Lorenzo Silva - Carta Blanca

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Carta blanca se abre y se cierra con una guerra, la del RIF, en el Norte de Africa, y la Guerra Civil española pero es, sobre todo, la historia de una pasión, porque las huella de un amor verdadero son las que marcan de verdad el alma y el destino, un destino marcado inevitablemente por el desencanto, el conocimiento de los límites de la crueldad humana y el refugio del amor contra todo, frente a todo, como única redención y salida. Lorenzo Silva ha escrito, con la madurez de una prosa directa y sin concesiones, una novela soberbia, madura, descarnada, profundamente apasionada, que indaga en nuestro pasado y nos ofrece la figura carismática y apabullante de un antihéroe atípico y atractivo que debe vivir en una época convulsa en donde se extreman los sentimientos y la auténtica relevancia de nuestros actos.

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– No sé, a lo mejor no le falta razón -dijo el otro miliciano-. Y por otra parte por aquí no tenemos muchos efectivos. Déjalos.

El jefe dudó. No quería dar su brazo a torcer, como le pasa a cualquiera, pero tampoco tenía la determinación suficiente como para imponer su criterio contra las objeciones de Faura y su compañero.

– Está bien -se rindió al fin-. Pero entonces no te muevas de aquí. Me respondes del comportamiento de este sector.

– A tus órdenes -asintió Faura-. Y si puedo decir otra cosa, no estaría de más que se emplazara aquí otra ametralladora. La brecha de la avenida les va a atraer, habría que tener bien reforzado este punto.

El jefe miró hacia abajo. Entre el baluarte de la Trinidad, sobre el que se hallaban, y la puerta del mismo nombre, había una discontinuidad en la muralla de unos veinte metros, abierta años atrás para dar paso a la avenida que cruzaba el arroyo Rivillas hacia San Roque.

– Se la pediré al comandante -prometió el jefe-. Y que mande personal dispuesto a manejarla, que ésa es otra.

– En caso de apuro, yo sé -dijo Faura. Durante algunos meses, como buen tirador, había estado en la compañía de máquinas de la bandera.

Vino la ametralladora, con un sargento llamado Robles y dos soldados del regimiento de Castilla, que parecían decididos a pelear por la República. Robles también había estado en Marruecos, de joven, y cuando supo que Faura compartía aquella experiencia, observó:

– Ya ves, a la vuelta de los años, aquí contra los moros otra vez. La vida es una rueda. Pero sólo lo malo se repite, cagüenlahos .

A lo largo de la tarde, la resistencia en el barrio de San Roque, como en el resto de arrabales, se fue extinguiendo. Habían caído todos los cuarteles exteriores, y se decía que el de Menacho ya estaba también en poder de los rebeldes, después de que la guarnición les hubiera franqueado el paso, La Bomba aguantaba aún, pero nadie sabía por cuánto tiempo. Antes de que oscureciera aparecieron en el cielo dos aviones leales que bombardearon San Roque, donde ya se desplegaba el enemigo. Su presencia hizo estallar el júbilo entre los defensores.

– Ahí está, que vean que nosotros también tenemos algo para darles por culo -exclamó el miliciano Toribio, mientras hacía ondear la boina.

– Bueno, por lo menos siguen mandándonos aviones, todavía no nos han abandonado del todo -dijo el teniente Ramírez.

Las esperanzas de la ciudad se cifraban en un par de columnas que avanzaban desde Madrid hacia Mérida, y que después de recuperarla marcharían sobre Badajoz para socorrerlos. Sin saber sí la información era fiable o un bulo inventado para sostenerles la moral, Ramírez, como Faura, no se hacía ilusiones. Ya era difícil que aquellas columnas pudieran recobrar Mérida de quienes la habían tomado, y Badajoz, sí acaso, vendría después. Mientras que el enemigo ya estaba allí.

Desde el cercano baluarte de Santa María alguien hizo fuego de ametralladora. Les costó discernir, al principio, si disparaban contra la ciudad o contra los de enfrente. Ramírez miró con los prismáticos.

– Anda, es nuestro teniente coronel -informó-. Tirando él mismo con la ametralladora contra los cuarteles. Y Puigdengolas está también.

