Lorenzo Silva - Del Rif al Yebala - Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos

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Del Rif al Yebala: Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos: краткое содержание, описание и аннотация

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Para el autor recorrer Marruecos es hacer realidad un sueño de infancia y, a la vez, adentrarse en el impresionante escenario de la aventura bélica de su abuelo, combatiente a pie en la llamada guerra de Africa. A lo largo de ocho jornadas, y con la compañía de su hermano y un amigo, el escritor explora el interior del país para descubrir la áspera región del Rif y la zona no menos agreste del Yebala, y de paso lugares como Melilla, Annual, Alhucemas, Xauen, Larache, Alcazarseguer, Tánger, Fez, la antigua ciudad romana de Volúbilis o Rabat. El viaje desvela el Marruecos presente y lo anuda a la historia de la guerra pasada, que acude a estas páginas con la enfebrecida claridad del espejismo: combates reducidos a cacerías, al heroísmo inútil, el desdén de los gobernantes, el horror.

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Al regresar al hotel, enfilamos directamente hacia nuestras habitaciones. Ni siquiera vemos la televisión. Sólo mi tío se entretiene a hacer algo, que me explica casi como si pidiera excusas, poniéndome en un apuro.

– Tengo que rezar mis oraciones.

Me quito rápidamente de la circulación, para que mi tío rece tranquilo. Con los musulmanes sucede lo que al menos a mí me ha sucedido con pocos cristianos. Cuando hablan de rezar se refieren a un acto a la vez solemne y de púdica intimidad. Aunque se reúnan a miles en la mezquita, cada uno está solo con Alá, tanto como lo puedan estar los que rezan sobre una estera al borde de la carretera. Es una religión con conciencia del deber y de la discreción. Se practica o no se practica, se interpretan flexible o rígidamente los preceptos, pero nadie la defrauda ni la ostenta.

Cuando al fin estoy instalado en mi cama enorme, arropado porque a ello obliga la potente climatización, poco más puede suceder. Me quedo dormido en el acto. Apenas pasa por mi cerebro, antes de la desconexión, una imagen fugaz del anochecer en Xemaa-elFna, con sus sonidos y sus olores. Es una lástima, por cierto, que las palabras sirvan tan poco para describir el olor.

Jornada Octava. Marrakech-Casablanca-Rabat

El desayuno en el hotel Imperial Borj tiene de todo; cruasanes crujientes, bollitos de crema, cereales, fruta, yogures, zumo de naranja y también ese café anodino que hacen en todos los hoteles. Era mucho más consistente el que llevaba impregnada toda la porquería de la máquina exprés del sitio donde desayunamos en Alhucemas. A veces al café le hace falta un poco de roña y de mugre para merecer ser bebido.

Con todo, no puede negarse que tomar un desayuno reparador e higiénico tiene siempre sus aspectos deseables. Para redondear el asunto, en la mesa de enfrente hay dos jóvenes actores españoles, recién llegados a la fama. Ella tiene probablemente los mejores ojos que hoy puede enfrentar una cáma ra en España. Comida abundante y compañía glamourosa . Qué más se puede pedir a la vida, en una perezosa mañana de agosto.

Perezosos y todo, liquidamos sin pérdida de tiempo nuestras habitaciones, y nos dirigimos con los ánimos renovados hacia la ciudad vieja para darnos una vuelta por alguno de los muchos lugares que no pudimos visitar ayer. En Marrakech el verdadero problema es elegir, y más si se pasa en ella poco más de un día, como va a ser nuestro caso. Nos hemos dejado aconsejar por nuestras guías y hemos seleccionado un itinerario que mi tío considera realizable en el tiempo de que disponemos.

Nuestra primera etapa nos lleva a la kasba, y en particular al punto donde limita con el recinto del palacio real y con la mellah (los judíos, como siempre, prudentemente pegados al sultán). En su paso por Marrakech, Domingo Badía constató que la condición de los hijos de Israel era tan menesterosa como en Fez o Meknés, ya que se les obligaba a ir descalzos por la ciudad y se les encerraba con llave por la noche. Además, dejó una descripción de las hebreas de Marrakech que no tiene desperdicio:

Las mujeres de esta religión van por las calles con la cara descubierta, las he visto muy hermosas y aun de belleza deslumbrante; por lo común son rubias. Sus rostros, teñidos de rosa y jazmín, embelesarían a los europeos. Nada es comparable a la delicadeza de sus rasgos, expresión de su rostro, hermosura de sus ojos y demás encantos y gracias repartidas en toda su persona, y no obstante aquellos modelos de perfección, que ofrecen la reunión del bello ideal de los escultores griegos, aquellas mujeres son objeto del más vil menosprecio; andan también descalzas y se ven obligadas a postrarse a los pies ricamente adornados de negras horribles que disfrutan del amor brutal o de la confianza de sus amos musulmanes .

