Pocos días antes de producirse este suceso el señor Braulio se había sentido súbitamente inquieto sin que pudiera especificar el porqué de su inquietud. Tengo una corazonada fatal, se dijo mirándose al espejo. En los últimos años había engordado; ahora cuando se disfrazaba de mujer parecía una matrona; además se había dejado crecer un bigote corto al estilo teutón que le daba travestido un aspecto más jocoso que sensual. Hasta los que en otros tiempos le reían las gracias le hacían ahora consideraciones severas. Otros veían en su conducta síntomas de envejecimiento, de lo que entonces se denominaba reblandecimiento cerebral. Algunos atribuían este reblandecimiento a los golpes recibidos en las noches de francachela. Todos pensaban en el caso del boxeador danés Anders Sen, de quien los periódicos habían hablado en abundancia a raíz de su reciente visita a Barcelona. Durante varios años este boxeador había desafiado a los campeones de Francia, de Alemania y del Reino Unido; siempre había perdido, le habían vapuleado a conciencia. Ahora lo llevaban de ciudad en ciudad; en Barcelona lo exhibieron en un barracón de cañas y lona levantado en la Puerta de la Paz como un caso digno de interés científico; así rezaba la publicidad; en realidad bajo este supuesto interés científico unos desaprensivos explotaban su desgracia; se había vuelto como un niño: agitaba un sonajero con sus manazas y bebía leche en un biberón. Pagando un real se podía entrar a verlo y hacerle preguntas; por una peseta se podía simular con él un combate de boxeo. Aún era un hombre fornido, de perímetro torácico amplio y bíceps colosales, pero sus movimientos eran muy despaciosos, las piernas apenas sostenían el peso del cuerpo y estaba prácticamente ciego, a pesar de tener sólo veinticuatro años.
Por supuesto éste no era el caso del señor Braulio, que gozaba de excelente salud; sólo su apariencia externa se había asentado con la edad y con el retiro forzoso que le había impuesto Onofre Bouvila; al mismo tiempo se habían acentuado sus manías y su pusilanimidad y sus cambios bruscos de humor también. Ahora le preocupaba Odón Mostaza. Sin trabajo y con dinero, el matón se entregaba ahora a una vida cada vez más disoluta. Cuando él le reprendía le contestaba de mal modo:
Eres una roncha, le decía, te has pasado la vida rifando el culo en el barrio de la Carbonera y ahora vienes a soltarme sermones. Así perdí a mi esposa y a mi hija, replicó el ex fondista; por mis locuras tuvieron que pagar dos pobres inocentes. Pero Odón Mostaza seguía sin hacerle caso. Un día supo que Onofre Bouvila quería verle; acudió a su despacho sin perder un instante. Los dos compinches se abrazaron emocionados, se dieron palmadas sonoras en la espalda. Hacía siglos que no nos veíamos, dijo Odón Mostaza; desde que te has vuelto un burgués no hay forma. Ah, qué tiempos aquéllos, exclamó el matón. ¿Te acuerdas de cuando nos enfrentamos a Joan Sicart?
Onofre le dejó hablar, le escuchaba sonriendo. Cuando el otro calló le dijo: Hay que volver al ruedo, Odón; no podemos dormirnos en los laureles; te necesito. Ahora, fue el rostro del matón el que se iluminó con una sonrisa de lobo. Gracias a Dios, dijo; ya se me estaba oxidando la herramienta, ¿de qué se trata? Onofre Bouvila bajó la voz para que nadie pudiera oír lo que tramaban. los guardaespaldas de uno y otro montaban guardia en las esquinas. Un asunto sencillo, lo tengo todo pensado, te va a gustar, le dijo.
El día señalado Odón Mostaza salió a la calle muy temprano, tomó un coche de punto y se hizo conducir a las afueras.
