, y hasta un poco menos negro el momo-tombo, lunar que hacía más graciosa su cara y que era como un tercer ojo perdido en su mejilla.
Lucero abrió en mangas de camisa, los tirantes fuera de lugar a los lados del pantalón, en pantuflas, y sin tiempo para otra cosa que saludarla, de seguido la tuvo ocupando una punta de la cama, sentada de medio lado, el cigarrillo en los labios, la pierna cruzada…
– No crea que vengo a que me cuente cómo era Lester Mead y su esposa. Ya soy vieja para que me cuenten cuentos. Vengo a que me diga cuánto me da si le muestro un documento que para usted es importantísimo. Poco le voy a pedir. Su amistad, simplemente.
Y le tendió la mano de suavísimos dedos de piel de espuma, mano que en algún lugar del espacio quedó aprisionada por la de Lucero largo rato, el suficiente para que ella acabara de fumar y le hundiera hasta el alma el filo redondo de sus pupilas majestuosas, profundas.
– Aquí lo tiene… Es una copia fotostática…
Lino tomó el acartonado papel en cuya superficie, sobre el encuadre gris plomo, resaltaban caligrafías y sellos antiquísimos.
– Se lo dejo para que lo lea, y luego hablaremos; le llamaré por teléfono esta tarde…
Se puso en pie y volvió a tender su mano al huésped.
– No veo a su muchacho. ¿Por dónde anda?…
– Por dónde no anda ese diablo, pregúnteme, y tal vez le sabré contestar.
En la puerta se detuvo a mirar a Lucero, a cerciorarse de que la iba a seguir con los ojos ahora que se alejaba por el pasillo penumbroso, fragante a magnolias y jazmines del Cabo.
Poco entendió Lucero de aquel documento que tras leer varias veces dejó sobre la mesa de luz, indeciso entre llamar a su abogado o al señor Herbert Krill, a quien el viejo Maker Thompson indicó como su segundo, caso de tenerle que hacer alguna consulta, ahora que él se había marchado a los Estados Unidos a dar la batalla contra la «Frutamiel Company». Se decidió por Krill. No estaba en casa. Volvieron a llamar a la puerta. Se subió los tirantes, apresuradamente, bajóse las mangas de la camisa para abrocharse los puños, y abrió. Otra vez la viuda.
– Me olvidé de decirle -le habló sin pasar de la puerta- que si después de la lectura del documento que le dejé, quiere vender sus acciones, las acciones que tiene en la «Tropical Platanera, S. A.», tengo comprador, siempre que se ponga en un precio justo, de acuerdo con las circunstancias, porque ahora ya no valdrán mucho. Y muchas gracias. Perdone que le vine a interrumpir. Le llamaré por teléfono.
Por poco se mete el teléfono en la boca, tan apurado llamó a don Herbert Krill, tratando de informarse si era verdad que las acciones de la «Tropical Platanera» estaban perdiendo valor.
Alzó los ojos para ver entrar a su hijo. Krill no había vuelto a casa. Al pie del teléfono el pliego fotostático, inerme. Sí, la escritura tenía no sé qué de más inerme en aquella forma. Lo tomó para guardarlo en el ropero. Una vez más su hijo se preparaba a explicarle cómo se jugaba al base-ball.
Sin alterar la voz el presidente de la Compañía, su voz de tecleo de máquina de calcular, las mandíbulas con ritmo de palancas, terminó su informe ante el directorio, pequeño grupo de grandes accionistas sentados en un semicírculo penumbroso, penumbra honda, confortable. De cada sillón, ocupado con un accionista, subía el humo del cigarrillo con vibración telegráfica.
– …¡Cuarenta y cuatro millones, setecientos doce mil quinientos ochenta y dos racimos de banano!…
– Repito… ¡Cuarenta y cuatro millones, setecientos doce mil quinientos racimos de banano!…
– Agrego… ¡Cuarenta y cuatro millones, setecientos doce mil quinientos racimos de banano al precio de cinco dólares por racimo! Utilidad neta…
El humo de los cigarrillos se oía taladrar el silenció.
– Utilidad neta del año: cincuenta millones de dólares, deducidos los cinco millones que por impuesto de utilidad se pagaron al tesoro federal americano…
Una voz. La voz de un accionista que llevaba un clavel en el ojal de la solapa:
– ¿Y a esas republiquetas cuánto se les pagó?
– Casi cuatrocientos cuarenta y siete mil dólares…
– ¡Tanto!…
– Repito… A los tres países en que cultivamos la fruta se les pagó de impuesto cuatrocientos cuarenta y siete mil dólares, dado que en dos de esos países sólo pagamos un centavo de dólar por racimo exportado, y en otro, dos centavos… Sigue el informe… Repito… (martilló las palabras con tartamudez sorda de palanca)… ¡Sigue el informe!…
Atmósfera de frío y nebuloso celuloide en que nadaban en luz de yodo muebles y personas.
– República identificada pliego letra «A»… -ruido de pliegos de papel hojeados con premura, las columnitas de humo de los cigarrillos, igual que resortes, alargándose y encogiéndose.
– Repito… República identificada pliego letra «A» niégase otorgarnos ciertas concesiones para operar más abiertamente a través de su territorio, y lo estamos haciendo de prepotencia con muchas molestias en la costa atlántica. Solución que se propone a los señores accionistas. República identificada pliego letra «B» -hojeo, hojeo…- en la que poseemos también plantaciones, limita con República identificada letra «A», y entre las dos existe una vieja cuestión de límites territoriales…
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