– ¡Papá, yo me quiero ir ya!
– Para mí que los esposos Mead, aunque, según dicen, también se llamaban Stoner, todo lo hacían por publicidad y testaron a favor de ustedes por hacerse notorios, sin suponerse siquiera que la muerte les andaba cerca. Ellos deben haber dicho: testamos ahora, y después de figurar en las crónicas de los periódicos de allá -éstos de aquí son pasquines- revocamos el testamento. Gente que se la quiere dar de exótica por pasar a la historia, ¿no le parece?…
– No, señora.
– Margarita me llamo…
– No, doña Margarita…
– ¡Qué vieja me hace!… Dios se lo pague…, le devuelvo su «doña».
– No, Margarita…
– ¡No, no, no…, pues como me llamo Margarita, puedo hacerle la contra y decirle… sí, sí, sí!
– ¡Papá, yo me quiero ir ya!… ¡Yo me quiero ir ya, ya!
– Este jovencito está que se cae de sueño -y la viuda puso la mano cubierta de anillos (su muñeca tintineaba de pulseras), sobre el hombro delgado de Pío Adelaido.
– Sí, nos vamos…
– Pero como me debe la explicación, pasaré por el hotel, están en el «Santiago de los Caballeros». Allí lo buscaré para que me diga cómo eran los esposos Mead. Gente de otro planeta.
La comba del cielo, de una sola pieza de basalto azul oscuro, sobre la que se extendía el cedazo de oro de las estrellas, tela metálica para que no entraran a turbar el sueño de Dios los humanos insectos, se sacudió con el trepidar de un avión. Empezaban a salir para otras latitudes las naves aéreas de pasajeros, gente que de madrugada viajaba hacia otros sueños, hacia otros sueños.
El director general de la Policía -la cara redonda y la cabeza al rape en un solo medallón trigueño con verdín de veneno- se sustrajo a los volcanes de papeles que firmaba -el despacho del día- para recibir al señor Lino Lucero, audiencia que principió entre la quinta y séptima campanada de las ocho de la mañana resonando en un alto reloj de pesas frías, al parecer inermes, que descendían del tiempo a la eternidad encadenada, sin que se notara su movimiento tras el ir y venir del péndulo.
Sobre el escritorio, además de los papeles apilados, en la cumbre las órdenes de libertad de formato más pequeño, seis teléfonos, teclados de botones de timbres eléctricos, una lámpara de pantallón verde y un tintero monumental, con una estatua de la Justicia vendada -ojos que no ven corazón que no siente-, sosteniendo los platillos de una balanza que al aproximarse al escritorio Lino Lucero, el funcionario trató de nivelar con un golpecito dado con el portapluma antes de depositarlo en el tintero.
Los platillos de la Justicia en sube y baja, los últimos golpes de la campana del reloj resonando quedamente entre los muros y los cortinados de terciopelo azul, y la gran bocamanga cubierta de entorchado tendida hacia la mano del visitante.
Se despegó del escritorio, al que le estrechaba el sillón de tornillo, sillón que hizo girar con dificultad para salir, apretóse el arnés al pasar entre los teléfonos, anduvo como si se desentumeciera después de muchas horas de estar sentado y con más agilidad, tras arreglarse las partes y la pistola que pendía del arnés, adelantó por una alfombra de vino tinto oscuro y desplomóse al centro del sofá con las piernas abiertas, desde donde ofreció a Lucero uno de los sillones.
– Lo hice madrugar, señor Lucero, porque deseaba conversar con usted lo antes posible y me felicito de que haya estado en la capital: si no, lo hubiera tenido que llamar y molestarlo con hacerlo venir desde la costa. Siéntese y vamos a charlar como amigos. No vea, pues, al funcionario. Los éstos de la Compañía Tropical Platanera han puesto en conocimiento del supremo gobierno que usted anda soliviantando los ánimos por la costa y son cosas que no se pueden hacer ahora que necesitamos el apoyo de ellos en el asunto de los límites.
Lino Lucero intentó hablar.
