El Norte barría la ciudad, golfo de las más negras intenciones heladas, la ciudad desierta expuesta al viento y al silencio, amurallada en sus casas bajas y en su sueño hondo. El cielo lila. Esas noches lilas que hacía más infinita la orfandad de las estrellas. Y hacia poniente los volcanes de tierra ausente de lo que pasa entre los hombres, volcados a la suma grandeza de las nubes.
El teniente Salomé tomó un automóvil para dirigirse al Ministerio de la Guerra. El subsecretario le esperaba en su despacho y le hizo pasar en seguida, casi sin saludarlo, a presencia del ministro, a quien Salomé alargó el sobre que contenía la carta del suicida. El ministro ni le contestó el saludo ni le miró. Fuese, al tener el sobre en la mano prieta y menudita -más prieta y menudita saliendo de la bocamanga con los entorchados de general-, fuese con su pasito de indio y sus bigotes canos de vaca marina, por los corredores iluminados y lustrosos, siguiendo el camino de una alfombra roja, entre charpas de ayudantes y carreritas de porteros.
El subsecretario indicó a Salomé que se buscara hotel para pasar la noche y volviese a esperar órdenes. Un hotelito cualquiera, más para dejar su equipaje, porque a saber a qué horas lo iban a despachar.
– La interior catorce… -dijo el dueño del «Hotel del Tren», rabiando en busca de los anteojos, manotazo aquí, manotazo allí, entre papeles y libros de contabilidad, y un criado con la piel vidriosa, como la brea, entró la valija y el maletín de Salomé.
– ¿Vas para la guerra? -le preguntó en voz muy baja.
Al teniente le cayó muy mal lo del «vas», y no le contestó. El sirviente contentóse con sonreír.
La habitación interior catorce… Ni la luz se encendió. Apestaba al sueño interrumpido de los cientos, de los miles de viajeros a quienes despertaban a golpes en las puertas para que no perdieran el tren. Ese sueño sin gastar, mancado, que no es ninguno y que sólo fue un profundo, un inmenso deseo de no despertar, de cerrar los ojos y que no viniera el madrugón.
Esperó que el sirviente, moviéndose en la oscuridad un poco al tacto, pusiera la valija y el maletín al lado de la cama, salió tras él -no hacía ruido con los pies descalzos- y en la puerta se detuvo para echar la llave por cumplir con el reglamento y con el rito de sentirse propietario.
– Oiga, jefe… -le llamó en la oficina de recepción el viejo que al entrar él, hace un momento, buscaba sus anteojos; los había encontrado metidos en la «Guía Telefónica», y se consideraba el hombre más feliz del mundo-. Tiene que llenar este papel con su nombre y apellido, edad, nacionalidad, profesión, lugar de nacimiento, procedencia, destino y citar los documentos de identidad que posee.
– Y eso…, ¿tanta exigencia?
– Siempre ha sido así, pero ahora con lo que va a haber guerra por esa cuestión de límites se ha puesto peor… ¡Puesto, oí, puesto -se dirigió al sirviente, mientras el teniente llenaba la ficha-; puesto, no ponido, como decís vos! El puesto que tiene don fulano… ¿Caso decís el ponido que tiene don fulano?… Y como decís reponido… Gracias a Dios que hay guerra y que allí van a morir todos los que como vos no son Académicos de la Lengua… Reponido… ¡Repuesto!… ¡Repuesto!… ¡Repuesto!… Trajeron el repuesto, el repuesto del automóvil…
El Norte seguía soplando, por momentos casi huracanado, y sólo ladeando el cuerpo lograba el oficial cortar la masa de viento que lo hacía detenerse y bailar hacia atrás cuando regresaba.
– ¡Adiós, teniente, ya va de vuelta!… -alcanzó a oír una voz femenina tras una puerta.
Las personas que venían a favor del viento pasaban cómo exhalaciones. El polvo no dejaba ver. Polvo, papeles, todo volaba hacia los techos entre el bailoteo de los focos eléctricos en las esquinas, igual que si estuviera temblando, y el huir lloroso de los perros callejeros que se pandeaban al cruzar las bocacalles.
