Ramiro volvió a sentir el fruncimiento debajo suyo. El corazón pareció detenérsele. Pero como ya estaba tenso, pensó que no aparentaría estarlo más por el golpe bajo del militar. Si le hubiesen medido la adrenalina en ese momento, se dijo, casi habría suplantado a la sangre. Paralizado, trató de no respirar, mientras Gamboa indicaba que trajeran al testigo.
El hombre entró a la oficina, seguido de Almirón. Era más bajo que lo que Ramiro había pensado, pero igualmente fuerte y musculoso. Sus brazos eran impresionantes y el tatuaje un corazón con iniciales. Vestía una camisa de brin, de mangas cortas, un jean gastadísimo y alpargatas. Llevaba en la mano un sombrero tirolés, de tela impermeable y con una plumita al costado, absolutamente ridículo para esa noche tan caliente de verano. Tenía miedo, se notaba que tenía miedo de estar en la jefatura de Policía.
– Buenas -dijo, con voz melindrosa.
Gamboa, desde el escritorio en que seguía sentado, y sin dejar de mover una pierna, le espetó:
– ¿Conoce a este hombre? -señalando a Ramiro.
El tipo manoseó el sombrerito que tenía contra su estómago. Encogió un poco los hombros y miró a Ramiro, estudiándolo. Éste también lo miró, diciéndose perdido por perdido, estoy jugado. Alzó el mentón, con cierta altanería, y confió en que su aspecto de universitario, con ropa limpia y bien peinado, podía amilanar al camionero.
– No estoy seguro.
– Párese -ordenó Gamboa a Ramiro, con voz seca. Ramiro se puso de pie.
– Dé una vuelta al escritorio.
Ramiro lo hizo. Gamboa volvió a dirigirse al camionero.
– ¿Y, lo reconoce?
– Es parecido, señor, pero… la verdad, no estoy seguro. Estaba muy oscuro y yo venía distraído.
– Carajo, estuvo sentado un rato al lado suyo, ¿no? Con que sea parecido no ganamos nada. Es o no es.
El camionero parecía tan aterrorizado como Ramiro. No dejaba de jugar, histéricamente, con su sombrerito tirolés. Sacó la lengua, se la pasó por los labios.
– Quizá si el señor hablara…
– Diga algo -ordenó Gamboa a Ramiro.
– No sé qué es lo que quiere que diga, teniente coronel -Ramiro eligió las palabras y las pronunció con exactitud, casi académicamente-. Nunca en mi vida he visto a este hombre, y no sé qué es lo que usted se propone.
Cuando terminó, se sintió orgulloso de su discursito.
– ¿Y? -urgió Gamboa al camionero.
– No, señor, la persona que llevé era paraguayo. El señor se le parece, pero no habla como el que llevé.
– Cualquiera imita a los paraguayos -intervino Almirón, desde atrás del camionero, que se dio vuelta, asustado como si hubiese escuchado la voz de Dios.
– Olvídese de cómo habla -dijo Gamboa, mirando al sujeto a los ojos, muy fríamente-. ¿Diría que es la persona que llevó, o no?
– Pues… Me parece que era de otra condición. Este señor…
– Pudo estar sucio y cansado -dijo Almirón-. Usted simplemente tiene que decir si lo reconoce o no. Y no tenga miedo, mi amigo, la verdad no ofende.
El hombre agradeció con los ojos.
– ¿Sí? -Gamboa hizo un círculo con el pulgar y el índice, y lo agitó de arriba abajo-. ¿O no?
– Estéee… Creo que sí, señor.
– Gracias -Gamboa sonrió, satisfecho-. Que se retire, Almirón.
Los dos salieron y Gamboa encendió un cigarrillo. Se puso de pie y caminó alrededor de Ramiro. Se detuvo a sus espaldas.
– Está perdido, Bernárdez.
XVIII
Después lo dejaron solo, y él escuchó que Gamboa daba órdenes de que a primera hora de la mañana se le tomara una declaración formal, reproduciendo el interrogatorio de Almirón. Más tarde, el petiso que hacía guardia habló algo con un agente de uniforme que entró y se hizo cargo de él. En silencio, y con un trato indiferente, éste lo condujo a la guardia, donde un tercer policía le tomó los datos y le pidió la cédula, que depositó en un cajón. Luego, le sacaron el reloj, el cinturón y los cordones de los zapatos. También tuvo que dejar su billetera, y finalmente le revisaron los bolsillos, que estaban vacíos.
