Onofre tomó los diez céntimos, entregó el frasquito al gigante, preguntó si alguien quería otro. Muchos dijeron que sí. Le tendían monedas de a diez, se daban empellones y tirones para no quedarse sin el producto. En menos de dos minutos la bolsa de arpillera estuvo vacía. Pidió a los congregados que se dispersaran. Él mismo dio ejemplo yendo a ocultarse en el callejón que formaban la fachada oeste del edificio que debía albergar el Museo Martorell y el muro que separaba el parque del paseo de la Industria, un callejón estrecho, nunca concurrido. Sacó las monedas del bolsillo y las miró con deleite. En eso estaba cuando advirtió que una sombra se proyectaba en el muro. Trató en vano de meterse de nuevo las monedas en el bolsillo. Se encontró cara a cara con el gigante que le había comprado el primer frasco de crecepelo. Aún tenía el frasco en la mano. ¿Te acuerdas de quién soy?, dijo el gigante. Las cejas y la barba le conferían un aspecto terrorífico, de ogro. Era muy velludo, el pelo del pecho se le unía a la barba en el mentón.
– Claro que te recuerdo -dijo Onofre-, ¿qué quieres?
– Me llamo Efrén, Efrén Castells. Soy de Calella. No de Calella de Palafrugell, sino de la otra, la de la costa -dijo el gigante-. Trabajo aquí de peón desde hace sólo un mes y medio; por eso no te había visto nunca hasta hoy, ni tú a mí; pero yo sé quién eres. Te he seguido para decirte que me des dos pesetas.
– ¿Y por qué te las habría de dar, si se puede saber? -dijo Onofre; procuraba fingir una sorpresa inocente.
– Porque has ganado cuatro pesetas gracias a mí. Si yo no te hubiera comprado el primer frasco, no habrías vendido nada.
Hablas bien, pero para vender no basta con eso. Yo lo sé; mi abuelo materno era chalán. Anda, dame las dos pesetas y seremos socios. Tú hablarás y yo te compraré. Así animaremos a la clientela. Tú tendrás que hablar menos rato, te cansarás menos y no te expondrás tanto. Y si hay algún contratiempo, te puedo defender; soy muy fuerte: puedo partirle la cabeza a cualquiera de un trompazo.
Onofre se quedó mirando al gigante de hito en hito; le gustó su expresión. Obviamente era honrado: estaba dispuesto a conformarse con lo que pedía y también estaba dispuesto a partirle la cabeza. Le dijo que era verdad que era muy fuerte.
Lo que no sé es por qué no me quitas las cuatro pesetas en vez de darme tantas explicaciones, le dijo. Aquí no nos ve nadie.
Y aunque quisiera, yo no podría denunciarte a la policía, añadió. El gigante se echó a reír.
– Eres muy listo -dijo cuando hubo acabado de reírse-. Esto mismo que acabas de decir demuestra lo listo que eres. En cambio yo soy tan fuerte como tonto; por más que pienso, nunca se me ocurre nada. Si ahora te robase las cuatro pesetas, sólo ganaría eso: cuatro pesetas. En cambio he discurrido así: tú llegarás lejos, yo quiero ser tu socio y que me des la mitad de lo que ganes.
– Mira -le dijo Onofre al gigante de Calella-, esto es lo que vamos a hacer: tú me ayudas a vender los crecepelos y por cada día de trabajo yo te doy una peseta, tanto si gano mucho como si gano poco. Incluso si no gano nada. Y de lo que hagamos en el futuro, ya hablaremos cuando se presente la ocasión. ¿De acuerdo?
El gigante reflexionó un rato y dijo estar de acuerdo.
Trato hecho, le dijo a Onofre. Era tan tonto, confesó, que no había entendido muy bien la propuesta de Onofre, aunque estaba convencido de que Onofre, con su habilidad innata, le había engañado. Pero era inútil tratar de resistirse, dijo. Yo conozco bien mis limitaciones, agregó. Se dieron la mano y sellaron allí mismo una asociación que había de durar varias décadas. Efrén Castells murió en 1943, ennoblecido por el generalísimo Franco con el título de marqués en recompensa por los servicios prestados a la patria. Pese al deterioro físico producido por la edad y la enfermedad, al morir seguía siendo un gigante y hubo que hacerle el ataúd a medida. Dejó una fortuna considerable en valores y en inmuebles y una colección de pintura catalana valiosísima; de esta colección hizo legado al Museo de Arte Moderno, instalado a la sazón en el antiguo Arsenal de la Ciudadela. Este edificio, que había sido reformado y embellecido precisamente con motivo de la Exposición Universal de 1888, estaba situado a pocos metros del lugar donde él cerró el primer trato con la persona a la que había de dedicar una vida entera de devoción ciega, a cuya sombra había de llegar a la riqueza, al marquesado y al crimen.
