En estas ocasiones su ausencia duraba tres o cuatro días; a su regreso nunca contaba nada acerca de lo que había estado haciendo o de lo que había visto o de la marcha de los negocios que había ido a supervisar. Algunas veces, aunque no todas, traía de vuelta algunos regalos insignificantes: unas cintas, unas golosinas, un jabón de olor o una revista ilustrada. Otras veces volvía muy excitado; no daba razón alguna de su entusiasmo, pero a la hora de cenar se mostraba más locuaz que de costumbre. Entonces le decía a su mujer que el viaje siguiente lo harían juntos y que luego, antes de regresar a casa, irían a Barcelona o a París. Luego estas promesas, hechas con tanto énfasis, quedaban en nada. En aquella ocasión, sin embargo, a raíz de la muerte del mono, Onofre y su padre fueron juntos a Bassora. Todavía era el principio del invierno y el camino estaba practicable, pero ya oscurecía cuando llegaron a la ciudad. Una vez allí habían ido primeramente al taller de un taxidermista cuya dirección les había sido dada por un guardia municipal. En un hatillo llevaban el cadáver del mono, que suscitó el interés profesional del taxidermista. Nunca había hecho un mono, dijo palpando el cuerpo sin vida del animal con manos expertas. El taller estaba en penumbra; allí había varios animales arrumbados contra la pared, cada uno de ellos en una etapa distinta del proceso de disección: a uno le faltaban los ojos, a otros la cornamenta, a otros el plumaje; la mayoría dejaba ver por un boquete de la tripa un bastidor de cañas trenzadas que reemplazaba la osamenta; por este entramado de cañas asomaban puntas de paja e hilachas de algodón. El taxidermista se disculpó de la falta de luz: era necesario mantener cerrados a cal y canto los postigos para que no entraran moscones y polillas, les dijo. Al despedirse del taxidermista el americano le entregó una suma de dinero por concepto de paga y señal y el taxidermista le entregó a su vez un recibo.
Les advirtió también que no podría tener el trabajo terminado antes de Reyes. Estamos en plena temporada de caza y se ha puesto de moda disecar las piezas cobradas para decorar con ellas el comedor, el salón o el living, les dijo. Bassora era una ciudad de gustos refinados, explicó. Mientras decía estas cosas Onofre quiso ver el cuerpo del mono una vez más. La mesa en que había sido depositado aquél desprendía olor a zotal.
Panza arriba, con los brazos y las piernas encogidos, el mono parecía haber empequeñecido; un chiflón de aire húmedo revolvía el pelo grisáceo de las patillas del pobre animal.
Vamos, Onofre, le dijo su padre. Al salir a la calle había anochecido y el cielo estaba rojo como la bóveda del infierno en las ilustraciones del manual de piedad que le había mostrado algunas veces el rector para inspirarle un santo temor de Dios. Ahora aquel resplandor lo producían los hornos de las fundiciones, le explicó su padre. Mira, hijo, esto es el progreso, le había dicho el americano. Él había visto ciudades en América donde el humo de las chimeneas no dejaba pasar jamás la luz del sol, añadió. Onofre Bouvila acababa de cumplir los doce años de edad cuando su padre lo llevó a Bassora con motivo de la muerte del mono. Habían ido a dar una vuelta por el centro de la ciudad. Allí habían caminado por calles alumbradas por mecheros de gas, concurridas por grupos de operarios que iban y venían de sus hogares a las fábricas.