Llegados a un lugar determinado encañonó al cochero con el revólver y le ordenó que se apeara. Uno de sus hombres salió de detrás de un arbusto y ató al cochero de pies a cabeza con una soga; luego le llenó la boca de estopa y lo amordazó. Le vendaron los ojos con un trapo y le dieron un golpe en la nuca que le hizo perder el conocimiento. El maleante que había salido de detrás del arbusto se puso el capote del cochero y subió al pescante. Odón Mostaza volvió a subir al coche y corrió las cortinillas; se quitó la barba postiza y los lentes ahumados que se había puesto para que luego el cochero en el peor de los casos no pudiera identificarle. Tenía una coartada perfecta. En las Ramblas compró un ramo de azucenas como Onofre Bouvila le había dicho que hiciera. Las flores en el coche cerrado exhalaban un aroma tan intenso que creyó que se marearía. voy a arrojar, pensó. Mientras tanto iba comprobando el buen funcionamiento del revólver. El reloj de la iglesia daba las campanadas cuando el coche entró en la plaza. De la misa salían pocos fieles, porque era día laborable. Descorrió un poco la cortinilla y asomó por la abertura el cañón del revólver. Cuando vio aparecer al ex gobernador acompañado de su criado filipino apuntó con calma. Dejó que acabara de bajar los escalones y disparó tres veces. Sólo el filipino reaccionó instantáneamente. El coche se puso de nuevo en marcha. Se acordó entonces de las flores y golpeó el techo para que el cochero se detuviera, recogió el ramo de azucenas del asiento y lo arrojó con fuerza por la ventana. Ahora se oían ya gritos y carreras: todos procuraban ponerse a salvo.
Al cabo de unos días la policía judicial lo detuvo cuando salía de un burdel en el que había pasado la noche. Como se sabía a salvo de toda sospecha no opuso resistencia; trataba a los agentes con tanta urbanidad que advirtieron la burla en seguida. Búrlate todo lo que quieras, Mostaza, le dijo el cabo, que esta vez vas a pagarlas todas juntas. Él ponía hociquitos y le enviaba besos fingidos, como si se tratara de una furcia y no de un cabo. Esto exasperaba al cabo. Los agentes, que conocían su fama, no le quitaban los ojos de encima; le encañonaban con los mosquetones y tenían listas las cachiporras para caer sobre él. Algunos de ellos eran muy jóvenes; antes de ingresar en el cuerpo ya habían oído hablar de Odón Mostaza, el temido matón: ahora lo llevaban preso y maniatado a presencia del juez. Cuando éste le preguntó dónde había estado tal día a tal o cual hora él respondía con mucho aplomo: recitaba la trama de mentiras que había urdido con Onofre Bouvila, la coartada que tenía preparada precisamente en previsión de semejantes preguntas. El juez repetía las preguntas una y otra vez y el escribano transcribía las respuestas siempre idénticas, que luego leía el juez con extrañeza. ¿Pretendes burlarte también de mí¿, le dijo al fin el juez.
– Guarde su señoría estas tretas para los chorizos, los socialistas, los ácratas y los maricones -dijo el matón-. Yo soy Odón Mostaza, un profesional con muchos años de experiencia; y no hablaré más.
Al cabo de un rato, viendo que el interrogatorio empezaba de nuevo como si hubiese hablado a un sordo o un idiota, añadió: ¿Pretende su señoría hacerse un nombre a mi costa?
Sepa que otros lo han intentado antes; todos querían ser el juez que metió entre rejas a Odón Mostaza; soñaban con ver su nombre y su retrato en los periódicos. Todos hicieron el ridículo. Aquel juez se llamaba Acisclo Salgado Fonseca Pintojo y Gamuza; era un hombre de treinta y dos o treinta y tres años, cargado de espaldas, de cuello grueso, barba tupida y tez pálida. Hablaba con lentitud y levantaba las cejas cuando se le decía cualquier cosa, como si todo le causara sorpresa. Diga dónde se encontraba usted el día tal a tal hora, repitió. Odón Mostaza perdió los estribos.
– ¡Acabemos con esta comedia grotesca! -gritó en el juzgado, sin importarle que pudieran oírle otros detenidos-.
?Qué quiere de mí? ¿Acaso dinero? Porque no pienso darle un real, sépalo su señoría desde ahora. Conozco el paño: si le doy cien hoy, mañana me pedirá mil. No tiene nada que hacer.
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