– No tiene nada que explicarme, que para eso me soplo en esa silla, sentado frente a mi escritorio, las veinticuatro horas del día y de la noche. No le exagero. ¿Tomó café usted? Voy a que nos hagan servir. Desde las cinco de la mañana aquí, como me ve, estoy trabajando.
Se levantó pesadamente, tintinearon sus espolines, las botas brillosas cerraban los embudos de sus pantalones del uniforme verde oscuro y apoyó el dedo en uno de los botones del teclado de timbres.
– Café con leche -ordenó al criado que apareció con el desayuno-. ¡Sobresaliente en urbanidad! -increpóse-. Me serví yo y no le hemos servido al señor. La costumbre, amigo Lucero, de desayunar siempre solo. ¿Cómo le gusta, canche o negro? A mí siempre me gusta más negro que canche, con mucho café. Esto huele a campo, amigo. ¡Qué tiempos aquellos! A veces muevo las manos para recordar cómo se ordeña.
– Debe tener sus buenas tierras usted -se atrevió Lucero.
– Algunos pedazos… Cosa de nada… Ahora estoy queriendo comprar.
– ¿En la costa no ha pensado?
– Pensado, pensado, muchas veces.
– En la costa la propiedad está valiendo.
Pues le doy el encargo, amigo Lucero… Una hacienda que se consiguiera barata…
– Siempre se presentan, cuestión de buscar.
– Pues se lleva el encargo… Es más, una idea trae otra; podríamos comprarla en sociedad -dio el último sorbo de café con leche, cuidando de no ensuciarse los bigotes de negrísimos hilos de azabache-; formamos una sociedad y la compramos. Me gustaría que lo pensara.
– Estoy tan atareado en mis plantaciones y mis cosas allá abajo que quién sabe si me queda tiempo.
– Un abuelo mío decía: «los cortes de madera no quitan lo semoviente», dando a entender con este disparate que se puede estar en la montaña cortando bosque y en el plano engordando ganado.
El desayuno había concluido y con un palillo se escarbaba los dientes a lo militar. Primera fila, segunda fila y las piezas da artillería pesada, los molares de la retaguardia a lo último.
– Vamos a planear algo que nos convenga a los dos -enfrentó a Lucero. Y, pausa de por medio, dirigiéndose al sirviente que había entrado por los trastos, le dijo-: Mis cigarrillos y mi encendedor están allí sobre mi mesa de luz… -el criado fue y volvió rápidamente de la alcoba vecina al despacho con el recado de fumar…- y que vengan por esa guerrera y la limpien bien, ¡carajo! Ya nadie hace las cosas como se mandan. El plan sería -volvió a enfrentar a Lucero ofreciéndole un cigarrillo- (¡ya ve la lucha para limpiar una guerrera!), el plan sería comprar una buena hacienda entre los dos y que usted sacara la cara.
– No me puedo comprometer. Tenemos emprendidos con mis hermanos además del banano, otros cultivos: tronela, té de limón…, y la fábrica de harina de plátano; pero la idea no es mala: meterle ganado a una propiedad en la costa… ¡Todo ganado, la palabra lo dice!
– ¿Usted sabe lo que eso significa con mi poder y su dinero en juego? Y en cuanto a las quejas de la Com pañía, trataré de poner sordina a todo lo que dicen contra usted, contra usted y sus hermanos. De esta conversación depende que le quede la ciudad por la cárcel.
– A la «Tropicaltanera» hay que exigirle que cumpla las leyes del país. Eso es todo.
– Del diente al labio la palabra, amigo Lucero, pero del diente al galillo la necesidad. Fácil es hablar, gastar saliva, pero no es tan fácil llenarse la barriga. Si Dios, tras el hermoso don de la palabra, no deja el vacío de la necesidad, el hombre no ladraría, sino hablaría. Su inspiración es hablar, pero su instinto no lo deja y por eso ladra, ladra para que le tiren el pan de cada día los que lo tienen, los poderosos.
– Pero, algún día, en lugar de ladrar, morderá.
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