En aquel momento sonaban las sirenas de las fábricas; así anunciaban el cambio de turno. Por mitad de una calzada pasaba un tren de vía estrecha; la locomotora arrojaba pavesas al aire; luego las pavesas caían sobre los transeúntes y tiznaban los muros de los edificios. La gente traía la cara embadurnada de hollín. Circulaban bicicletas, algunos carruajes y bastantes carromatos tirados por pencos fortísimos que jadeaban. En la avenida principal la iluminación era más viva y los viandantes iban mejor trajeados. Casi todos eran hombres; la hora del paseo había concluido y las mujeres se habían retirado ya. Las aceras eran estrechas: los restaurantes y cafés las habían invadido con marquesinas; a través de los cristales de estas marquesinas se podían distinguir las siluetas de los comensales, oír el bullicio de la clientela. Onofre y su padre entraron en una casa de comidas. Onofre se percató de que allí la gente miraba con sorna al americano: el traje de lino blanco, el panamá, la manta con que se protegía del frío llamaban la atención poderosamente en aquella ciudad del interior en pleno invierno. El americano afectaba tal indiferencia que parecía ciego. Con la servilleta anudada al cuello estudiaba el menú frunciendo el ceño. Pidió sopa de pasta, pescado al horno, oca con peras, ensalada, fruta y crema. Onofre estaba maravillado:
nunca había probado aquellos manjares. Ahora, en cambio, estos recuerdos le acosaban transformados en una pesadilla de la que despertó bañado en sudor. Al pronto no supo dónde estaba y le asaltó un miedo inexplicable. Luego reconoció la habitación de la pensión, oyó las campanadas del reloj de la Presentación; estos detalles familiares le devolvieron la calma. Ahora ya no era el sueño del taxidermista lo que le desasosegaba, sino una idea imprecisa: la idea de haber sido víctima de un engaño.
Esta idea le daba vueltas por la cabeza sin que pudiera explicar su origen ni el porqué de su persistencia. Repasaba una y otra vez los sucesos de aquella noche y cada vez la idea arraigaba más en su ánimo. Podría jurar que he sido testigo de una escapada de Delfina, se decía, y, sin embargo, hay algo en todo esto que no acaba de encajar; o mucho me equivoco o aquí hay más misterio de lo que yo me barruntaba. Quería analizar los hechos fríamente, pero la cabeza le daba vueltas, las sienes le latían con fuerza y tan pronto se asfixiaba de calor como era presa de un frío glacial que le hacía castañetear los dientes. Cuando lograba conciliar el sueño se le aparecía de nuevo el taxidermista, revivía con una precisión dolorosa las circunstancias de aquel viaje a Bassora. Al despertar se zambullía otra vez en la peripecia nocturna que acababa de vivir. Los dos acontecimientos parecían guardar alguna relación entre sí. ¿Qué pasó entonces?, se preguntaba Onofre ahora, ¿qué pasó entonces que pueda darme la clave de lo que ha pasado esta misma noche? Estos interrogantes le impedían descansar. Ya pensaré mañana, cuando esté más despejado, se decía; pero el cerebro persistía con testarudez en aquella tarea estéril y agotadora; cada hora era un suplicio interminable.
– Hijo, no tengas miedo, soy yo -dijo la voz que había estado oyendo en sueños. Despertó o creyó despertar y vio a un palmo de su propia cara la de un desconocido que le observaba con ansiedad. Habría gritado si no se lo hubiera impedido la debilidad. El desconocido hizo una mueca y siguió hablando con suavidad, como si se dirigiera a un niño o a un perrito-.
Toma, bébete esto: es una infusión. Lleva quina; es un febrífugo y te hará bien -le acercó a los labios una taza humeante y Onofre bebió con avidez-. Eh, más despacio, más despacio, muchachito, no te vayas a atragantar -para entonces Onofre había reconocido ya a mosén Bizancio. Éste, advirtiendo que el enfermo recobraba poco a poco la lucidez, añadió-:
Tienes mucha fiebre, pero no creo que sea nada grave. Has estado trabajando mucho y durmiendo poco últimamente y para colmo has pillado un catarro morrocotudo, pero no debes inquietarte. Las enfermedades son manifestaciones de la voluntad de Dios y hemos de recibirlas con paciencia e incluso con gratitud, porque es como si Dios mismo nos hablara por boca de sus microbios para darnos una lección de humildad. Yo mismo, aunque gozo de buena salud, por lo que doy gracias, estoy lleno de achaques, como corresponde a mi edad: cada noche tengo que ir al baño tres o cuatro veces a dar satisfacción a la vejiga, que se me ha puesto de lo más díscola; también digiero las féculas con harta dificultad, y cuando cambia el tiempo me duelen las vértebras. Ya ves.
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