Lorenzo Silva - Del Rif al Yebala - Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos

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Del Rif al Yebala: Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos: краткое содержание, описание и аннотация

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Para el autor recorrer Marruecos es hacer realidad un sueño de infancia y, a la vez, adentrarse en el impresionante escenario de la aventura bélica de su abuelo, combatiente a pie en la llamada guerra de Africa. A lo largo de ocho jornadas, y con la compañía de su hermano y un amigo, el escritor explora el interior del país para descubrir la áspera región del Rif y la zona no menos agreste del Yebala, y de paso lugares como Melilla, Annual, Alhucemas, Xauen, Larache, Alcazarseguer, Tánger, Fez, la antigua ciudad romana de Volúbilis o Rabat. El viaje desvela el Marruecos presente y lo anuda a la historia de la guerra pasada, que acude a estas páginas con la enfebrecida claridad del espejismo: combates reducidos a cacerías, al heroísmo inútil, el desdén de los gobernantes, el horror.

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Pero acabamos de llegar y circulamos aún por la parte nueva de la ciudad. Salimos de la avenida principal y nos desviamos a mano derecha. Nos tropezamos con el centro de convenciones, una actividad en la que Marrakech trata de competir desde que se celebrara aquí la reunión de la Organización Mundial del Comercio. También en este barrio se encuentran algunas urbanizaciones de extranjeros adinerados y muchos de los hoteles. He aquí dos símbolos de la que quizá es la industria más potente de Marrakech: el turismo, sedentario o itinerante. En este barrio está el hotel en que nos alojaremos, que responde al rimbombante nombre de Imperial Borj, nada que ver con las humildes fondas de Xauen o Alhucemas. De hecho, se trata de un establecimiento de grandes pretensiones, con vestíbulos enormes, anchísimos pasillos y habitaciones descomunales. A la puerta hay un sujeto envuelto en una espléndida chilaba blanca, con fez rojo y una gumía colgada al cinto. Él es quien abre y cierra la puerta a los zafios turistas de pantalón corto (muchos españoles) que se alojan en el hotel. Gracias al amigo hotelero de mi tío nos hacen un descuento sustancial, que deja la factura reducida al precio de cualquier albergue de mala muerte en España. Cogemos dos habitaciones dobles. En una nos instalamos mi tío y yo y la otra se la quedan mi hermano y Eduardo. No hay problema de hacinamiento, porque cada una de ellas dispone de espacio para siete u ocho personas.

Antes de volver otra vez al fuego de la calle, nos damos una vuelta por la atmósfera climatizada del hotel. Hay tiendas de lujo, vastos comedores, una piscina junto a la que se tuestan algunos osados huéspedes. Todo tiene un aire aséptico y cuidadosamente convencional, con la única peculiaridad de un exotismo oriental siempre adaptado al paladar de quienes normalmente deben alojarse aquí. No es que resulte desagradable (de hecho, siempre gusta que todo esté limpio, y el jardín que rodea la piscina está organizado con buen criterio); pero hay algo alarmante en el postizo de estas comodidades occidentales sembradas en mitad de la llanura de Marrakech.

Poco después salimos para hacer una incursión en la tórrida tarde. Mi tío busca unos jardines que promete dignos de una visita. Sin embargo, algunas calles han cambiado mucho de aspecto en la ciudad nueva, y pese a conocer la dirección nos extraviamos un par de veces. En ambos casos, mi tío recurre rápidamente a un viandante, que le da amables indicaciones. Dicen de los marrakchíes que son de natural simpático y bastante socarrón, y mi tío nos confirma su gracejo añadiendo que hablan un árabe muy característico, lleno de giros particulares y de palabras propias. Es posible, pienso, que unos y otras vengan del tamazigt, la lengua bereber de la cercana región de las montañas, de la que por cierto el aventurero español Domingo Badía fue uno de los primeros europeos en ofrecer un elemental vocabulario. Todas las conversaciones terminan por parte de mi tío con unas palabras que se nos acaban quedando:

Barak-al-lahu fik.

Lo que quiere decir algo así como "que Dios te dé suerte", la fórmula de agradecimiento preferida por los marroquíes, en lugar del lacónico "gracias" ( shukran ). Al fin, nuestros improvisados guías terminan por orientarnos. Tras pasar junto a una explanada cercana a las murallas, donde descansan sentados (o mejor dicho "barracados") los dromedarios que pasean a los turistas, tomamos una carretera que lleva a la Menara, los jardines que mi tío quería enseñarnos. Se trata de una gran extensión cultivada y rodeada por una muralla de adobe. Está cubierta sobre todo de olivos (hay pocas palmeras) y en su centro se abre un enorme estanque junto al que se levanta un pequeño pabellón de recreo. El estanque data de la época almohade y el pabellón del siglo Xix, cuyo gusto romántico y decadente representa a la perfección. Es un hermoso edificio de tejados verdes, al que beneficia en mucho la proximidad del agua. La sombra que dan sus gruesos muros resulta hoy un refugio más que apete cible. Al parecer este sitio era una de las atracciones con las que los sultanes deslumbraban a sus huéspedes europeos. Relaja el espíritu contemplar la imagen del estanque, y más allá de él las rojas casas de Marrakech y la mancha verde del distante palmeral.

