Miguel Asturias - El Papa Verde

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Esta es la segunda parte de la trilogia que integran los libros Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados añade una aguda intención social a esos valores poético – mitológico y a esa observación de una realidad política.
En una plantación bananera de la zona del Caribe, Asturias retrata a uno de los personajes más apasionantes de la novela hispanoamericana, uno de esos aventureros norteamericanos de recio carácter, individualistas de temperamento casi renacentista, que se apodera de una sociedad frutera, despojando e primer término a los cultivadores y luego a los mismos capitalistas de la compañía.
Obra de arte y documento, pintura de un personaje excepcional y de una situación humana y social, El papa verde ocupa un lugar incomparable en el universo que Asturias ha construido pacientemente, brillantemente, con cada uno de sus libros.

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Durmió hasta muy entrada la tarde. Boby vino por segunda vez a buscarlo hasta su cuarto y lo despertó. Fuertes ronquidos. Lo despertó para hacerle saber que la pandilla lo esperaba en la calle, cerca del hotel, todos deseosos de conocerlo, y darle el notición del triunfo de los de su bando en la guerra del Cerro. Los del otro bando fueron desalojados de sus posiciones a puro tenemastazo, hasta hacerlos huir a la desbandada. Parlama Juárez se portó como león. Una pedrada le hizo posta la oreja. No oía y le manaba sangre. Si lo agarran de frente se lo apean de donde estaba encaramado. Pero qué bien cubrió el puesto para defender la trinchera. El solo se sostuvo, mientras le llegaban refuerzos. El Negro Lemus también se portó al pelo. «¿Y tú, Boby?», estuvo a punto de preguntarle Pío Adelaido cuando se dirigían a la calle, donde los esperaba la pandilla. Pero Boby, mientras Pío Adelaido se restregaba los párpados todavía calientes del sueño, se adelantó a explicarle que en esas guerras locales él no tomaba parte, por ser gringo. Boby siguió la batalla con las manos hechas dos tubos de dedos sobre los ojos en forma de anteojo de larga vista. Mañana sí le tocaba pelear a Boby, porque mañana sin falta, en la tarde, después de las clases, la guerra con el Japón.

– ¿Sabe jugar béisbol? -preguntó a Boby el Chelón Torres.

– Pregúntaselo vos…

– Sí, es verdad, qué baboso soy yo, ya como que no hablara español. ¿Ha jugado beis?

– No, pero Boby me va a enseñar -contestó Pío Adelaido.

– Muchades -propuso Fluvio Lima-, les propongo que organicemos un juego en su honor. Podría ser mañana, en lugar de la guerra con el Japón.

– No vengas con esas, vos…, y el todo porque tenes miedo, hoy estabas que te temblaban las canillas, no pareces hombre.

– Pero es que en la guerra no puede participar él. Cómo va a ser que venga de lejos sólo a que le den un mal golpe. Para brutos, los mismos.

– Bruto fue un gran hombre.

– Pues vieran que me está gustando la idea de organizar un match mañana en honor del amigo -anunció Boby.

– Otro que tiene miedo, ya porque mañana va a tener que pelear él. Ves, vos, Boby, que los gringos también van a tener que echar bala; o crees que toda la vida se la van a pasar jugando al béisbol.

– ¡Sho, boy!

– ¡Sho será tu cara, gringo abusivo -gritó Plumilla Galicia-; estás creyendo que a mí me vas a zafar la quijada!

– ¡…¡

– Pues otra vez tu cara, por si al caso…

– Vos, Plumilla -intervino Parlama Juárez-, respeta que hay invitado a comer… chicle…

Y al decir así, Juárez fue dando a todos un chicle, pero el que le tocó a Pío Adelaido no era chicle, sino una pastilla de una especie de goma jabonosa, dulce, que le fue creciendo en la boca. Al principio no dijo nada, tal vez era una impresión suya, pero al sentir que ya no le cabía en un lado de la boca, todo el carrillo lleno, ni en los dos carrillos, toda la boca inflada, empezó a sudar como si se ahogara, pálido y lloroso, entre las carcajadas de los de la pandilla.

Se fueron, mientras Lucero hijo se sacaba aquella masa de goma azucarada pegoteándose las manos. Boby y Fluvio Lima le ayudaron porque ahora, con la saliva, ya era más abundante y no cabía en sus manos y se le pegaba en los dedos como una barba de copal, y mientras luchaba con aquella madeja interminable y pegajosa, le explicaron que era la prueba de que se valía la pandilla para saber si era digno de pertenecer a ella.

