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Miguel Asturias: El Papa Verde

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Miguel Asturias El Papa Verde

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Esta es la segunda parte de la trilogia que integran los libros Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados añade una aguda intención social a esos valores poético – mitológico y a esa observación de una realidad política. En una plantación bananera de la zona del Caribe, Asturias retrata a uno de los personajes más apasionantes de la novela hispanoamericana, uno de esos aventureros norteamericanos de recio carácter, individualistas de temperamento casi renacentista, que se apodera de una sociedad frutera, despojando e primer término a los cultivadores y luego a los mismos capitalistas de la compañía. Obra de arte y documento, pintura de un personaje excepcional y de una situación humana y social, El papa verde ocupa un lugar incomparable en el universo que Asturias ha construido pacientemente, brillantemente, con cada uno de sus libros.

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– ¡Trueque quise decir, no truco!

– ¡No por eso, sino porque no hay salvajes! ¡Ya hemos convenido que no hay salvajes, y que vamos a cambiar riqueza por civilización!

– ¡Qué callado el señor Maker Thompson! ¿No habla? -buscó ella, para evadir la respuesta a las palabras de Kind, el arrimo del joven norteamericano hermoso, atlético, rubio, tostado por el sol del trópico, de espaciosa frente, barba cobriza, ojos castaños.

– Con el permiso de las autoridades y si el tiempo no se opone -rió pensando en una Carmen para una plaza de toros-, digo que usted no sólo es bella, sino encantadora.

Jinger Kind siguió con la vista la espalda del comandante -casi no tenía cuello, la espalda y la cabeza juntas- y Maker Thompson el andar mecido del cuerpo de Mayarí.

«Por mí puede empezar ya el trueque», iba a decir Maker Thompson, «siempre que me toque Mayarí». Pero cambió de pensamiento y exclamó:

– Después de todo, ha jugado usted muy bien, señor Kind… -detrás de su voz había una risa que no salía más allá de su gesto.

Y mientras les servían el café, al sentarse a la mesa nuevamente, Kind se le acercó:

– A que jamás había visto a un gato manco jugar con un ratón uniformado…

– Jugar hasta donde el gato manco no cree también en el progreso…

– No voy a negar que creo en el progreso. ¿Fuma usted?

– Prefiero uno de los míos, gracias.

– Creo que estos países pueden llegar a ser verdaderos emporios. El emporio del banano… No el «imperio», como quieren algunos.

La amplísima frente del joven gigante se iluminó con las centellas que fulgían en sus ojos castaños al coronar de risa lo que decía:

– ¡Emporialistas en lugar de imperialistas!

– Las dos cosas. Emporialistas con los que nos secunden en nuestro papel de civilizadores, y con los que no muerdan el anzuelo dorado, sencillamente imperialistas.

– De regreso a la teoría de la fuerza, señor Kind.

– Falta el «altruismo agresivo».

– Con lealtad debo decirle que aprendí muchas cosas al oírle hablar del emporio, muchas cosas…

– Sin burlas, ¿eh?

– Entrevi una posible táctica a seguir. A los dirigentes -por malo que sea un hombre siempre aspira a lo mejor para su país- hay que hacerles creer que los contratos que suscriban con nosotros traerán como consecuencia un inmediato cambio en favor de las condiciones de vida de estos pueblos… El emporio…

– ¡Es que lo traerán, Maker Thompson, lo traerán!

– Eso es lo que no creo y donde usted se engaña, señor Kind, no sé si a sabiendas. ¿Cree usted que nosotros nos proponemos el mejoramiento de estos pobres diablos? ¿Se le ha pasado por la cabeza siquiera que vamos a tender ferrocarriles para que ellos viajen y transporten sus porquerías? ¿Muelles para que ellos embarquen sus productos? ¿Vapores para llevar a los mercados artículos que nos hagan competencia? ¿Cree usted que vamos a sanear estas zonas para que no se mueran? ¡Que se mueran! Lo más que podemos hacer es curarlos para que no se mueran pronto y trabajen para nosotros.

– Lo que no entiendo es por qué no se pueden dar en el mismo árbol la riqueza para nosotros y el bienestar para ellos.