Fuera el viento y dentro de las casas, tras los muros, las puertas, las ventanas, el ventarrón de la guerra en noticias que se repetían y repetían sin gastarse, aunque a veces más que hablar era callar, porque la guerra se había callado con callar de muerte. Las familias se iban a la cama y entonces sólo se oía el viento Norte que aullaba con aullido casi humano al llevarse los pedazos de periódicos del día, todos belicistas, significando -los arrastraba por el suelo, golpeaba en las paredes, abandonaba en los basureros, sepultaba en los barrancos, iracundia de gigante fluido-, que nada de lo que en ellos se leía era verdad. El venía del Norte, de los terrenos en disputa y no era cierto lo de la pugna y el odio; allí seguía el idilio de la tierra y el cielo, de la tierra y el hombre, la miel de la vida en los trapiches, el humo de la paz sobre los ranchos, el cencerro, la hamaca y el ordeño, las guitarras, los potros y las hembras, lágrimas en velorios, guirigayes en las fiestas, y la cabalidad en todo. El venía del Norte igual que mensajero y cansado de andar en la ciudad sin que nadie le oyera, enfurecido lo destrozaba todo y de haberla podido arrancar de cuajo la arrancara, sorda como sus muros, como sus noches, ciega.
El teniente Salomé medio se detuvo -un cigarro-, pero sólo encontró virutas de tabaco en sus bolsillos. Más adelante compraría, con tal que hubiera donde, pues todo estaba cerrado. En el centro era lo más probable. Fregado quedarse sin con qué echar humo. Apretó el paso por llegar pronto y porque andando ligero se calentaba. Venir de la costa y caer en una noche así. Sin el capote se habría helado y sin el orgullo de haber sustraído la carta de Polo Camey del despacho del juez. ¿Orgullo de un delito? Sí, señor, de un delito al servicio de la Patria. En la guerra como en la guerra, y en la guerra es un orgullo matar, lo que también es un delito, un delito más grave que sustraer documentos.
Adelante, en una calle transversal, la luz de una cantina abierta, «Cantina Dichosofuí».
– ¿Hay cigarrillos? -preguntó desde el umbral.
– ¿De qué manera se le ofrece? -preguntó una cuarentona que despachaba a dos manos, una garrafa de aguardiente en cada mano, copas y más copas a un grupo de clientes silenciosos.
– Déme «Chipanes» y fósforos…
– ¿También quiere fósforos?
– También quiero fósforos…
– ¿Y salivita?… -ronqueó la mujer, vivaracha y sonriente, seguía en lo que estaba, una garrafa en cada mano, llenando las copas-. Acerqúese el cristal… -se dirigió a uno de los parroquianos que casi de un tic nervioso sacó la mano del bolsillo y le aproximó su copa, y volviéndose de nuevo al militar, exclamó-: ¡A dos garrafas, jefe, no hay «bolo» valiente!…
A la vista de muchas cosas ricas de comer, alineadas en el mostrador bajo mosqueras -más que la vista el olor-, Salomé sintió hambre y como había una enramada con mesas y sillas en un medio patiecito, se fue a sentar. Además de los cigarrillos y los fósforos que le llevaran una cerveza y un pan con curtido y sardina.
– ¿No se le ofrece otra cosa? -preguntó una muchacha que dormitaba y se levantó a servirle, tetuda, trigueña, potrancona; vino contoneándose con la cerveza y el pan relleno de encurtidos y sardina.
– ¿Y todavía me lo pregunta, con el olorcito que tengo aquí cerca?
– Vea… -se volvió agresiva-, no le doy una gaznata porque me hago de delito.
– Entonces, chula, ya sabe lo que se me ofrece, y no pregunte. Como me preguntó mientras yo comía mi pan con sardina, le dije.
– ¡Repesado!
– Acerqúese, me quiero ir repitiendo el nombre del establecimiento: «¡Dichosofuí!… «¡Dichosofuí!»…
– ¿Y para dónde va?
– ¿Verdad que voy a ser dichoso?
– ¿Para dónde va? Se le va a hacer tarde… Ni la cerveza se ha bebido.
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