Lorenzo Silva - Carta Blanca

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Carta blanca se abre y se cierra con una guerra, la del RIF, en el Norte de Africa, y la Guerra Civil española pero es, sobre todo, la historia de una pasión, porque las huella de un amor verdadero son las que marcan de verdad el alma y el destino, un destino marcado inevitablemente por el desencanto, el conocimiento de los límites de la crueldad humana y el refugio del amor contra todo, frente a todo, como única redención y salida. Lorenzo Silva ha escrito, con la madurez de una prosa directa y sin concesiones, una novela soberbia, madura, descarnada, profundamente apasionada, que indaga en nuestro pasado y nos ofrece la figura carismática y apabullante de un antihéroe atípico y atractivo que debe vivir en una época convulsa en donde se extreman los sentimientos y la auténtica relevancia de nuestros actos.

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– ¿Cómo? -preguntó Faura.

– Sí. Con la artillería actual, la aviación y los medios mecanizados, la defensa estática de una fortificación es inviable. Puedes causarle algún desgaste al enemigo, pero nunca vencerle. La máxima táctica clásica es que el que defiende tiene ventaja. Pero si dejas al otro toda la iniciativa, con los medios actuales, la ventaja se invierte. El atacante sólo tiene que buscar el eslabón débil de la cadena defensiva y romperlo.

– No te sabía tan versado, Ramírez.

– Saqué buen número. El nueve de mi promoción.

– Y todo para al final hacerte policía fronterizo.

– Mi padre era carabinero. Yo ya venía para esto. Cuando una cosa la tienes en la sangre, tira mucho. Para ti sólo soy un policía fronterizo. Para mí, visto el uniforme que vestía mi padre y llevo sobre él las estrellas que él no llegó a alcanzar y siempre soñó que yo llevara.

Faura se sintió avergonzado.

– Perdona, era una manera estúpida de hablar -se excusó.

– No, si somos eso. Policías de costas y fronteras. No me ofendo.

– En cuanto a lo otro, supongo que tienes razón -convino Faura-. No creo tampoco que sea manera de vencer a los que tenemos delante.

– No lo digo en demérito de mis jefes, ni de Puigdengolas, o quien sea que haya tenido la idea. Con lo que hay, es lo único que se puede hacer. Otra cosa sería que el regimiento de infantería fuera una unidad operativa, y que se pudiera confiar en sus fuerzas y sus mandos.

– El regimiento ya no existe para nosotros. Más allá de Robles y esa ametralladora. Y da gracias de que al menos tengamos eso.

De pronto, el teniente quedó sumido en un silencio sombrío.

– ¿No te entran dudas, Faura?

– ¿De qué?

– De si no tendríamos que aprovechar ahora y escapar. Salvar a estos hombres de la matanza, y salvarnos nosotros.

– Tú eres oficial, Ramírez. ¿Crees que eso es lo correcto?

– No, claro que no. El oficial siempre reclamará para sí los puestos de mayor riesgo y fatiga , dicen las ordenanzas. Que haya tantos maricas con estrellas que se pasen eso por el arco del triunfo no me da excusa para hacerlo yo también. Pero no pienso por mí. Sino por mi gente. Y por la República. Esta batalla está perdida. A lo mejor nuestras fuerzas sirven para más en otra, donde no salgamos de partida tan mal.

Faura sopesó como merecía la cuestión que suscitaba Ramírez. No eran las palabras de un cobarde o un traidor. Ni siquiera las de alguien que se planteara la posibilidad real de hacer aquello que sugería.

– Tal vez, si pudiéramos sacarlos a todos -dijo-. No sólo a los que están contigo o conmigo, sino a todos los que han venido de los pueblos, a todos los que ahora están asustados e indefensos dentro de esta ciudad. Pero como eso no es posible, a mí me parece que tenemos que defenderlos. Mientras se pueda. Y luego, que Dios reparta suerte.

– No sé si lo tengo tan claro como tú -replicó Ramírez-. Quiero decir, no me pienso mover de aquí, y estoy dispuesto a sostener este baluarte con mis hombres como sea, pero me pregunto si no es más que un acto de orgullo, una puerilidad. Si no sería más inteligente irse, dejar que entren, para que la gente sufra menos de lo que va a sufrir.

