Miguel Asturias - El Papa Verde

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Esta es la segunda parte de la trilogia que integran los libros Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados añade una aguda intención social a esos valores poético – mitológico y a esa observación de una realidad política.
En una plantación bananera de la zona del Caribe, Asturias retrata a uno de los personajes más apasionantes de la novela hispanoamericana, uno de esos aventureros norteamericanos de recio carácter, individualistas de temperamento casi renacentista, que se apodera de una sociedad frutera, despojando e primer término a los cultivadores y luego a los mismos capitalistas de la compañía.
Obra de arte y documento, pintura de un personaje excepcional y de una situación humana y social, El papa verde ocupa un lugar incomparable en el universo que Asturias ha construido pacientemente, brillantemente, con cada uno de sus libros.

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– ¿Cuántos terneros tiene tu papá? -le preguntó Boby.

– Como trescientos serán -le contestó Pío Adelaido.

Boby se indignó:

– ¡Ah! -le dijo-, no exageres conmigo, yo te dije que inventaras, pero ¡cómo vas a tener trescientos hermanos!

– ¡Ah, hermanos!

– Sí, viejo; hermanos. Es que nosotros a los hermanos les llamamos terneros en la pandilla, y a las mamas, vacas, y a los papas, bueyes…

– Pero los bueyes no dan terneros -rectificó Adelaido-, y ahí eres tú el que me estás exagerando.

– En la costa tal vez no, porque hay toros, pero aquí les llamamos bueyes a los papas, y ellos son los que dan los terneros. ¿Cuántos hermanos tienes?

– Cuatro… Ahora, primos tengo un montón… Yo soy el más grande de todos mis hermanos… De mis primos hay otros más grandes, hijos de mi tío Juan…

Bebieron agua. Tres vasos de agua cada uno. La panza les sonaba como tambor de cristal.

– Lo de a chipé sería que te fueras con nosotros a la costa. Allá es otra cosa, tú.

– Hace un calor bárbaro…

– Hace un calor bárbaro, pero no es como aquí, todo tan encerrado, tan frío, tan triste…

– Si tu papá le pide permiso al viejo tal vez me suelte. A mí me gustaría conocer allá, y luego que con tus primos y otros muchachos formaríamos un equipo de baseball…

– Y jugaríamos guerra…

– Ya vas a ver cómo será la cosa esta tarde en el Cerro. No es así no más, no estés creyendo; es bravo… Pero ya lo creo que sería suave organizar una guerra en la costa.

Y al detenerse el automóvil frente a la puerta del hotel, Boby exclamó:

– ¡Suave la vida!

El papá de Pío Adelaido estaba en el hall con visita. Así les informaron en la portería. Pero qué visita, era el teniente de allá con ellos.

– Es visita -le dijo Boby, que entró a saludar al señor Lucero y por aquello de la invitación para ir a la costa, si Lucero se lo pedía a su abuelo con seguridad que le daba permiso-, es visita aunque sea de allá de la costa.

– Bueno, pues es visita… -le contestó Pío Adelaido braceando para tener valor de atravesar el hall lleno de gente y de plantas sembradas en grandes macetones.

Boby se adelantó a saludar a don Lino, el cual departía con el teniente Pedro Domingo Salomé, y a pedirle que le diera licencia a Pío Adelaido para salir con él por la tarde, después del almuerzo.

– Siempre que él quiera… -contestó Lucero.

– ¡Gracias! -aceptó Pío Adelaida-, tú pasas por mí y salimos.

Boby se despidió y entonces se dio cuenta de que no se había quitado la gorra al entrar, una gorra de beisbolero con la visera larga y terminada en punta, como cucharón.

– Se queda con nosotros y almuerza -insistió Lucero ante las negativas del teniente-. Pío Adelaido va a subir a la habitación mientras nosotros nos tomamos otro whisky. Hijo, pedí la llave, vas al cuarto y me bajas esas pastillas que estoy tomando.

Y al retirarse el chico que marchó braceando para darse valor -cómo se le hacía interminable aquel hall lleno de gente-, Lucero golpeó con unas cuantas palmadas efusivas la pierna del oficial mientras decía:

– Pues qué bueno, qué bueno, que lo hayan ascendido. Así se llega, mi amigo, así se llega.

– Si viera, don Lino, que estoy pensando pedir la baja.

– ¿La baja cuando va para arriba?… Vamos al comedor… -se puso de pie Lucero e hizo levantarse al invitado-. Un rico vino para celebrar el ascenso. ¿Cerveza?… No… Nada de cerveza en las grandes ocasiones. Quiero decir que ahora es usted capitán.