Entonces volvieron al interior del edificio y, después de cruzar una puerta, lo llevaron a un sótano maloliente, donde había una docena de celdas. El policía abrió una y, con un breve cabezazo, le indicó que entrara. Después cerró la puerta, que era de acero compacto y con una mirilla cuadrada en la parte superior. Hizo mucho ruido.
Durante todos estos procedimientos, Ramiro volvió a reconocer su miedo y su cansancio. Pensó que, no obstante la aparatosidad del jefe de Policía, no debía temer demasiado de la declaración del camionero. En un tribunal, su afirmación no era demasiado sostenible. Era obvio que el camionero estaba aterrado y que Gamboa, torpemente, lo había intimidado. Si lo hicieran jurar ante una Biblia, y ante un juez de instrucción más o menos imparcial, el tipo expresaría sus dudas y su convicción de que había transportado a un paraguayo, que en todo caso era muy parecido al acusado. Pero lo que sí lo preocupaba era la amenaza velada de Gamboa. No creía, no quería creer, que fueran a torturarlo, pero a cada momento se decía que estaba en el Chaco, en la Argentina de 1977, y que si algo faltaba en ese contexto eran garantías. “No vaya a pensar que estamos en Francia, doctor”, le había dicho Gamboa.
Bien que lo sabía, y de todos modos había elegido volver. Entre otras cosas, por aquella inexplicable nostalgia sentida en esos ocho años, por la posibilidad de iniciar una carrera docente en la Universidad del Nordeste, y acaso, aunque no estaba seguro, porque sabía que con su currículum no le sería difícil encumbrarse políticamente. En ese sentido, Gamboa había acertado, le gustara o no reconocerlo, en las perspectivas de éxito social que estaban comprometidas ahora, por este asunto. Claro que él, se dijo, de ninguna manera debió caer en la tentación de confesar. Se felicitó por ello. Cualquier promesa de ese hombre era sospechosa, no confiable.
La celda era sencillamente asquerosa. Tendría, calculó, dos metros por tres, y el piso de cemento estaba húmedo. No supo si de orín, porque el olor a amoníaco era muy fuerte, pero no le quedó otra alternativa que sentarse, en un rincón que supuso más, seco. El techo parecía muy alto. No había ventanas y apenas, por la mirilla, entraba un rayito de luz. La penumbra era compacta y, aunque al bajar le había parecido que el sótano era fresco, enseguida empezó a sentir un calor espeso, viscoso. Le iba a costar mucho poder dormirse, a pesar del cansancio que traía. Era la segunda noche de tensión, de sentirse perseguido y acosado.
De pronto, estridentemente, se escuchó un chamamé. Parecía ser una radio, encendida a todo volumen. El bandoneón chillaba, mal sintonizado, y un dúo cantaba un amor perdido en medio de palmeras y arenales interminables. Ramiro se removió, inquieto, y se enojó consigo mismo por todo lo que estaba pasando. No había sabido ser frío, prudente. ¿Por qué se había descontrolado? ¿Cómo era posible que por su calentura se hubiese convertido en violador y en asesino? Se reconoció amargado, furioso, y dio una trompada a la pared, que le respondió con un ruido seco, ahogado, y un ardoroso dolor en el metacarpo. “Es que es hermosa, carajo, diabólicamente hermosa”, se dijo, pensando en Araceli. ¿Pero cómo un tipo como él podía haberse enloquecido de ese modo? Y sí, podía. Cada vez que se lo cuestionaba, debía reconocerlo: esa chica era el demonio reencarnado; Mefistófeles que vino a cagarme la vida. Sonrió a la oscuridad, pero fue una sonrisa triste.
Y entonces se apagó el sonido de la radio, que durante un largo rato había pasado chamamés, rasguidos dobles y avisos comerciales. Ramiro creyó escuchar, en el silencio retornado, un gemido lejano. Y más tarde volvió a escucharse la radio, ahora atronando el silencio con un tema de Charly García que evocaba la soledad de estar solo. Y también escuchó la puteada gangosa, abyecta, de otro preso, que le pareció habitante de la celda de al lado.
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