– La gente va a sufrir igual. La guerra tiene eso, y más ésta, que rezuma la peor clase de odio. Pero yo quizá tenga una ventaja. No entro a juzgar si esto es lo más inteligente o no. Verás, hace años, en una coyuntura similar a ésta, fui listo, cuidé de mí mismo y salvé la vida. Por eso puedo estar hoy aquí, y por eso pude conocer otras muchas cosas, pero durante años he tenido que vivir con la sensación de que no hice lo que habría debido. No voy a volver a tenerla a cuenta de esto. Si huyo, sé que no estaré cumpliendo mi deber. Reconozco el derecho de mis hombres a salvar su pellejo, si quieren, porque nadie es quién para imponerle a otro el sacrificio. Reconozco tu propio derecho también. Pero con los que decidan quedarse me quedaré yo. Y tranquilo.

– ¿No tienes miedo?

– Claro que lo tengo. Sé cómo es esa gente que nos van a echar encima. Pero una vez que me doy cuenta, y acepto el miedo que me dan, me toca hacer algo con él. Y lo que decido es tragármelo. Porque sé que si no me lo trago será peor, y que lo que tenga que pasar, pasará.

Ramírez le observó con simpatía.

– No habrías hecho un mal oficial, Faura.

– Sólo llegué a sargento, y me conformo. De hecho lo considero moralmente superior a ser general. ¿Sabes por qué? Porque un sargento nunca ordena a nadie comerse una mierda que él no vaya a comer.

– Muy bien, me doy por despreciado -anotó Ramírez, con buen humor-, aunque no vaya a llegar nunca a general.

– Perdona la sinceridad. O la simpleza.

– Hablando en serio -reiteró Ramírez-. ¿De qué sirve lo que vamos a hacer? Dime que para algo. Sólo me gustaría creerlo.

– De qué sirvió que Leónidas y los suyos se hicieran matar en las Termópilas. Para dejar a la memoria de la gente venidera un ejemplo de dignidad. Luchar ahora sirve para enseñarles a los que quieren ponernos sus cadenas que podrán obligarnos a soportarlas, pero no impedir que las despreciemos. Y en el futuro, los que recuerden cómo se luchó aquí por la razón y la justicia sentirán el deber de vivir con arreglo a ellas, y no acorralados por el temor y por el interés.

– Muy bonito, compañero. Pero a lo peor nadie se acuerda.

– Alguien se acordará. Y hará por recordarlo a los otros.

– Eres un romántico… Y un peculiar inspector de Aduanas.

– No creas. Y tú y yo tenemos mucho en común. El oficio de los dos consiste en vigilar la frontera. Los dos sabemos que los contrabandistas pasan una y otra vez. Y los dos seguimos pese a todo vigilando.

– Incluso ahora. Insomnes como lechuzas -bromeó Ramírez.

– Quien no escudriña la noche, no conoce la vida.

– Puede ser. Pero más nos valdría dormir un poco. El bombardeo empezó antes del amanecer. Lo primero que vio Faura, cuando abrió los ojos tras la primera explosión, fueron las manecillas de su reloj, que marcaban las cinco y treinta y cinco. Las granadas de artillería se sucedieron con furia sobre la muralla y cayeron también en la barricada levantada al pie para tapar la brecha. Con los lamentos de los primeros heridos acuciándolos, los carabineros y los milicianos se pegaron al parapeto o buscaron, abajo, el amparo de los recios muros. Desde las casas que había al otro lado del Rivillas empezaron a la vez a hacerles fuego de ametralladora, y menos de media hora más tarde vino la aviación para terminar de machacarlos. Los hombres se aplastaban contra el suelo y las defensas; sólo las ametralladoras soltaban algunas ráfagas. Aquello no era más que la preparación, la infantería enemiga no asaltaría bajo aquella tormenta de metralla.

No tuvieron un respiro hasta unas horas después, cuando dos aviones propios bombardearon el campo enemigo. Entonces aprovecharon Faura y Ramírez para seguir las evoluciones de las tropas que tenían enfrente. Parecían haberse dividido en dos brazos, uno que iba por el sur, hacia la zona de la plaza de toros, donde había fuerte ruido de combates, y otro que rodeaba hacia el nordeste, hacia la alcazaba. A ellos, que quedaban en medio, los seguían incordiando con fuego de armas automáticas, pero no se percibían preparativos de asalto.

– Van a intentar hacer una pinza -dijo Ramírez-. Y parece que a nosotros nos dejan para después. Eso me da mala espina.

– Bueno, míralo por el lado positivo. Les inspiramos respeto.

– Por ahora. A media mañana pasó por allí un enlace de las milicias. Recorría la muralla para ver el estado de fuerzas en cada baluarte e informar al mando, o a lo que quedaba de él. También hacía de mensajero oficioso de las últimas noticias, y las más relevantes que traía eran que los militares del cuartel de la Bomba se habían pasado al enemigo y que el coronel Puigdengolas y otros altos oficiales habían subido en tres coches a primera hora de la mañana y se habían fugado a Portugal.

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