– A propósito de lo que le decía -siguió Salomé-, quiero pedir mi baja -cuando pasen estas bullas, no sea que se crean que es por no ir a la guerra-, para comprar unos terrenitos por allá con usted y sembrar bananos.

– Todo se puede, pero no deje la carrera de las armas. Mejor los galones que sembrar bananos. A los militares les pagan hasta por escupir, y su estrella va para arriba.

– Y este jovencito, ¿qué hace? -preguntó el nuevo capitán al muchacho que volvía con el remedio para su papá, después de haber tenido que cruzar otra vez el hall.

– Fui con Boby Trompson a visitar a sus amigos. No los encontramos. Sólo pasamos frente a sus casas.

– Paseo de cartero fue ése, mi hijito. Lo que es ser muchacho, capitán. Conformarse con pasar por delante de las casas de los amigos. La amistad no existe entre los muchachos de esta edad, es más enamoramiento; ¿no se ha fijado usted?…

– No, si no pasamos así como usted dice, papá. Nos parábamos un buen rato y Boby les silbaba, para ver si estaban.

Terminado el almuerzo, Pío Adelaido subió a la habitación a dar una ojeada a los regalos que su papá había comprado para sus hermanos, para su mamá, para sus primos, para sus tíos. Regalos y encargos. Y Lucero y el capitán se apoltronaron en dos sillones del hall. Otra vez tuvo que cruzar el dilatado salón, ya con poca gente, el muchacho delgado y cabezón, a quien inquietaba, como una cosquillita bajo la lengua, la idea de la guerra en el Cerrito.

Salomé aceptó una copa de plus cacao, Lucero pidió coñac y encendieron dos puros.

¿Y qué hay de cierto en todo eso del submarino japonés y el telegrafista? -interrogó Lucero, mientras en la copa de coñac hundía apenas el extremo del puro, antes de encenderlo, ya para asegurárselo en la boca, donde se lo puso, y lo rodó entre sus dientes medio cerrados.

– ¡Pobre muchacho!

– Hoy me decían, capitán, no sé si usted sabe algo, que en la carta que dejó confesaba que un alto empleado de la Compañía le entregaba sumas considerables de dinero, para que transmitiera esos mensajes comprometedores.

– ¡Don dinero hace de un honrado un traicionero!

– Pero también se dice que no había tales submarinos japoneses, y que más le pagaron a Polo Camey para comprometer al gobierno, ahora que estamos en las dificultades de limites…

– ¿Y cómo lo comprometía?

– Haciéndolo aparecer como aliado del Japón… El mandaba los mensajes a ciegas. Nadie los recibía, pero quién prueba eso…

– La carta…

– Sí, la carta, y por fortuna, diga, que cayó en manos de las autoridades; si no, sí que nos dan la gran trabaña. Y hay algo más, capitán; parece ser que los billetes que recibió Camey servirán, por los números, para remachar la prueba de que es un puro trabajito de la Tropicaltanera.

El sabor del coñac y del licor del cacao, el aroma de los puros, la luz blanca, cegante, adormecedora, de las dos de la tarde, el poco movimiento -apenas si en el bar se oía ruido de vasos y en el comedor desierto el ir y venir de las moscas- los fue penetrando de una modorra tan agradable, que más que dormir la siesta, prefirieron estar despiertos, la cabeza apoyada en el respaldo de los sillones, frente a frente, sin hablar.

Al sosegar la hamaca de la pierna cruzada, el capitán quedóse colando a través de sus pestañas, los ojos entrecerrados, la visión de la hembra que había conocido anoche en la cantina del callejón… Siempre se le olvidaba el nombre de ese callejón… Del hotel se iría a buscarla… Sólo que la babosada del nombre del lugar, ese «Dichosofuí»…

Lucero, apoyando los codos en los brazos del sillón, recordaba el anuncio profético que les tenía hecho el Rito Perraj de un viento fuerte formado por masas humanas que barrerían con la «Tropicaltanera»… Masas humanas convertidas en cientos, en miles, en millones de manos azotadas por la furia del huracán y arrancadas de sus quietos brazos, y lanzadas contra, contra, contra, contra…

Pío Adelaido se durmió, no fue a la guerra. Boby estuvo en el hotel y llamaron a la habitación, sin obtener respuesta. Entre los juguetes de sus hermanos -no faltaban espadas, pistolas, cañones- y los obsequios para las personas mayores, hecho un ovillo se fue quedando dormido y cuando su papá entró en la habitación, roncaba. Este le puso una almohada bajo la cabeza, le desató los zapatos y lo cobijó antes de salir.

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