Ese día, de regreso a la pensión, compró en una droguería más frascos de crecepelo con los que restituyó sin ser visto los que le había robado al barbero. Estaba muy contento, pero después de cenar, a solas en su habitación, se devanaba los sesos pensando dónde podía esconder sus ganancias. Ahora le asaltaban de golpe todas las preocupaciones que lleva aparejadas el dinero. Ningún lugar le parecía ya bastante seguro. Al final optó por llevar el dinero encima siempre.
Luego pensó en Efrén Castells. Era una eventualidad que no había previsto, pero ante los hechos consumados no había que hacerse mala sangre, se dijo. El gigante podía resultar útil.
De lo contrario, siempre estaba a tiempo de desembarazarse de él, se dijo. Más le preocupaba Pablo: tarde o temprano llegaría a oídos de los anarquistas el negocio que estaba realizando al amparo de la causa y con menoscabo de ella.
Entonces no sabía cómo podían reaccionar. Tal vez ese día pudiera abandonar la propaganda revolucionaria y dedicarse solamente a las ventas, pero ¿aceptarían ellos este cambio?
No; sabía demasiadas cosas: lo considerarían un traidor y recurrirían de fijo a la violencia. Todo son problemas, pensó.
Tardó en dormirse, se despertó varias veces y tuvo sueños angustiosos. En ellos volvía a verse de nuevo en Bassora con su padre. La perseverancia de este recuerdo le sorprendía luego. ¿Por qué aquellos sucesos triviales revisten ahora tanta importancia?, se preguntaba. Y otra vez trataba de rememorar todo lo ocurrido entonces. Había sido en el curso de la cena cuando habían hecho su aparición en aquella casa de comidas los tres caballeros de Bassora. Al verlos entrar en la casa de comidas su padre había palidecido. Aquellos caballeros eran los descendientes de quienes habían iniciado la industrialización de Cataluña a principios del siglo XIX. Con su esfuerzo titánico habían transformado aquel país rural y aletargado en otro país, próspero y dinámico. Sus descendientes ya no eran, como ellos, hombres de campo o de taller: habían estudiado en Barcelona, habían viajado a Manchester para familiarizarse allí con los últimos adelantos de la industria textil y habían estado en París en los años de esplendor. En esta ciudad radiante habían conocido lo más noble y lo más depravado; allí habían visitado boquiabiertos el "Palais de la Science et de l.Industrie" (donde podían verse los inventos más extraordinarios y la tecnología más depurada y compleja y sobre cuyo frontispicio podía leerse en letras de bronce este lema: "Enrichissez-vous") y el "salón de los rechazados" (donde Pissarro, Manet, Fantin-Latour y otros artistas exhibían sus telas turbias y sensuales, pintadas con aquel estilo que entonces se llamaba "impresionista"); allí los más inquietos y avisados habían visto en la Salpetriére al joven doctor Charcot realizar varios ejercicios de hipnosis sin aparatos y oído en el Quartier Latin a Friedrich Engels anunciar el advenimiento inminente de la revuelta del proletariado; habían bebido "champagne" en los restaurantes y cabarets más postineros y absenta en los antros más acanallados; habían dilapidado su dinero en perseguir inútilmente a las cortesanas celebérrimas, aquellas "grandes horizontales" con quienes algunos identificaban ya París; habían paseado a la hora del crepúsculo en los nuevos "bateaux-mouche" (el "Géant" y el "Céleste") por el Sena y se habían emborrachado desde las torres de Notre-Dame del aire y la luz de aquella ciudad mágica, de la que a menudo sus padres habían tenido que arrancarlos con promesas y amenazas. Ahora de aquel París ya no quedaba nada: su grandeza misma había concitado la envidia y la codicia de otras naciones; el orgullo desmedido había sembrado la simiente de la guerra; la injusticia y la obcecación habían engendrado el odio y la discordia. Avejentado y enfermo Napoleón III vivía exiliado en Inglaterra a raíz de la derrota humillante de Sedán, y París se reponía penosamente de las jornadas trágicas de la Comuna.
Читать дальше