Ahora la memoria de aquel París irrecuperable sobrevivía en aquellos representantes de la alta burguesía catalana, depositarios fortuitos del "chic exquis" del Segundo Imperio.
– ¡Coño, Bouvila, me cago en diez, usted por aquí, qué pequeño es el mundo! -exclamó a voz en cuello uno de los tres caballeros que habían entrado a media cena en la casa de comidas de Bassora-. Y la familia, ¿todos bien? -Los otros dos caballeros se habían acercado a la mesa y palmeaban el hombro al americano. Este miraba azarado a los caballeros y a su hijo, sobre quien recaían ahora las miradas de aquéllos-. Y este mozo, ¿quién es? ¿Su hijo? ¡Qué crecido está! ¿Cómo te llamas, chico?
– Onofre Bouvila, para servirles -dijo él. Al levantarse para saludar al americano se le cayó la silla al suelo. Todos se rieron y Onofre comprendió que aquellos caballeros consideraban a su padre un fantoche, una cosa cómica.
– Mi hijo y yo hemos venido a cumplir un penoso deber -dijo el americano. Los tres caballeros de Bassora ya no le hacían ningún caso.
– Está bien, está bien -dijeron-. No queremos interrumpirles. Sólo veníamos a tomar algo y a seguir hablando de cosas del trabajo. Y luego, con la tripa llena, a casa, a soportar un rato a la familia. Menos éste, claro -añadió el que hablaba, señalando a uno de sus acompañantes-, que, como es soltero y sin compromiso, se irá de picos pardos -el objeto de esta broma enrojeció levemente. sus facciones presentaban una mezcla extraña de lozanía y decadencia. Parecía como si aún perdurasen en él los efectos del alcohol y los estupefacientes consumidos muchos años atrás en los bajos fondos parisinos, como si su cuerpo estuviera aún embotado por las caricias melifluas de una "demi-mondaine". Los otros se despedían ya-: Que aproveche -les decían. El americano había seguido cenando en silencio; se le había agriado inexplicablemente el humor. Cuando salieron de la casa de comidas soplaba un viento helado y en el pavimento se había formado una película de escarcha que crepitaba y se cuarteaba al pisarla. El americano se envolvió en la manta. Esos granujas, masculló, creen que me voy a dejar avasallar; porque soy de campo y estoy en su terreno, piensan que pueden tomarme por el pito del sereno. ¡Bah, mequetrefes de ciudad, que no distinguen un peral de una tomatera! No te fíes nunca de la gente de ciudad, Onofre, hijo, había agregado en voz alta, dirigiéndose a él por primera vez desde que la llegada de los tres caballeros había venido a interrumpir su cena. No son nada y se creen el no va más. Le castañeteaban los dientes de frío o de cólera y andaba a grandes zancadas; a veces Onofre tenía que correr para ponerse a su lado, porque se había rezagado sin querer. ¿Quiénes eran, padre?, le preguntó. El americano se encogió de hombros. Nadie, dijo, tres petimetres provincianos. Hombres de dinero. Se llaman Baldrich, Vilagrán y Tapera; he hecho algunos negocios con ellos. Mientras hablaba iba mirando en todas direcciones, buscando la fonda donde habían reservado habitación para pasar la noche. A esa hora sólo había en la calle mujeres solitarias, de facciones famélicas y piel grisácea, que se contoneaban y tiritaban en el ruedo pálido que proyectaban las farolas de gas. A su vista el americano agarraba a Onofre del brazo y le hacía cruzar la calle. Por fin se toparon con un sereno de rostro abotargado que les indicó cómo podían llegar a la fonda. Llegaron allí cansados: andar por las calles tenebrosas no era como andar por el campo. En la fonda se repusieron del frío que les calaba: el tubo de la salamandra que funcionaba en el vestíbulo recorría luego las habitaciones de abajo arriba, desprendiendo calor y un humo amarillento que se filtraba por las junturas de la conducción y dejaba un sabor ácido en el paladar. del vestíbulo o de una casa cercana llegaban los acordes de un piano y ruido de voces amortiguadas. A lo lejos oyeron pitar un tren. En la calle sonaban los cascos de los caballos contra el adoquinado. Se habían metido en la cama de matrimonio y el americano había apagado el quinqué. Antes de dormir le había dicho: Mira, Onofre, hay mujeres que hacen cosas horribles por dinero, ya es tiempo de que lo sepas. Otra vez que vengamos te llevaré a uno de estos sitios que te digo, pero mientras tanto no le digas nada de esto que hemos hablado a tu madre. Y ahora duérmete y no pienses más en lo que has visto y oído esta noche.
