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Miguel Asturias: El Papa Verde

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Miguel Asturias El Papa Verde

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Esta es la segunda parte de la trilogia que integran los libros Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados añade una aguda intención social a esos valores poético – mitológico y a esa observación de una realidad política. En una plantación bananera de la zona del Caribe, Asturias retrata a uno de los personajes más apasionantes de la novela hispanoamericana, uno de esos aventureros norteamericanos de recio carácter, individualistas de temperamento casi renacentista, que se apodera de una sociedad frutera, despojando e primer término a los cultivadores y luego a los mismos capitalistas de la compañía. Obra de arte y documento, pintura de un personaje excepcional y de una situación humana y social, El papa verde ocupa un lugar incomparable en el universo que Asturias ha construido pacientemente, brillantemente, con cada uno de sus libros.

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¡Mayarí!…

Pensó llamarla, pero luego se dijo:

– No la llamo. La sigo. Lo que quiere es que la llame. No la llamo. La sigo. Esta punta de tierra se va a cortar y caerá al agua, sin que yo la llame, sin que yo me dé por vencido. Tiempo habrá para nadar y rescatarla.

Acortó el paso para ver si ella dejaba de avanzar. Pero fue en vano. Iba con el agua a las rodillas y seguía, seguía, seguía terrible, voluntariosa, en toda la plenitud de su belleza de madera naranja, la turbulenta noche de su pelo y sus ojos de pupilas negras como brasas apagadas con llanto.

– No la llamo. La sigo. Lo que quiere es que la llame, que me dé por vencido.

La imagen empezó a hacerse borrosa. Lo que emergía de Mayarí de la superficie del agua, su torso de sirena, empezaba a ser confuso. El oscurecer distante se acercaba desenvolviendo sus alfombras en oleajes sombríos. Del mar viene la noche que exige al viento que la levante para caer en chubascos blancos.

Un grito de hombre de mar que rompe la mudez del ámbito, de filibustero rubio que chapotea por atrapar un tesoro que va a caer al fondo del mar, rompió su garganta, un grito gutural, estremecido y anhelante, ya no la veía, estaba perdido, por buen nadador que fuera dónde encontrarla. El viento arreciaba, el soplar del viento, el soplar y soplar del viento. Una máscara salobre frente al infinito con la voz mínima que quién oía. Nadie.

– ¡Mayarííííí…! ¡Mayarííííí!…

Ni un segundo había pasado, pero para él fue una eternidad. Volvió a gritar:

– ¡ Mayaríííííí…! ¡ Mayaríííííí!…

Estaba entre sus brazos y no lo creía. La tenía entre sus brazos y no lo creía. La apretaba entre sus brazos y no lo creía.

– ¡Mayarí!… ¡Mayarí!… -la palpó, palpó lo que era el bulto de una imagen que se fue de su lado, que se fugó de su vecindad amante. Tenía el bulto, pero no la imagen.

El vasto anfiteatro con miles de astros encendidos, la, desolación del viento fuera de la bahía. Ella le acercó la nariz a la cara. El la besó. El traje mojado sobre la carne palpitante y el temor, el temor ilímite de estar juntos, cada vez más juntos.

– ¡Mi pirata adorado!

– ¡Mayarí!

– ¡Geo!

– Hay que volver…

– Volvamos pronto…

Y los dos presentían que volver no era sólo regresar por el afilado lomo del islote que la marea empezaba a cubrir con su melena leonada, lechosa, sino arrancarse de un espejo de sueño en que el amor hace transparente la muerte y se ve del otro lado de la vida la posibilidad de seguir viviendo de ese amor y de ese sueño.

Estaban vivos. ¡Qué maravilloso es estar vivo! Haber llegado a un paso de la muerte y estar vivos. Qué más podían pedir. Una plena sensación de grandeza nacida de ellos y ya en peligro mayor por las olas que los expulsaban, con todos los sonidos de la cólera divina, espadas gigantescas de los ciegos ángeles del mar, de lo que fue un paraíso, fragmento del edén en un espejo…

El último paso en el islote y el primero en la playa y un sollozo de mujer, un sollozo de prisionera atada. El llanto le goteaba las pestañas.

– Geo…

– Mayarí…

Sus pobres nombres.

– El mejor paseo -murmuró, mientras Geo la abrazaba - es aquel del que se puede no regresar… Si no me llamas hubiera seguido hasta desaparecer…

– Hablas como si hablaras dormida…

– ¿Y para qué despertar?