Llega a resultar mosqueante este arrobo de los viajeros españoles ante las muchachas judías, sin duda inducido por una afinidad racial o quizá más bien racista (las hebreas eran más blancas que las musulmanas, y no digamos ya si éstas eran negras, como registra horrorizado Badía). Pero viendo el hechizo que podían ejercer, casi llega a lamentarse que hoy en la mellah de Marrakech no se adviertan diferencias sustanciales con el resto de la ciudad. Sus habitantes no van descalzos, ni (al menos nosotros) nos cruzamos con ninguna de esas turbadoras hadas rubias y humilladas.

Entre la kasba, la mellah y el palacio real se encuentran las ruinas (no pueden ser llamadas de otra forma) del palacio Badi. Tras recorrer unos pasajes entre muros altísimos, se llega a una puerta donde se adquiere el correspondiente billete. Provisto de él se puede entrar en el recinto de lo que antaño fue una residencia de ensueño. Hoy quedan unos jardines que no son ni la sombra de lo que debieron de ser los originales, unos estanques que ya no reflejan el paraíso y en torno de unos y otros unos muros a los que su grosor y fabulosa consistencia salvaron de rodar por tierra, pero no de las mellas que los hieren por todas partes. En el colmo de la ignominia, sobre las mordeduras asientan sus nidos una aglomeración de indiferentes cigüeñas. Cuentan que Ahmed al-Mansur, el vencedor de Alcazarquivir, conquistador de Tombuctú y rico gracias al tráfico de azúcar y esclavos, se dirigió una tarde a su bufón y admirando el espectáculo del palacio de mármol que se había hecho construir, le solicitó un juicio que estuviera a la altura de tanta maravilla. Y cuentan que el bufón respondió: "Hará unas magníficas ruinas". Como todas las historias que se cuentan en Marruecos, ésta puede ser verdadera o falsa y tampoco importa mucho.

El caso es que el sueño de aquel sultán victorioso, que se hizo labrar y traer el mármol de Italia y que hizo construir un estanque a cada una de sus cuatro esposas legítimas para que pudieran bañarse solas, acabó reducido a escombros por su sucesor Mulay Ismaíl. En la formidable estampa del palacio, ingeniado al parecer por un arquitecto español, el sultán terrible sólo vio un providencial ahorro respecto de lo que le costaba comprar en Italia el mármol que él precisaba para sus propios proyectos. De modo que lo echó entero abajo, apenas cien años después de que fuera levantado. El aspecto actual, en consecuencia, es más obra suya que de Ahmed al-Mansur. Todo lo que hoy puede hacerse en el palacio Badi es pasear entre sus estanques, darse una vuelta por los semiderruidos pabellones y meditar sobre la brevedad y la intrascendencia de las glorias humanas. Ahmed alMansur llegó a establecer alianzas con Isabel de Inglaterra y a plantarle cara a Felipe II, el monarca más poderoso de su tiempo. Mientras el español empalidecía enterrado bajo una montaña de despachos en el monasterio de El Escorial, el epicúreo sultán se refrescaba en sus idílicos jardines. Ver hoy los despojos de este palacio es un ejercicio aleccionador, y el paisaje, fruto consecutivamente del ensueño, el salvaje expolio y una mínima restauración posterior, no deja de tener su encanto.

Mientras paseamos por el palacio Badi se nos acerca una chica que nos pide que la fotografiemos con sus dos compañeras. Forman un grupo insólito, las tres con pantalones cortos y blusas sin mangas. Resulta difícil precisar si son marroquíes o árabes. Se nos han dirigido en francés y la cámara, la observo mientras la tengo entre mis manos, es un modelo japonés bastante costoso. Las muchachas no tienen la piel muy oscura pero sus ojos y sus cabellos son de un negro profundo. Dos llevan largas cabelleras sueltas, algo que se ve poco en la mujer marroquí. Les disparo la foto y me lo agradecen con rápida simpatía. Quizá sean de Casablanca, la parte más europeizada del país. En todo caso, la extrañeza que nos producen deja patente hasta qué punto es inusual encontrarse en Marruecos con grupos de mujeres como éstas. Combinado con los rasgos característicos de su raza, su aire cosmopolita les da un atractivo especial.

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