– Porque en Chicago se piensa simple y llanamente en la extracción de la riqueza y nada más, haciéndoles ver desde luego que ferrocarriles, muelles, instalaciones agrícolas, hospitales, comisariatos, altos jornales se destinan a que algún día ellos lleguen a ser como nosotros. Eso no sucederá nunca, pero habrá que hacerlo creer a los dirigentes que no caigan en la tentación del poder o del dinero. Reelecciones para los presidentes, cheques para los diputados, y para los patriotas, el humito del progreso, divinidad que en lugar de manos tiene yunques, en lugar de ojos faros gigantescos, en lugar de pelo humo de chimeneas, y músculos de acero, y nervios eléctricos, y barcos que circulan por los mares como glóbulos por la sangre…

– Sí, el progreso -dijo Kind-: el progreso, como elixir para adormecer la sensibilidad patriótica de los idealistas, de los soñadores…

– Y aun para los que siendo prácticos quieran encubrir su complicidad con nuestros planes llamando progreso a lo que ellos saben que si existe no es para pueblos inferiores, pueblos a los que sólo corresponde el papel de trabajar para nosotros. Y venga esa mano, señor Kind, ya entendí muchas cosas.

– No, ésta no… -excusó Kind su mano de caucho.

– ¡Esta, ésta, la postiza, la mano del progreso falso, del progreso que les vamos a dar a ellos, porque la verdadera mano derecha la guardaremos para la llave de la caja y el gatillo de la pistola!

Todo el cuerpo de Kind, en el momento en que aquél le apretaba la mano de caucho, se le quedó como paralizado, y Maker Thompson tuvo la idea de que si le daba un puntapié y lo echaba al mar, la supresión del soñador apenas sería el naufragio de un muñeco.

II

Por ese lado de la bahía quedaban los islotes. Un viento color de fuego soplaba de la tierra candente al horizonte en ascuas de la tarde. Mayarí tomó la delantera al solo salir de la playa, en la angosta garganta de arena, riendo, risa de sus dientes y risa de su pelo en negra carcajada por el viento, para dejar sin respuesta a Geo Maker Thompson que la seguía si quejoso por su poca seriedad, no menos ardiente en la porfía de pedirle que cumpliera la promesa de contestarle ese día en el islote por donde ella, después de trepar a los peñascales, saltaba a lo largo de las piedras sumergidas en que nace y muere, muere y nace la babeante soledad de la marea.

El no parar del viento, del soplar del viento, del soplar y soplar del viento, embriagaba a la pareja que había perdido el habla y seguía adelante por donde el islote ya no era islote, sino adivinado espinazo de lagarto petrificado, un pie tras otro pie, Mayarí con los brazos abiertos en cruz para guardar el equilibrio, mínima garza morena con las alas extendidas, y él con mudez de hipnotizado, gigante tímido al penetrar en el mundo desconocido de un espejo que formaba en el aire el reflejo del agua. Peces tontos y bocudos, aletas y burbujas, otros ojizarcos y llagados de rubíes entre sesgadas lluvias de pececillos negros, se materializaban en la coagulada y cristalina profundidad del mar quieto como la atmósfera en que de ellos dos sólo quedaba la imagen, habían perdido el cuerpo, ella adelante en su encontrar y no encontrar las piedras bajo los pies desnudos y él a la zaga sin poder darle alcance, encendido su cabello de pirata.

Geo Maker Thompson hendía el misterio de esas soledades indivisibles, infinitas, con su pecho de hércules blanco, la camisa abierta, en los brazos recogida hasta los codos. ¿Adonde iba? ¿A quién buscaba? ¿Qué lo llevaba? Una profunda respiración de animal triste le anunciaba que todo lo que él había hecho antes con todas las mujeres que fueron suyas nada tenía que ver con aquel amor imposible. No se explicaba, no se explicaba por qué le parecía imposible alcanzar aquella criatura en su vertiginosa fuga de estrella que se suelta del cielo y desaparece. Materialmente era fácil atraparla, pero una vez que la atrapara, una vez que la apresara en sus brazos, seguiría ella, ella sola, elástica y silente como ahora iba.

De pronto, donde del islote ya sólo quedaban islillas de piedras bajo el pelaje flotante de las algas, la imagen de Mayarí se detuvo y volvióse para mirarlo, como si le hiciera falta antes de dar un paso más, contestarle que «Sí» con la mirada, si la acompañaba un paso más hacia donde sólo el amor acude y de donde sólo el amor vuelve.

La alcanzó. Pero fue como no alcanzarla, porque apenas estuvo junto a ella, la imagen fugitiva de Mayarí siguió adelante balanceando su cuerpo codiciable.

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