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Miguel Asturias: El Papa Verde

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Miguel Asturias El Papa Verde

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Esta es la segunda parte de la trilogia que integran los libros Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados añade una aguda intención social a esos valores poético – mitológico y a esa observación de una realidad política. En una plantación bananera de la zona del Caribe, Asturias retrata a uno de los personajes más apasionantes de la novela hispanoamericana, uno de esos aventureros norteamericanos de recio carácter, individualistas de temperamento casi renacentista, que se apodera de una sociedad frutera, despojando e primer término a los cultivadores y luego a los mismos capitalistas de la compañía. Obra de arte y documento, pintura de un personaje excepcional y de una situación humana y social, El papa verde ocupa un lugar incomparable en el universo que Asturias ha construido pacientemente, brillantemente, con cada uno de sus libros.

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– Sí, sí; yo digo que los particulares venden a ojos cerrados si se les paga buen precio. Son tierras que no valen mayor cosa: pantano, monte, mucha culebra, plaga, calentura; pero habrá que ofrecerles bonito, más de lo que les cuestan, porque para ellos significan el pedazo en que nacieron, lo que heredaron de sus padres y del que no van a querer salir si no se les alucina con el montón de «pisto» por delante.

– En los ejidos se puede empezar a plantar para no perder tiempo -intervino doña Flora-, y empezar a comprar a los que vendan tan con tan, pagando el precio que pidan.

– En eso no hay problema -dijo Kind-; el problema está en los que no quieran vender. ¿Qué se hace, qué hacemos con los que por ningún precio quieran vender sus tierras?

– Allí -suspiró doña Flora- ya entra mi señor comandante. Acabado don Dinero, empieza don Fusilo.

– ¿Y ustedes creen que no les podría fusilar? -se atizó los bigotes carbonosos la primera autoridad-; si la patria necesita del progreso y ellos con su negativa cerrera lo obstaculizan, lógico es que la traicionan.

– Eso- acentuó doña Flora encarándose al comandante, dejando en paz el abanico- es lo que usted les tiene que hacer ver: venden o se hacen de delito.

– Lo malo -reflexionó Kind antes de hablar- es que según nuestros informes, los vecinos en ese caso recurrirán a las municipalidades, y las municipalidades pondrán el grito en el cielo.

– Dos municipalidades -precisó el jefe militar, masa blanca por el uniforme de lino en la oscuridad del rancho, tratando inútilmente de juntar sus piernas de gordo, al tiempo de tomar espacio hacia atrás en el espaldar de la butaca.

– Bueno, pero son muchos; dos municipalidades son muchos para fusilarlos a todos…

– Fusilar, no, señor Kind, pero «pistearlos» sí… «Pistearlos»… Se mata de muchas maneras… Hay muchos fusilados con balas de oro…

– ¡Muy bien, doña Morona, muy bien!… Aunque no sería del todo malo hacer también un escarmiento con bala de plomo…

– Los dos son metales, comandante, pero todos preferimos las balas de oro…

– Pues ya va a ver que no -reaccionó el comandante atizándose a dedazos los bigotes-; habrá los que por ningún precio se dejarán sacar de sus tierras. ¡Ah, los hay! Y entonces tendremos que proceder. El progreso exige que desalojen las tierras para que los señores las hagan producir al máximo; y saliendito o dejandito el pellejo. Bala de plomo o bala de oro, sin titubeos; mano dura, sin contemplaciones; y el llamado para eso, según mi opinión, es el señor Maker Thompson, partidario de la fuerza, como le oí decir el otro día en el comedor. Se me grabaron sus palabras: a los hombres se les domina por la fuerza o se les deja en paz. Se les domina para hacerlos progresar, ¿eh?, se entiende, para hacerlos progresar, como a los niños que se les castiga para su bien, para su progreso.

Mayarí levantó las pupilas de ébano para interrogar a Geo con aquellas dos astillas de madera preciosa; pero ya éste, entusiasmado por la alusión, afirmaba a toda voz la necesidad de seguir una política de avasallamiento en la conquista de aquellas tierras, necesarias en su totalidad, no en fragmentos, pues así y sólo así serían útiles al progreso de la región, donde se proponían realizar gigantescas plantaciones de bananos…, millares de plantas…, millones de racimos…

Sin pensarlo dos veces, doña Flora apoyó al comandante en lo que les proponía. El señor Kind, más diplomático, debía marchar a la capital a entrevistarse con las autoridades superiores y obtener las órdenes del caso; y el señor Maker Thompson, hombre de los que entran a la vida mandando, como dijo la misma doña Florona, impresionada por el físico y el modo de pensar de aquel mu-chachón gigante, debía internarse en la selva.