Hemos dejado el coche en una zona apartada y expuesta al sol más inclemente, pero allí está el guardacoches esperando su recompensa. En Marrakech (lo mismo que en Rabat, donde llega a desesperar el rito) es difícil aparcar el coche, aunque sea en la vía pública, sin que se acerque el inevitable vigilante. Si es un lugar normal no se les da arriba de un dirham y medio o dos, pero no hay manera de escaparse. Por eso hay que llevar siempre cambio, y mi tío se enfada cuando se busca las monedas y no las encuentra. Lo que puede decirse en favor de los guardacoches es que nunca cuentan lo que les das. El gesto es automático por parte del conductor; mientras arranca ya está bajando la ventanilla para dar las monedas, que cambian de mano sin que él ni el vigilante las miren. Las manos de ambos se encuentran solas, como si estuvieran entrenadas para ello. Casi fascina verlo. Ocurre parecido con los mendigos que por doquier retan al cumplimiento del deber coránico de la limosna: les des lo que les des ellos te darán las gracias y nunca mirarán cuánto les estás dando. La mentalidad musulmana asume que uno da lo que puede y todo lo que puede. No hay derecho a desconfiar y tampoco a exigir más.

Entramos en el rojo recinto amurallado de la ciudad vieja por la puerta de Bab-el-Jedid. Ante nuestros ojos se alza bastante cercana ya la Kotubia, la refinada torre almohade, emparentada con la Giralda de Sevilla y con la torre Hassan de Rabat. Resulta admirable el sencillo remate almenado y la pequeña cúpula sobre la que brillan cuatro esferas de cobre dorado. Viéndola, uno lamenta todo lo que pueda lamentarse que la torre sevillana fuera desfigurada con el engendro renacentista que hoy la corona.

Antes de dirigirnos hacia la plaza Abd el-Mumen, junto a la que se levanta la mezquita de la Kotubia, nos desviamos un momento para visitar el hotel Al-Mamounia, una de las referencias inevitables de la ciudad. Este hotel, donde se viene alojando la flor y nata de la burguesía y la aristocracia de Occidente desde principios de siglo, es quizá el máximo exponente de la imagen de Marrakech como ciudad cosmopolita y como meta de turistas selectos. Uno de los visitantes más ilustres fue Churchill, asiduo a la ciudad durante treinta años. En el hotel enseñan el apartamento en el que solía hospedarse. El resto, comenzando por los fascinantes jardines, es un derroche de lujo. El portero que nos franquea el paso, que lleva una gumía bastante más grande que el de nuestro hotel, parece un cheij, con su majestuosa capa blanca. Ya en el interior recorremos pasillos y vestíbulos suntuosos, y desembocamos en una rotonda de caprichosa decoración donde sólo se escucha el murmullo de una fuente. La piscina, discretamente protegida de miradas impertinentes por tupidos setos, es digna de la Costa Azul. Mientras nos asomamos a ella, vemos venir a una pareja que viste albornoces blancos con el anagrama del hotel bordado sobre el pecho. Por el aspecto y las maneras, son un obvio par de yanquis mascachicles, quizá unos yuppies jugando costosamente a las mil y una noches. Una estancia en Al-Mamounia vale una fortuna, aunque para nuestra vergüenza hemos de confesar que se sienten tentaciones de hacer el sacrificio y poder decir que por una vez en la vida se ha tenido ocasión de disfrutar de una obscenidad semejante.

Uno sale del ostentoso despliegue de Al-Mamounia, camina cien metros y se encuentra de nuevo en ese caótico Marruecos que ya empieza a ser un viejo conocido. Dentro de las murallas el paisaje, salvo excepciones, no es tan aséptico como en la ciudad nueva. Vuelve el polvo, la desorganización, la anarquía de la gente. La plaza Abd el-Mumen, donde se encuentra la Kotubia, es un espacio grande y destartalado. Junto a la célebre torre (esta tarde cubierta de andamios que no aciertan a ocultar su encanto), se ve el edificio de la mezquita, de una simplicidad espartana, y algunos muros en ruinas. El asfalto linda con la tierra sin aceras intermedias, y es la tierra desnuda lo que cubre la mayor parte de la superficie. Gracias a ella, la ciudad convive con el campo.

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