Lorenzo Silva - Del Rif al Yebala - Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos

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Del Rif al Yebala: Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos: краткое содержание, описание и аннотация

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Para el autor recorrer Marruecos es hacer realidad un sueño de infancia y, a la vez, adentrarse en el impresionante escenario de la aventura bélica de su abuelo, combatiente a pie en la llamada guerra de Africa. A lo largo de ocho jornadas, y con la compañía de su hermano y un amigo, el escritor explora el interior del país para descubrir la áspera región del Rif y la zona no menos agreste del Yebala, y de paso lugares como Melilla, Annual, Alhucemas, Xauen, Larache, Alcazarseguer, Tánger, Fez, la antigua ciudad romana de Volúbilis o Rabat. El viaje desvela el Marruecos presente y lo anuda a la historia de la guerra pasada, que acude a estas páginas con la enfebrecida claridad del espejismo: combates reducidos a cacerías, al heroísmo inútil, el desdén de los gobernantes, el horror.

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Seguimos hasta la plaza de Xemaael-Fna, sin lugar a dudas la más célebre de la ciudad, y una visita ansiada desde hace mucho tiempo. Para mí, como supongo que para algunos otros, la plaza comenzó a existir a partir de una extraña y romántica novela de Juan Goytisolo, Makbara , cuyo último capítulo se llamaba precisamente Lectura del espacio en Xemaa-el-Fna . Ese fragmento (conviene reconocer las deudas) me ayudó a los dieciséis años a descubrir algo que poco después, y quizá contra su propia intención, me confirmaría Proust: que el tiempo tiene una entidad escurridiza y dudosa y que son mucho más firmes y fiables nuestras sensaciones, por suceder no en el tiempo sino en determinados espacios. Este descubrimiento ha condicionado en buena medida mi existencia: si viajo y escribo es por capturar espacios y sensaciones, que son dos de las pocas sustancias ciertas de las que adivino que queda hecha la vida. Acudo a Xemaa-el-Fna predispuesto por aquella intensa experiencia lectora de mi adolescencia y por su fama hoy universal, tras haber sido declarada Patrimonio de la Humanidad (cosa un poco grandilocuente y se me antoja que inútil, pero que tiende a infundir un vago respeto).

Y en Xemaa-el-Fna me encuentro, en esta tarde aplastada por el sol, con un espacio no demasiado grande, completamente asfaltado y rodeado de edificios vulgares. Por no faltar, ni siquiera falta una sucursal del banco Al-Maghrib. Hay tres franjas de color: el gris oscuro del asfalto, el rojo rosáceo de los edificios y el azul del cielo, desleído a fuerza de pura luz. La franja gris y la franja azul son anchas y la rojiza es estrecha, porque los edificios no superan las dos o tres plantas. Los coches atraviesan libremente la parte de la plaza que se conecta con las dos calles principales de las inmediaciones. En el resto, apenas se ven unos pocos tenderetes. Son poco más de las cinco y el ambiente es escaso. Mi tío asegura que debemos volver un poco más tarde, y propone que mientras tanto demos un paseo por la medina. Seguimos su consejo, sin poder resistirnos a volver la vista hacia la legendaria plaza al tiempo que nos internamos por las callejas.

Nuestro primer contacto con la medina de Marrakech, en su parte próxima a Xemaa-el-Fna, nos lleva por calles llenas de comercios, desde donde se nos reclama con una insistencia y una soltura que no hemos conocido en otros lugares. Todos hablan español, mejor o peor, y ofrecen mercancía más cara que en Fez o Meknés. En las tiendas hay bastantes turistas comprando cuero, sobre todo. Observamos a varios regateando exactamente como aconsejan las guías, suponemos que sin resultados espectaculares. Los comerciantes pueden ofrecer sus mercancías a un precio abultado en relación con su coste, pero saben que los turistas pueden pagarlo sin sacrificio y sólo aflojarán hasta donde supongan que se ajustan al poder adquisitivo del cliente. Descender más allá sería una estupidez, porque equivale a perder la oportunidad de endosarle el artículo al precio deseado a otro extranjero menos correoso. Sólo los marroquíes consiguen descuentos al límite, aunque casi todos los europeos, después de haber obtenido una rebaja del treinta por ciento, se vayan satisfechos de su habilidad.