– No me parece cuerda una persona que está siempre soñando…

– Los de tu raza, Geo, están despiertos siempre, pero nosotros, no; de día y de noche soñamos. Un sueño me parece el que nos hayamos encontrado. Si hubiéramos estado despiertos no nos encontramos. Y esa vez hablaste poco. Yo te miraba. ¿No te fijaste? Mudo, perdido en tus pensamientos, te veía con un contento extraño, mientras Kind predicaba que el progreso aquí, que el progreso allá… Otro sueño… Pero vamos andando, que se nos hace tarde…

Y tras los primeros pasos, agregó:

– Cierra los ojos, Geo; no pienses, siente. Es horrible estar junto a una máquina de calcular. Cierra los ojos, sueña…

– No tengo tiempo…

– Pero si el que sueña vive siglos. Ustedes son como niños, porque no se envejecen por dentro. Por fuera se envejecen, son adultos siempre, adultos aniñados. Hace falta soñar para envejecer la sangre.

– La pesadilla de perderte, de que perdieras el equilibrio y te arrastraran las olas… A eso le llamas tú soñar…

– ¡Bobito; yo muchas veces, sola, con Chipo Chipó hice antes el recorrido, y te traje para vencer tu orgullo, para oírme llamar desde tu corazón!

– A un hombre como yo…

– Y gritaste, Geo; me llamaste como no habrás llamado a nadie…

– A un hombre como yo no le está permitido salirse de la realidad. Nada fuera de los hechos.

– Materialistas, en una palabra…

– Nosotros, business; fantasía, ustedes… Por eso vamos a encontrarnos siempre en polos opuestos. Mientras nosotros nos volvemos cada vez más concretos, más positivos, ustedes se van volviendo ausentes y negativos, inservibles…

– Pues, Geo, no les envidio las ganancias…

– ¿Por qué?

– Porque debe ser horrible vivir en perpetua realidad…, tener los pies grandes… -Y entre seria y sonriente, con los ojos llenos de picardía-: Mientras a nosotros se nos achican los pies, a ustedes les van creciendo… Nosotros no estamos en la tierra. ¿Para qué queremos pies? Y ustedes están cada vez más sobre el planeta y para eso hay que tener pies grandes, muy grandes…

Chipo Chipó vino en busca de ellos. Cruzaban la playa algodonosa de sombra, humedad y espuma, silencio alunado, rumor de palmeras.

– Llegó una locomotora nuevecita -le explicó Chipó-, y diz que soltó buen golpe y le hizo al freno. La imponen como a cualquier animal. Traiba jalón de carros, con gente y fruta. Vino su mamá.

– ¿Dónde la dejaste, Chipó?

– En mi casa…

– Extraño que no se apeó donde mis padrinos.

– Llegó con el comandante y se quedaron mermando el silencio con míster Kind. Por un poco lo agarran sin el brazo. No lo tenía puesto. Yo se lo tuve que alcanzar. ¡Pobre! Con el calor se lo quita. Le molesta. Le molesta y es mucho fastidio. ¿Por qué no, mejor, se deja la manga vacía? Así digo yo. Menos carga. Si uno pudiera quitarse un brazo, una pierna y los huesos que más pesan, andaría aliviado. Es mucho esqueleto el que cargamos y cansa.

– Vas a conocer a mi señora mamá… Es mucho más joven que yo… ¿No lo crees?… ¡Qué hombre!… Ni sueña ni cree… Voy a casa a cambiarme de ropa… ¡Dios libre mamá me fuera a ver destilando agua!…

Doña Flora -a ella le gustaba que le dijeran Florona, al diminutivo no contestaba, igual que sorda, y cuando alguien de confianza la llamaba Florita, respondía: «¡Tu florita aquí te la tengo escondida», señalándose por el ombligo-. Doña Flora, después de la presentación de Geo Maker Thompson, abrazó a su hija temblando. Siempre que la volvía a ver la abrazaba presa de aquella sensación inexplicable. Cuando, durante sus estudios, después de largos siete meses volvía del internado del colegio, en la capital, y cuando como ahora, tras quince o veinte días de tenerla de temporada en el puerto donde sus compadres Aceituno, se encontraban, doña Flora temblaba, porque a fuerza de ser su hija tan diferente a ella, mujer práctica, le parecía abrazar a una persona ausente, a un habitante de la luna.

Maker Thompson quiso halagar a doña Flora, confesando que la encontraba primaveral como su hija, pero la joven señora, otoño y primavera, sin dar oídos a lisonjas que sobraban en el terreno de los negocios, continuó hablando:

– Como dice el comandante, señor Kind…

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