No era un detalle muy alentador. Si los máximos jefes militares de la ciudad tenían que acudir a la muralla a manejar las ametralladoras que sus hombres vacilaban en disparar, arreglados estaban. Poco después pasaron el mismo teniente coronel de Carabineros y el comandante de la plaza por el baluarte de la Trinidad. Los dos venían desencajados y de un humor de perros. El teniente coronel llevaba su uniforme reglamentario, con las dos estrellas de ocho puntas bien visibles, Puigdengolas, pese a su rango y su condición de militar profesional, vestía un mono de miliciano sobre el que lucía los distintivos de coronel. Una forma de proclamar su alineación con el pueblo, o de conjurar el recelo que suscitaban sus compañeros de armas y presionarlos a éstos para que no rehuyeran defender a la República. El teniente coronel les ordenó que disparasen contra el enemigo tan pronto como lo tuvieran a tiro, mientras Puigdengolas y los otros jefes supervisaban las defensas y verificaban que tuvieran munición suficiente. Hacia la zona de Menacho estalló un nutrido fuego de fusilería. Al oírlo, los mandos concluyeron la precipitada inspección y volvieron sobre sus pasos.

– Con más coroneles como éste, otro gallo cantaría -dijo Toribio.

– Huevos le están echando -admitió Corral.

– No sabes cuántos, chico -apostilló Ramírez. Anochecía ya cuando vieron a los primeros tomando posiciones al otro lado del puente de San Roque. Al amparo de las sombras, las figuritas marrones, varias de ellas tocadas con el absurdo turbante blanco, que ayudaba mucho a localizarlas, correteaban raudas y encogidas.

– Ahí están. Los putos moros -dijo el sargento Robles-. Deja, chaval.

El soldado se apartó y Robles empuñó la ametralladora. Envió un par de ráfagas cortas para colocar el tiro y luego barrió dos veces. Los regulares desaparecieron de la vista. Devolvieron el fuego, pero apenas fueron tres o cuatro disparos, más para asustar que otra cosa. El silbido de las balas sobre sus cabezas, con todo, agachó a unos cuantos.

– Bueno, tontos no son -apreció Corral-. Se esconden.

– Oué te habías creído? -dijo Robles-. Ésos nacen sabiendo.

– No tires por tirar -le pidió Faura al sargento-. Sólo para impedir que se coloquen más cerca. Hoy ya no van a hacer nada.

– Ya pueden tomarse un respiro, no se les ha dado mal el día -opinó Ramírez-. Se ve que el trece sólo nos trae mala suerte a nosotros.

Cuando la noche terminó de caer, cesó toda actividad enfrente. Hacia la zona de los cuarteles volvieron a oírse tiros, pero en torno a la Puerta de la Trinidad se mantuvo la tregua. Unos y otros la necesitaban, y a ninguno le cabía ya la menor duda: al día siguiente, tan pronto como despuntara el alba, se jugaría la partida crucial. Faura contempló, absorto, el cielo de aquella noche que le daban de propina.

6

Como otras muchas de las últimas noches, aunque aquélla con mayor motivo, a Badajoz le costaba dormirse. No dejaban de sonar disparos hacia el oeste de donde se hallaban Faura y su gente. También se oían detonaciones de cuando en cuando en otras partes de la ciudad. Sus habitantes, y los muchos forasteros venidos del campo que en ella se habían refugiado, vivían ya acostumbrados al ruido de los tiros, cuyo rumor discontinuo les iba marcando el paso del tiempo. En el baluarte de la Trinidad, tumbados en la terraza que se extendía sobre los murallones, a diez metros de altura sobre el suelo, dormitaban los milicianos y los carabineros que no estaban de guardia. Ninguno llegaba a dormirse del todo, entre el jaleo y la dureza del lecho, pero aquel poco rato que lograran amortiguar el peso de su conciencia era todo el descanso de que iban a disfrutar, y como fuera lo aprovechaban.

Faura no podía dormir. Tampoco Ramírez. Miraban hacia San Roque, mientras fumaban ceremoniosamente sus respectivos cigarros. Cualquier otra noche, aquél habría sido un lugar agradable. Corría el aire, se tenía hermosa vista. Antes de que empezara la guerra, aquella vieja fortificación en desuso ofrecía a los enamorados que trepaban a lo alto de sus escarpas un buen sitio para gozar de intimidad.

– La una y diez -dijo Ramírez-. ¿Qué pueden quedar, cinco horas?

– Más o menos -asintió Faura.

– En fin. Todo llega.

– Sí. Tarde o temprano.

El teniente meneó la cabeza.

– ¿Sabes que según las modernas teorías militares, o por lo menos según las que a mí me contaron en la academia que eran las más modernas, esto que hacemos es una soberana gilipollez?

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