Miguel Asturias - El Papa Verde

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Esta es la segunda parte de la trilogia que integran los libros Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados añade una aguda intención social a esos valores poético – mitológico y a esa observación de una realidad política.
En una plantación bananera de la zona del Caribe, Asturias retrata a uno de los personajes más apasionantes de la novela hispanoamericana, uno de esos aventureros norteamericanos de recio carácter, individualistas de temperamento casi renacentista, que se apodera de una sociedad frutera, despojando e primer término a los cultivadores y luego a los mismos capitalistas de la compañía.
Obra de arte y documento, pintura de un personaje excepcional y de una situación humana y social, El papa verde ocupa un lugar incomparable en el universo que Asturias ha construido pacientemente, brillantemente, con cada uno de sus libros.

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– ¡En esta su casa, amigo Lucero, no se aceptan ni médicos ni visitas de médicos!

Y desapareció con Pío Adelaido por el fondo de la sala, que se veía más espaciosa por la falta de muebles: un sofá y dos sillones de un lado y en la parte que daba a los ventanales del jardín una mesa con periódicos, revistas, libros, cajas de cigarrillos y en marcos de plata los retratos de Mayarí, doña Flora y Aurelia, los mismos que en las plantaciones tuvo siempre sobre su escritorio y que estaban vivos por milagro, pues Boby, con sus pelotazos había acabado con todo lo quebrable y hasta en las paredes se veían huellas de las directas , como impactos de bala.

La luz de la mañana sumía la estancia en una profunda claridad de agua límpida. Qué distinta luz la de la costa, donde, desde el espacio celeste hasta la habitación más pequeña se llenaba cuando alumbraba el sol, y los objetos y uno mismo sentíase prisionero del centelleo radiante de cada partícula, debiendo vencer su densidad para moverse. Aquí, no; aquí en la ciudad, a casi dos mil metros sobre el nivel del mar, salía el sol y no llenaba nada; quedaba el ámbito hueco bañado en su fulgencia como un espejo, y todo era como un sueño, un sueño en el vacío de un sueño, nada tangible, nada real, todo inexistente en la luz que no existía directa sino reflejada.

– Lo he dejado con Boby para que se hagan amigos -volvió diciendo Maker Thompson-, pero por atender a su chico ni siquiera le he dado la mano… ¿Cómo le va, don Lino?… ¿Cómo le va?… Hay que sentarse… Tome asiento… No sé si usted fuma…

Boby y Pío Adelaido se presentaron cuando Lucero y Maker Thompson, antes de sentarse, encendían un cigarrillo; más bien Maker Thompson, con un llameante encendedor de oro, le encendió el pitillo, en la boca, a su visitante.

Boby saludó a Lino y en seguida aproximóse a la oreja del abuelo y cuchicheó algo que éste repitió en voz alta, a medida que lo oía, no sin advertirle que secretos en reunión son mala educación.

– Me está diciendo que le pida permiso para llevar a su muchacho de paseo -explicó el abuelo, aunque inútilmente, porque al repetir las palabras que su nieto soltaba en el pabellón de su oreja, ya lo había hecho saber a Lucero.

– La única dificultad -expuso Lino- es que yo no me voy a quedar mucho tiempo, tengo otras cosas que hacer.

– Si es por eso no hay cuidado; que los chicos se vayan de paseo y cuando vuelvan le mando dejar a su chico en el hotel…

– Será mucha molestia…

– Ninguna… El chófer está todo el día de haragán… Pero, sí, Boby, ten cuidado con él.

– ¿Llevas pañuelo? -preguntó Lucero a Pío Adelaido, aproximándose a darle un pañuelo y algunos pesos.

– ¡Edad feliz! -exclamó Maker Thompson cuando salían-. Para ellos y para nosotros. Mi vida, amigo Lucero, no tendría ninguna razón de ser sin este nieto. Pero dejemos la cuerda sentimental y abordemos de lleno el asunto que me indujo a invitarle a venir por esta su casa.

Las canas se le regaban al viejo Maker como una luz de luciérnaga más blanca entre el pelo rubio, cobrizo. Levantó la diestra con el pulgar y el índice abiertos en forma de pinza al tiempo de agobiar la frente para clavarse los dedos en los párpados cerrados, correrlos sobre las pepitas de los ojos y juntarlos en la ternilla de la nariz.