– El que se despega sin asfixiarse es de los nuestros y el que no, cadáver… -le explicaban mientras volvían los otros a darle el espaldarazo, espaldarazo que consistía en escupirse la palma de la mano y dársela sucia de saliva-. No tengas asco -aclarábale Boby-, la saliva es sangre blanca, y si los novios se besan, los amigos se besan con las manos ensalivadas.

– Y ahora -le dijo Plumilla Galicia- tiene que contar algo nunca oído en los cinco continentes.

– Algo que tú sepas o que hayas oído… -le ayudó Boby.

– No sé si servirá esto que les voy a contar. Cuando los cuervos pescan juntos parece la cabeza negra de un gigante que saliera del mar. Una cabeza de gigante degollado que sube y baja al compás de las olas…

Los dejó callados. El Chelón Tones se atrevió:

– En el fondo del mar es donde degüellan a los gigantes.

– Bueno, mucha, búsquenle apodo; éste ya es de la pandilla! -exclamó el Negro Lemus.

– ¡Por llamarse Pío, Pío, Pollo!… -lanzó Parlama.

– ¡Fine!

– ¡Nada de faiti, vos, Boby! -le cortó el aliento Plumilla -, eso de Pollo no me gusta, Cabezón le luce más, sólo véanle el chilacayotón que se carga!

– ¡Hurra…, hurra…, Cabezón!… ¡Hurra, hurra…, Cabezón! -gritaron jubilosos y bullangueros todos los que no gritaron-: ¡Burro, burro, Cabezón!… ¡Burro, burro, Cabezón!

– ¡Yo te bautizo con pan y chorizo y Cabezón te pongo por nombre postizo! -le dijo Plumilla Galicia, el más confianzudo, golpeándole la cabeza, mientras los otros se acercaban, saltándole encima y queriéndole bautizar a golpes.

Pío Adelaido se defendió como pudo. Era tiempo de volver al hotel. Andaban por la Plazuela de Santa Catalina. Si no corre llega tarde. Tenía que salir con su papá. Las ocho de la noche. Vestirse. Salir. Iban a casa de un dentista emparentado con don Macario Ayuc Gaitán, cuyo nombre, en letras resaltadas de bronce oscuro sobre fondo dorado, se leía en la puerta de la calle: «Dr. Silvano Larios».

Todo cambiaba al cruzar el umbral de la residencia del doctor Larios, como si por arte de magia los visitantes fueran transportados a Nueva York. La luz indirecta devuelta sin choque por las superficies lisas -muros, techos, pisos, muebles-, como una bola de tenis que en ralenti regresa después de golpear en el piso. En aquella luz todo parecía moverse en ralenti. Los invitados, la servidumbre, los músicos que alternaban valses y hawaianas.

A Pío Adelaido lo tomó un grupo de chicos para llevarlo al jardín. Estaba con un vestido nuevo, oloroso a estearina, la cabeza con el pelo tieso, tanto cosmético le echó su papá. Por primera vez llevaba corbata y reloj.

– Véngase por acá, señor Lucero -dijo el doctor Larios-; tengo que hablarle de un asunto muy delicado.

Lino aceptó el cigarrillo que le brindaba el doctor y ocupó una de las sillas en la antesala del consultorio, a donde le condujo, no sin llevarse a cada momento el dedo a los labios, para recomendarle silencio.

– Aquí se queda usted, señor Lucero, y lee esta carta. Vuelvo en seguida.

Lino desdobló el pliego que en un sobre acababa de entregarle el doctor Larios y al terminar la lectura quedóse de una pieza, inmóvil, sin saber qué hacer ni qué decir. Quiso leerla una segunda vez, pero apartó los ojos, ya tenía bastante.

Macario Ayuc Gaitán le pedía que votaran en las elecciones por efectuarse para presidente de la Compañía, por la persona que en caso de aceptar Lucero y sus hermanos, en pacto de caballeros el doctor Larios estaba autorizado a nombrarles, y la cual encabezaba y secundaba a los accionistas de la «Frutamiel Company».

Larios volvió trayendo sendos vasos de whisky con soda y le pidió que bebieran chocándole su vaso en brindis silencioso y elocuente. Lejos se oía la música y por ráfagas la risa y alegría de los invitados. Después de paladear el whisky, paladeo que el doctor hizo notorio con un chasquido de lengua, le preguntó qué pensaba de la carta de Mac.

– De la carta de Mac… -repitió Lino mecánicamente.

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