Lorenzo Silva - Carta Blanca

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Carta blanca se abre y se cierra con una guerra, la del RIF, en el Norte de Africa, y la Guerra Civil española pero es, sobre todo, la historia de una pasión, porque las huella de un amor verdadero son las que marcan de verdad el alma y el destino, un destino marcado inevitablemente por el desencanto, el conocimiento de los límites de la crueldad humana y el refugio del amor contra todo, frente a todo, como única redención y salida. Lorenzo Silva ha escrito, con la madurez de una prosa directa y sin concesiones, una novela soberbia, madura, descarnada, profundamente apasionada, que indaga en nuestro pasado y nos ofrece la figura carismática y apabullante de un antihéroe atípico y atractivo que debe vivir en una época convulsa en donde se extreman los sentimientos y la auténtica relevancia de nuestros actos.

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– Valientes hijos de puta -dijo Corral. Se acercó a Faura y le tendió la hoja impresa. Ramírez vino junto a ellos para leer también lo que decía. Era un texto inflexible:

Vuestra resistencia será estéril y el castigo que recibáis estará en proporción de aquélla. Si queréis evitar derramamientos inútiles de sangre, apresad a los cabecillas y entregadlos a nuestras fuerzas. El movimiento salvador español es de paz, de fraternidad entre los españoles de orden, de grandeza de la Patria y a favor de las clases obreras y media; nuestro triunfo está asegurado y por España y su salvación destruiremos cuantos obstáculos se nos opongan. Aún es tiempo de corregir vuestros errores; mañana será tarde. ¡Viva España y los españoles patriotas!

Mérida, 12 de agosto de 1936.

– Un movimiento de paz y fraternidad -ironizó Ramírez.

Entre los españoles de orden -puntualizó Faura-. No te confundas.

– Sí -admitió Ramírez-. Ya está, como siempre. España es suya, son ellos, y los demás somos un forúnculo en el ojete de la Patria.

– Buena metáfora, mi teniente -aprobó Faura-. Deberías haberte hecho poeta en vez de policía.

– Más me habría valido, por mal que se viva de poeta. ¿Te has fijado? Fechada en Mérida ayer. Ya nos lo restriegan. Como si dijeran, los próximos sois vosotros, ya os podéis ir preparando, que la próxima octavilla la vamos a imprimir en Badajoz con vuestra sangre.

– No, hombre, no. Lee bien. Luchan a favor de los obreros y de las clases medias. Lo que pasa es que nosotros somos tontos y no nos damos cuenta. No tenemos más que corregir el error y ya está.

– ¿De verdad pensarán que alguien puede tragarse esta mierda?

– Las palabras, al final, son como las putas, se van con el que más las soba y mejor les paga -dijo Faura-. Y estos cabrones lo saben. No hay más que decir mucho una cosa para apropiársela. Acabarán siendo el ejército de la paz y la fraternidad y los obreros. Por qué no. Volver lo negro blanco y lo blanco negro es mucho más fácil de lo que parece.

– Lo que avisan a las claras es que no van a andarse con contemplaciones -apuntó Pajuelo, que acababa de leer la octavilla por encima del hombro de Faura-, Y ya doy yo fe de que no hablan de balde.

– Pues si quieren achantarnos van listos -terció Corral-. Si ellos tienen a los delincuentes del Tercio y a los salvajes de los moros, aquí también habemos hombres con pelotas. ¿Qué se creen esos mamones?

Faura observó con interés a Corral, y luego a los otros, milicianos y carabineros. Algunos asentían, como respaldando el desafío que acababan de escuchar. El resto mantenía un mutismo fúnebre, que mostraba hasta dónde les hacían mella las amenazas. En ese momento, Faura pensó en los otros, en aquellos enemigos a los que Corral se refería, y que él, a diferencia de los demás, conocía bien. Por un momento se le pasó por la mente contarles algo de ellos. Decirles que entre los legionarios había ladrones, asesinos y sinvergüenzas, pero también (y a menudo se trataba de la misma gente) pobres hombres a quienes la vida nunca les había dado cobijo, y que con el señuelo de aquel uniforme y de una hermandad gloriosa eran atraídos a la muerte como el toro con el trapo rojo hacia la vara y el estoque. Podía explicarles cómo y dónde vivían los marroquíes que se alistaban bajo las banderas de regulares, y cómo otros hombres más astutos y menos arrojados que ellos se aprovechaban de su miseria y de su combatividad congénita, fruto de una tierra roñosa y cruel, para convertirlos en máquinas de destruir. Unos y otros no eran más que peones de una suprema demencia que lo movía todo, que arrojaba a hermanos contra hermanos y que propiciaba paradojas como que los defensores de la fe católica llevaran a aquellos moros para vaciar de cristianos la vieja ciudad musulmana de la que los católicos de otro tiempo habían echado a sus abuelos. En suma, aquel despropósito beneficiaba a cualquiera menos a los hombres que esperaban tras aquellas murallas o iban a ser estrellados contra ellas. Juntos formaban un buen hatajo de burros, por dejarse destrozar una vez más unos contra otros, sin aprender nunca la maldita lección.