Luego alzó la cabeza con decisión. Sus pupilas sin brillo, empañadas por el tiempo, se detuvieron con simpatía en el rostro tostado del visitante, a quién llamó señor Lucero, y no don Lino. «Señor Lucero» era casi «Míster Lucero»; lo de «don Lino», era tan aldeano y local…

– El propósito de continuar la obra de los esposos Stoner o Mead, como se les conocía entre ustedes, señor Lucero, criterio que ha privado en la conducta de usted y sus hermanos, es muy respetable… Formar cooperativas agrícolas de producción…

Lino se mostró anuente con el gesto, aunque guardaba la más profunda desconfianza para el viejo y todo lo que decía.

– Desgraciadamente, señor Lucero, una fortuna es una madeja de sueños de codicia, una madeja asquerosa e innoble, aislable en la medida en que de una cabellera aisla usted, con un peine, un mechón de pelos. Superficialmente lo aparta, pero en el fondo queda unido al resto, sigue participando de todo lo que lo nutre en el cuero cabelludo, de cuanto hay de bueno y de malo bajo sus raíces. Las acciones que usted, señor Lucero, y sus hermanos poseen en la «Tropical Platanera», han tratado de apartarlas con generoso impulso, al seguir las huellas de Lester Mead, pero sólo en apariencia, porque dentro, en el fondo, han quedado nutriéndose de lo que alimenta a todas las demás acciones.

Hizo pausa y siguió:

– Y debajo de ellas, en estos momentos, señor Lucero, se libra una lucha a muerte que está a punto de provocar la guerra entre su país y el país vecino, de lanzarlos fríamente a la lucha armada.

– ¿Y cree usted, míster Maker Thompson, que se llegue a tanto? Estuve con mis abogados esta mañana y ellos creen que el asunto de límites se resolverá pacíficamente mediante un arbitraje en Washington.

– Mi temor es ése: que tal y como van las cosas sean ustedes los que en el fallo pierdan la partida y al perder ustedes quedamos en la «Tropical Platanera» bajo la dependencia de la «Frutamiel Company», que en el Caribe es el grupo de la Compañía más terrible y voraz. Es la «Frutamiel Company» la que está agitando todo este asunto de límites, no porque le interesen un comino los intereses territoriales del país vecino. Su propósito es otro, dominar a la «Tropical Platanera», para ser entonces el arbitro de los destinos de la Compañía.

Los ojos castaños del viejo plantador de bananos recobraban el perdido calor y el brillo, cuando en el semblante de Lucero pulsaron el efecto de sus palabras. Continuó:

– Un grupo de accionistas bastante fuerte trata de evitar lo peor y me han pedido, por intermedio de mi hija Aurelia, que yo vuelva a Chicago. Debe maniobrarse hábilmente para que este país no vaya a perder una importante faja de terreno en el arbitraje, y para que nosotros no caigamos bajo el control de la «Frutamiel Company». Eso es todo.

– Vuelve entonces usted a Chicago…

– Depende…, depende… -reunió y apretó sus músculos faciales que al oír hablar de su ciudad natal suavizaba la nostalgia, para que fuera su cara lo que siempre fue, un nudo de energía.

– Señor Lucero -atacó de lleno-; me tomé la libertad de pedirle que viniera urgentemente porque vamos a necesitar de los votos de ustedes, como accionistas, para que yo salga electo de presidente de la Compañía, en la seguridad de que si así fuera trataré de evitar la guerra, ante todo evitar la guerra, y procuraré que el arbitraje salga favorable a su país.

Lucero se levantó a darle la mano; hace un momento desconfiaba, pero ahora era todo fervor.

– Nada de cantar victoria antes de tiempo y menos hablar de esto con sus abogados -dijo el viejo Maker correspondiendo a sus apretones de mano-; cualquier indiscreción de su parte podría ser fatal para nuestro juego, su país perdería una buena faja de terreno y nosotros pasaríamos a depender de la «Frutamiel».

– Desde ahora cuente ya con nuestros votos. ¡Qué fregado! Al no más bajar yo a la costa hablo con mis hermanos y los entero de todo.

– Sí, estas cosas conviene tratarlas personalmente y en la mayor reserva en cuanto a la finalidad, que es ganarle la partida en lo de límites a la «Frutamiel Company», si se resuelve por arbitraje, y evitar la guerra a toda costa. A sus abogados, caso que le pregunten, hágales saber que lo invité a esta su casa a proponerle la compra de sus acciones.

– Era lo que ellos se suponían…

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