– En la capital -sugería el jefe militar-, el señor Kind debe lograr que el ministro de Gobernación llame a los alcaldes en el término de la distancia y les haga sentir que el gobierno tiene interés en que los vecinos vendan sus tierras, estén o no estén cultivadas, por ser indispensables al adelanto del país. Nadie negará que vale más el progreso de la nación que el que unos pinches costeños se aferren a lo malsano en plantíos que apenas les producen.

– ¡Y como se les van a pagar, no es robo, es compra! -exclamó doña Florona.

– Y el joven Geo, Geo, como le dice Mayarí… -¿Qué insinuaba el comandante? Que vieran, que vieran que no se mamaba el dedo; miraditas, suspiros, arrumacos, más de parte de ella, porque lo que era él, como muñeco de palo-. Y el joven Geo a la selva. En su finca, doña Flora, puede este caballero hacer su cuartel general, sembrar lo que se pueda; hay mucha tierra en las márgenes del río a propósito para guineo; comprar a los que venden y ver qué medida se toma con los reacios al progreso… -Y ya de pie, golpeando amistosamente la espalda a Maker Thompson-: Porque agallas no le faltan al Papa Verde. Le luce el nombre.

– Buena la hace el comandante -se oyó la voz de doña Florona-; ni calor ni zancudos para el señor Kind… ¡Quién fuera diplomático!… La capital…, sus días tibios…, sus noches que ni soñadas… Aquí en la costa soy la mujer práctica, pero cuando estoy allá me entra la sueñera y divago horas enteras, como si en los ojos me cayera del cielo polvo de mundos dormidos. Y la conversación está muy buena, pero yo tengo muchas cosas pendientes. Vamos, Mayarí…

Y al salir a la puerta que daba a la calle, donde apenas se veía nada que no fuera la inmensa noche caliente -las estrellas picaban los ojos como polvo de chile de oro-, doña Flora soltó un grito al dar con un bulto, para luego exclamar:

– ¡Y este Chipó oyendo lo que se habla! ¡Cuidado vas a repetir lo que has oído, vos, Chipó, porque son cosas muy delicadas!

El comandante, de dos pasos, se puso frente al sorprendido Chipó para castigarle. Su cara indefensa, temerosa, vacía como las caras de los indios, mientras le amenazaba de muerte si repetía media palabra de lo que acababa de escuchar, se contrajo dolorosamente, como si allí la piel fuera más viva, al primer fuetazo.

– ¡Amarrado te vas a ir a la capital, indio abusivo, y no vas a llegar vivo, media palabra que yo sepa que repetiste de lo que se habló hoy aquí!

Kind adelantóse para intervenir. Nunca había visto que se le pegara a un hombre como no se le pegaba a un animal, en la cara; pero se interpuso el brazo fuerte de Maker Thompson.

– ¡Usted me ha dicho que es partidario de la política de no intervención!

– ¡Pero le está pegando!

– ¡Con mayor razón, pues si hemos de intervenir, siempre será en favor de los que pegan!

La sirena de un barco cuajó su sonido en la distancia. El manco no dijo nada, pero cuando estuvo en la nave blanca que había entrado a cargar correspondencia, comunicó a Geo su decisión de volver a Nueva Orleáns. Ya su equipaje estaba a bordo, y al despedirse, sacando la voz sobre el barullo del cadenaje que levantaba el ancla, gritó en inglés:

– ¡Somos el hampa, el hampa!… -Ya no le oían, sólo se veía su mano de muñeco-. ¡El hampa de una nación de las más nobles tradiciones!

III

Chipo Chipó… Chipo Chipó… Chipó Chipó… Inasible por su nombre, se fue volviendo para las patrullas que lo buscaban algo así como la escarcha, sudor helado que amanecía sobre los cactos y se esfumaba al salir el sol a encalar el cielo y la tierra de amarillo, amarillo que ver fuera de techado era quemarse los ojos con todo lo que ardía en el incendio de la costa.

Con el nombre de Chipo Chipó salía al claro de los caminos, pero al sólo nombrarse él mismo Chipo Chipo, desaparecía y quedaba flotando, de su ser de gato de monte, la fuerza del ensalmo, entre los micoleones, las ardillas y los monos gritones, para reaparecer al nombrarse él mismo Chipó Chipó, y estabilizarse en el Chipo Chipó.

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