Ahora había transcurrido más de un año y seguía pensando aún en lo que había visto y oído aquella noche, recordaba con precisión absoluta el rostro risueño de aquellos caballeros y se veía acosado por aquellas mujeres temibles y anónimas que su padre había evocado y a quienes ahora, en la confusión de la duermevela, daba a veces la apariencia inquietante de Delfina. A la mañana siguiente estaba rendido y desesperanzado, pero se echó al hombro el costal y volvió al recinto de la Exposición. No podía renunciar ahora: el mal ya estaba hecho, se dijo. Por lo demás, si no le daba a Efrén Castells la peseta convenida, corría el riesgo de recibir un manotazo posiblemente mortal. Pese a todo, cuando se encontró en el lugar de siempre y empezó a vender crecepelo como el día anterior, recuperó el buen humor. La expectativa de la ganancia y la sensación de estar actuando por cuenta propia, para su propio beneficio, le estimulaban.
El negocio fue tan lucrativo en los días sucesivos que lo único que le importaba ya era saber dónde esconder el dinero.
Llevándolo encima vivía en un continuo sobresalto: en el barrio que frecuentaba menudeaban ladrones y atracadores. La idea de abrir una cuenta en un banco no se le pasó por la cabeza; tenía la noción de que los bancos sólo admitían en depósito el dinero ganado honradamente y él no consideraba que el suyo lo fuese. Era lo mismo: siendo menor de edad ningún banco habría atendido su solicitud. Al final, acabó adoptando una solución clásica: la de esconder el dinero en el colchón, pero no en el suyo, sino en el de mosén Bizancio. El cura era pobre como una rata y nadie, ni siquiera él mismo, sospecharía que dormía sobre un capital. La posibilidad de que a Delfina se le ocurriese batanear el colchón era impensable, cabía excluirla por completo. Además, el cura salía de la pensión todas las mañanas muy temprano, con lo que dejaba libre el acceso a la habitación. Salvado este escollo, quedaban los anarquistas. Por fin llegó el día en que Pablo recibió a Onofre presa de gran agitación. Sin previo aviso le propinó un puñetazo. Onofre rodó por el suelo y el apóstol se le vino encima. Procuraba golpearle la cara y darle puntapiés en las costillas. ¡Granuja, renegado, judas!, gritaba mientras trataba de golpearlo con todas sus fuerzas. Onofre se protegía de los golpes sin tratar de devolvérselos. Cálmate, Pablo, cálmate, ¿qué te pasa?, ¿has enloquecido ya del todo?, le decía.
– Ah, bien sabes lo que me pasa, canalla; apenas puedo articular palabra -dijo Pablo-. Di, ¿qué has estado haciendo estos días, eh? Conque vendiendo crecepelo, ¿no? Para esto te pagamos, ¿verdad?
Onofre dejó que se desahogara y luego empezó a hablar. Al final, acabaron riéndose los dos de buena gana. En una cosa coincidían, al margen de sus ideologías respectivas: ambos tenían en muy baja estima la sociedad y sus miembros; para ellos cualquier engaño era aceptable, todo les parecía justificado éticamente por la estupidez de la víctima.
Profesaban la doctrina del lobo. Luego Onofre le convenció de que la venta de crecepelo era solamente un ardid para despistar a la policía, una tapadera de sus verdaderas actividades. Había repartido en aquellos meses más panfletos que nadie; ¿no era esto prueba suficiente de su lealtad a la causa?, le dijo. Al fin y al cabo, ¿quién corría con todos los riesgos?, preguntó. Pablo acabó disculpándose por haber recurrido a la violencia inicialmente. El encierro me ha enloquecido, repitió una vez más. Él no quería dedicarse a fiscalizar las actividades de los demás, eso le parecía degradante. Él quería poner bombas, pero no le dejaban. Onofre ya no le escuchaba: estaba harto de sus lamentos y otros temas acaparaban en aquellos momentos su atención.
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