Mi tío rememora al pasear por estas calles la juventud que pasó aquí. Nos indica dónde estaba la casa en la que vivía con otros compañeros policías, dónde solía almorzar, dónde paraba a tomarse un té. Hacía muchos años que no venía a Marrakech, y se le nota que la nostalgia hace mella en su corazón. Es probable que viniera aquí sin mucho entusiasmo, porque le enviaban a muchos kilómetros de casa y a una ciudad desconocida. Pero es seguro que aquellos años, en los que se sintió solo e independiente por primera vez en su vida, dejaron en su alma una huella que no puede borrar. Todos somos deudores eternos de los lugares que nos han visto ser jóvenes, y regresar a ellos es regresar a los sentimientos de la juventud. Hoy mi tío tiene sesenta años y su vida ha transcurrido lejos del mundo de aquel policía veinteañero. Pero los sentimientos de aquel otro que fue le embargan como si nunca hubieran dejado de dominar su ánimo. Durante nuestro viaje hemos visto a los gendarmes y a los policías marroquíes siempre con intimidación, aunque a nosotros no nos hayan causado el más mínimo contratiempo. Conforta mirarlos también desde este ángulo, saber y comprobar que pueden ser gente que pasó una juventud añorada y solitaria en ciudades donde eran forasteros. Es hasta cierto punto una obviedad, pero hay obviedades que conviene pararse a reconocer, sobre todo cuando se ocultan detrás de un uniforme, que tantas veces (y quizá un poco injustamente) impide a quien no lo lleva ver al hombre debajo.

Volvemos a Xemaa-el-Fna pasadas las seis y media. El panorama ha variado radicalmente. Toda la plaza está llena de tenderetes, corrillos que empiezan a formarse, gente que va y viene. Muchos de los puestos todavía los están montando, pero ya comienza a notarse algo en el aire. La luz es menos intensa y los colores se vuelven más suaves y azulados. Mi tío nos advierte:

– Llevad cuidado con las carteras.

Veréis que hay bastantes policías de uniforme y también los hay de paisano, pero aun así siempre se les cuela alguno. Aquí viene un montón de turistas y todos lo saben.

Es una curiosa doble reacción ante los visitantes. Por un lado, los carteristas que tratan de sacar tajada de la riqueza europea de la forma más rápida y expeditiva, aprovechando que en Marrakech esa Europa que no les deja entrar es la que viene a ellos y se les ofrece en forma de turistas pánfilos. De otra parte, las autoridades que llenan Xemaa-el-Fna de policías para que no se espanten los extranje ros y así poder seguirles drenando divisas a un ritmo más lento y regular. Desde que mataron a unos turistas españoles en Marrakech (a la salida, por cierto, de un hotel cercano al nuestro), la vigilancia policial en la ciudad se ha intensificado grandemente. El rey dio instrucciones estrictas para que nada de eso volviera a pasar. Sabe lo que se juega el país en ello. La presencia policial no es lo único en Xemaa-el-Fna que está condicionado por el turismo. Están también los famosos aguadores, con sus vistosos trajes rojos y sus sombreros. No pretenden venderle agua a nadie (saben que los turistas vienen aleccionados para no beber más que agua embotellada) sino que se hagan fotografías con ellos, por lo que cobran una modesta suma. Llevan sus pellejos muy bien puestos y sus vasitos metálicos muy brillantes. Lo malo del asunto es que se congregan por decenas, lo que llega a resultar sospechoso. Hay momentos en que uno se ve agobiado por la concentración de aguadores, y en que debe rechazar los ofrecimientos de varios a la vez para quedar inmortalizado en su pintoresca compañía.

Antes de convertirse en una atracción turística, Xemaa-el-Fna fue plaza del mercado, lugar de reunión y también de ejecuciones públicas. De hecho, una de las traducciones que podrían darse a su nombre es «Asamblea de los Muertos». Xemaa , o Jemaa , o Yemaa , significa principalmente asamblea o reunión 4. En la plaza de Xemaa-el-Fna se proyectó en cierta ocasión una inmensa mezquita que nunca llegó a construirse, a la que según otros aludiría el nombre, que también puede traducirse como "Mezquita de la Nada ". Hoy sirve de mercado de alimentos y objetos diversos por la mañana y de lugar de atracciones y enorme merendero por la tarde. Resulta impresionante cómo la plaza se hace y se deshace cada día, y cómo entre actos queda reducida a la vacía explanada de asfalto que veíamos hace un rato. Ocurre con ella como con tantas otras cosas en Marruecos, que no son fijas y estables como las que estamos acostumbrados a valorar los europeos, sino contingentes y mudables, como conviene al carácter nómada de quienes fundaron Marrakech. Y sin embargo, una vez que los tenderetes están levantados, los asadores funcionando, y los encantadores de serpientes en acción, esa estructura volátil adquiere una solidez y una intensidad inigualables, como si siempre hubiera estado aquí y nunca fuera a desaparecer. Quizá porque está construida en el espacio y no en el tiempo, esa ilusión nefasta y ególatra de nuestra civilización.

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