Todo esto pasó por su cabeza, pero aceptó que nada podía decirles, porque en ese momento no se trataba de exponer sus teorías históricas o sociales, ni de desahogar sus frustraciones, ni siquiera de ayudarles a comprender mejor la situación, en el supuesto de que él, un pobre títere como ellos, pudiera reputarse poseedor de alguna ciencia especial por el único título de haber cometido más errores y en más sitios. En ese momento, recordó, no era más que un jefe de pelotón, y como tal sólo debía cuidar de que sus hombres apretasen los dientes y no se dejasen arrastrar por el pánico ni tampoco por necios arrebatos.

– Tienes razón, Corral -dijo-. Sólo son hombres. No más que tú o que yo o que éste o que aquél. El fusil les pesa como a ti, y estarán cansados y tendrán sueño, porque llevan mucho tute a las espaldas.

Faura notó cómo le escuchaban. Trató de esmerarse. -Así que no debéis tenerles miedo, o no más del que os tendríais a vosotros mismos si fuerais vosotros los que vinierais. Si les pegáis un balazo, doblarán las rodillas y se asustarán de la sangre, como cualquiera. Y si notan que les hacemos frente con decisión, dudarán, incluso puede que retrocedan, porque no hay soldado, si está bien mandado, que no eche para atrás cuando la batalla le es desfavorable.

También se fijó en cómo le atendía Ramírez. Le daba un poco de pudor soltar aquella teórica delante de él, que había pasado por la academia militar, cosa que él nunca había hecho. Pero prosiguió:

– Eso sí, no temerles no significa dejar de respetarles. Ellos tendrán cañones y aviones para abrirles paso, y una vez que se lancen lo harán dispuestos a no dar cuartel, como dice el compañero Pajuelo. Tienen buena puntería, saben manejar la bayoneta y atacar todos a una. Su problema es que están fuera y nosotros dentro, que ellos tienen que jugársela y nosotros sólo tenemos que aguantarles. Pero si no somos un poco como ellos, si no le ponemos agallas y permanecemos unidos, la ventaja se nos acabará pronto. Y a partir de ahí, sí que estaremos listos. Si pasan, será el sálvese quien pueda, y maricón el último. No le pido a nadie que se suicide, no vamos a seguir aquí si no hay nada que hacer, pero si queremos pararlos, no bastará con creérnoslo. A la hora de la verdad, habrá que pelear con ganas y también con cabeza.

Aquella misma tarde tuvo ocasión de poner en práctica su filosofía. Después de toda la mañana sufriendo bombardeos aéreos, los hombres que defendían la muralla vieron cómo los combates llegaban a los barrios exteriores, y en particular al de San Roque, que era el que tenían justo enfrente. Pasaron por allí unos jefes de milicias, exhortándoles a acudir a colaborar en la lucha con los camaradas de aquellas barriadas, de población mayoritariamente obrera. Pero Faura, para sorpresa de Ramírez y también de no pocos de sus hombres, se negó.

– Te lo estoy ordenando -le dijo uno de los jefes.

A lo largo del día, y vista la incertidumbre, cuando no la defección, de muchos mandos del ejército, los jefes milicianos, en combinación con el coronel Puigdengolas, habían asumido que les tocaría mantener el orden en la defensa, y por tanto organizarse de una vez para meter en cintura a todo el mundo. Grupos de milicianos se habían mezclado con los soldados a lo largo de toda la muralla, para impedirles a los oficiales y clases del ejército desertar a las primeras de cambio.

– Sí me repites la orden -dijo Faura-, la cumplo. Pero te pido que consideres lo que me estás mandando. Ahí fuera no tenemos ninguna posibilidad. Ellos disponen de armamento pesado, nosotros no. Puedo llevarme a mis hombres para que nos maten ahí como a conejos. O puedo quedarme aquí para esperarlos donde estén en inferioridad. Si me permites una sugerencia, yo replegaría a toda la gente que tengáis fuera de la muralla. Más vale guardarla para la defensa aquí.

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